En el mundo antiguo, viajar por tierra era más lento, más agotador y probablemente más caro que viajar por mar. Por desgracia, había muchos lugares a los que solo se podía llegar a pie.
Un viajero podía caminar al día unos 30 kilómetros (20 millas). Estaba expuesto al sol, la lluvia, el calor, el frío y a los asaltantes. Con razón, Pablo dijo: “He hecho muchos viajes, me he visto en peligro a causa de ríos, en peligro a causa de ladrones” (2 Cor. 11:26).
El Imperio romano contaba con una amplia red de carreteras o calzadas empedradas. A lo largo de las vías principales, se encontraban posadas a intervalos de un día de camino. Entre una posada y otra, había negocios, llamados tabernas, donde se vendían artículos de primera necesidad. Según cuentan los escritores de la época, todos estos establecimientos estaban sucios, húmedos, llenos de chinches y atestados de viajeros. Además, tenían una pésima reputación, pues la gente que iba allí era de lo peor. Y no era raro que los dueños de las posadas les robaran a sus huéspedes y que, entre otras cosas, les ofrecieran los servicios de prostitutas.
Es evidente que los cristianos evitaban en lo posible esos lugares, aunque tal vez no tuvieran otra alternativa cuando viajaban por regiones donde no tenían parientes o amigos.