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¡Despertad! 1991
g91 22/11 págs. 16-20

“No cometa ninguna estupidez o la mato”

El cañón de una pistola asomó por la rendija de la ventanilla del automóvil y me apuntó a la cabeza. Una voz dijo: “No me mire, señora. Quite el seguro de la puerta y córrase al asiento del pasajero.” Hice lo que me ordenó. El hombre se sentó tras el volante y siguió apuntándome con la pistola.

“¿Tiene una llave del banco?”, preguntó.

“No tengo llave. Alguien vendrá de un momento a otro para abrir”, respondí.

“No cometa ninguna estupidez o la mato”, me advirtió. Arrancó mi automóvil y nos alejamos.

Aquello ya se estaba convirtiendo en una costumbre. Trabajaba de cajera en una sucursal del Trust Company Bank. El pasado mes de abril una mujer me apuntó con su bolso y me dijo: “Aquí dentro llevo una pistola. Entrégueme el dinero”. Lo hice.

Unas semanas más tarde se presentó un hombre en mi ventanilla. Su pistola estaba totalmente a la vista. “Déme el dinero.” Empujé un montón de billetes hacia él.

Ya había tenido bastante, así que pedí que me trasladasen a otra sucursal, y me lo concedieron. De modo que aquella mañana del jueves 23 de mayo me encontraba sentada en mi automóvil en el aparcamiento de la nueva sucursal, la de Peachtree Mall, en Columbus (Georgia, E.U.A.), esperando a que abriesen. Eran las 8.25 de la mañana. Suelo llegar al trabajo unos minutos antes para leer la Biblia y el texto del día. Esa mañana correspondía Mateo 6:13, que dice: “Líbranos del inicuo”. Poco me imaginaba entonces que ese texto iba a ser muy importante para mí durante las siguientes horas.

Como solo llevaba dos semanas trabajando en la nueva sucursal, todavía no me habían dado una llave. Había bajado un poco la ventanilla del auto y estaba reflexionando sobre el texto que acababa de leer cuando apareció por la rendija el cañón de la pistola. En las dos ocasiones anteriores los ladrones se habían fugado con el dinero del banco, pero esta vez el ladrón me llevaba a mí.

Mientras nos alejábamos, empecé a orar en voz alta: “Jehová, por favor, ayúdame”.

“¿Quién es Jehová?”, preguntó mi secuestrador.

“Es el Dios al que adoro”, respondí.

“¡No me mire! ¡Siga con la cabeza vuelta hacia la ventanilla! Jehová... eso es lo de la Watchtower y los testigos de Jehová, ¿verdad?”, dijo.

“Sí”, contesté.

“Los conocí cuando vivía en la ciudad de Nueva York. Soy católico. De todas formas, haga sus oraciones en silencio. No quiero oírlas.” Pero añadió: “Mire, no voy a hacerle daño. Quiero dinero, no a usted. No cometa ninguna estupidez y no le haré daño”.

Mientras conducía, no dejaba de preguntarme datos sobre el banco. ¿Quién estaría allí para abrirlo? ¿A qué hora abría sus puertas al público? ¿Cuánto dinero había? Montones de preguntas acerca del banco. Se las contestaba lo mejor que podía, y al mismo tiempo oraba en silencio. Le rogaba a Jehová que me ayudase a salir de la situación sana y salva.

Al cabo de unos diez minutos torció por una carretera sin asfaltar y se adentró en un bosque. Por lo visto esperaba encontrarse con alguien, pues empezó a refunfuñar y decir: “¿Dónde estará? ¿Dónde estará?”. Detuvo el automóvil, salió y me mandó salir a mí también, pero por la puerta del conductor, siempre de espaldas a él. Con la pistola pegada a mi costado, hizo que me adentrara más en el bosque, mirando al suelo para que no le viera la cara. Me costó andar por entre los matorrales con mi vestido y los zapatos de tacón. Me llevó hasta un árbol, hizo que me colocase de cara al tronco y me tapó los ojos y la boca con cinta aislante. Luego me ató con ella las manos a la espalda y la fue pasando alrededor del tronco y de mi cintura para que no me escapase.

Como temblaba mucho, me ordenó que dejase de temblar. Le dije como pude a través de la cinta aislante que no podía evitarlo. “Bueno, pero estése quieta. Hay alguien vigilándola y si trata de soltarse, la matará”. Entonces se fue. Yo recordaba el texto del día, que decía: “Líbranos del inicuo”, y pensaba en lo apropiado que era para mí en esos momentos.

Regresó poco después, pero con un automóvil diferente. (Hubiera reconocido el mío por el ruido del motor.) Quizás cambió el mío por el suyo. Me desató del árbol, pero no me soltó las manos de la espalda ni me quitó la cinta aislante de los ojos y la boca. Volvió a llevarme por entre los matorrales hasta el automóvil. Abrió el maletero, me metió dentro como si fuese un fardo, lo cerró de un golpe y arrancó.

Empecé a orar de nuevo. Pasé la mayor parte del día orando y pidiéndole a Jehová que me diese las fuerzas necesarias para resistir lo que viniese. Circulamos durante unos quince o veinte minutos y entonces se detuvo, abrió el maletero, me destapó la boca y me preguntó cuál era el número de teléfono del banco. Se lo di. Me preguntó el nombre de mi jefe. También se lo dije, y a continuación volvió a ponerme la cinta aislante sobre la boca. Luego llamó al banco y pidió el dinero: 150.000 dólares (E.U.A.), según supe después.

Le dijo a George —así se llamaba el que estaba de servicio en el banco aquel día— que a las dos de la tarde estuviese en cierta cabina telefónica del sur de Atlanta (Georgia, E.U.A.) con el dinero y que entonces recibiría más instrucciones. Mi captor me puso al corriente de lo que pasaba y me aseguró que pronto me dejaría libre. Pero todavía faltaba mucho para las dos de la tarde y yo aún estaba encogida y atada dentro del maletero pasando cada vez más calor. Las horas transcurrían con lentitud. En un par de ocasiones abrió el maletero para ver cómo estaba. “Su Dios Jehová la está cuidando”, comentó. Eso quería decir que se acordaba de la oración que había hecho en voz alta a Jehová aquella mañana.

Estaba preocupada por mi familia. ¿Sabían siquiera que no estaba en el trabajo? Y si lo sabían, ¿cuál sería su reacción? Me preocupaba por ellos aún más que por mí misma. Pensé en diferentes textos bíblicos. El que dice que el nombre de Jehová es ‘una torre fuerte y que a ella corre el justo y se le da protección’. También el que dice que ‘quien invoque el nombre de Jehová será salvo’. Y desde luego estaba aplicando el consejo del apóstol Pablo de ‘orar incesantemente’. (Proverbios 18:10; Romanos 10:13; 1 Tesalonicenses 5:17.) Además de textos bíblicos, seguían pasando por mi mente palabras y melodías de los cánticos del Reino, como, por ejemplo, ‘¡La Roca, Jehová, mi fuerza y poder!’ y ‘Jehová es mi refugio’.

De las experiencias que había leído en La Atalaya, recordé que Jehová había ayudado a otras personas a aguantar dificultades especiales. Una que se publicó en la revista ¡Despertad! y que se me quedó grabada fue la de una Testigo a la que tomaron como rehén en el robo de un banco.a Un atracador la agarró por el cuello y la amenazó con una granada de mano. Aquella difícil situación duró horas; el atracador y ella se encontraban dentro del banco y la policía fuera. Ella también había resistido la prueba orando a Jehová y recordando textos bíblicos, y su valor se vio recompensado cuando pudo ser devuelta sana y salva a su familia.

El automóvil se detuvo por fin y el conductor salió. No podía ver el reloj, pues lo llevaba en la muñeca y tenía las manos atadas a la espalda, pero deduje, correctamente, que eran las dos de la tarde y que había ido a contactar con George, el empleado del banco. Abrigué esperanzas de que mi liberación podía llegar pronto. Pero no fue así. Obviamente sus planes no habían salido como quería y volvió a poner en marcha el automóvil.

De pronto aceleró y empezamos a circular a toda velocidad. No solo conducía muy deprisa, sino que también giraba bruscamente como si estuviese esquivando el tráfico. Yo iba de un lado a otro del maletero, rebotando y golpeándome la cabeza en todas partes. Como tenía las manos atadas a la espalda, no podía sujetarme en ningún lugar ni evitar los golpes cuando iba despedida de un lado a otro del maletero. Esa situación duró quizás diez minutos, pero se me hicieron eternos.

Poco después el automóvil se detuvo y el hombre abrió el maletero para ver cómo me encontraba. Obviamente estaba muy aturdida y dolorida debido a los golpes que me había dado allí dentro. El corazón me latía muy fuerte y me costaba respirar. Estaba totalmente empapada de sudor, y como tenía las manos atadas a la espalda, no podía quitármelo de la cara. Además, se me hacía muy difícil respirar solo por la nariz porque me había tapado la boca con cinta adhesiva y también los ojos. El hombre me quitó la cinta de la boca por unos momentos para que pudiera respirar mejor y hablar si lo deseaba.

Me dijo que la policía había reconocido su automóvil, probablemente desde su puesto de vigilancia, y le habían perseguido. Por eso iba tan deprisa y giraba bruscamente para evitar chocar con otros automóviles. Pero había logrado burlar a la policía. Dijo que todavía no había conseguido el dinero, pero que iba a probar otra cosa que demoraría un poco más mi liberación, aunque no tenía por qué preocuparme. Volvió a asegurarme que no iba a hacerme ningún daño, que esa no era su intención. Necesitaba dinero, y yo era el medio para conseguirlo. Cuando dijo esto, me tranquilicé, pues había pedido a Jehová en oración que me ayudara a reaccionar de la manera correcta si empezaba a hacerme daño.

Las horas pasaban poco a poco. Se detuvo un par de veces, quizás para hacer alguna llamada telefónica o para intentar recoger el dinero. Una de las veces que se detuvo le oí llenar el depósito de gasolina. Estaba tan encogida por la falta de espacio que traté de darme la vuelta lo mejor que pude y hacer algo de ruido. Inmediatamente abrió el maletero y me advirtió que no hiciese ningún ruido. Ignoraba qué hora sería. Nunca me lo dijo concretamente, salvo la primera vez, cuando eran las dos de la tarde. Lo que sí sabía es que todavía estábamos en las cercanías de Atlanta pues oía los aviones despegar y aterrizar en el aeropuerto.

Después abrió el maletero y me dijo: “Será cuestión de otra hora. Una hora más y estará libre”. Eso se repitió varias veces. Ya no le creía, solo abrigaba esperanzas de que así fuese. Aquel día no hacía demasiado calor fuera, pero dentro del maletero el aire estaba cargado y cada vez hacía más calor. Sudaba profusamente y se me hacía más y más difícil respirar. Empecé a orar sobre la resurrección, pues no sabía por cuánto tiempo podría seguir respirando.

Esperaba que, en caso de que muriera, Jehová ayudaría a mi familia a afrontarlo. Me preocupaba lo que pudiera sucederme, pero también me preocupaba por mi familia. Sabía que si moría Jehová me resucitaría y me reuniría con mi familia en Su prometido nuevo mundo de justicia. (Juan 5:28, 29; 2 Pedro 3:13.) Pensar en Jehová y en sus promesas fue lo que me sostuvo.

El hombre volvió a abrir el maletero. Estaba oscuro, había estado oscuro por horas. Había hecho más llamadas telefónicas, pero ninguno de sus esfuerzos por cobrar el rescate había surtido efecto. Dijo que estaba cansado de intentarlo y que iba a llevarme de nuevo a Columbus y que me dejaría. Cuando llegamos, estaba completamente exhausta. Tan solo yacía en el maletero deseando que todo terminase. Pero me reanimé y pensé: “No, tengo que estar alerta. Tengo que mantenerme despierta. Todo terminará pronto. Se ha dado por vencido, y me lleva a casa”.

Iba a dejarme en libertad junto a mi automóvil, pero no estaba donde él creía. Luego me llevó a un Salón del Reino de los Testigos de Jehová, pero había luces encendidas en el apartamento que utilizaba uno de nuestros representantes viajantes. “No la voy a dejar salir donde haya gente”, dijo, pero sí me permitió salir del maletero por primera vez. Todavía tenía los ojos tapados y las manos atadas a la espalda, aunque me quitó la cinta aislante de la boca. Estaba mareada y apenas podía caminar de lo entumecidas que tenía las piernas. Volvió a meterme en el maletero, condujo un poco más, me dejó en la parte trasera de una iglesia bautista y se marchó. Era la 1.30 de la madrugada del viernes.

Me sentía muy mareada, me senté y me desmayé. Lo último que recuerdo fue el ruido del motor de su automóvil al marcharse. Cuando recuperé el conocimiento, tres horas más tarde, me encontré tendida sobre la hierba y el barro. Logré desatarme las manos y destaparme los ojos. Miré el reloj. Eran las 4.45 de la mañana. Había estado diecisiete horas en el maletero y tres inconsciente en el suelo. Con las piernas temblorosas y entumecidas, empecé a caminar por la carretera. Un hombre salía de su propiedad en su camión. Le dije que había sido secuestrada y que tenía que llamar a mi familia y a la policía. La policía llegó a los diez minutos. Todo había terminado.

Me llevaron a un centro médico para que me hicieran un reconocimiento. No había bebido ni comido ni había ido al servicio durante las últimas veinte horas y solo había dormido las tres horas que estuve inconsciente. Tenía el cuerpo lleno de contusiones, el vestido embarrado, el cabello hecho un desastre y la cara sucia y desfigurada con las señales de la cinta aislante. Pero nada de aquello empañó la felicidad de reunirme con Brad —mi marido— y con mi madre —Glenda—, así como con los muchos otros parientes y amigos queridos que se habían reunido allí para darme la bienvenida. Lo que ellos pasaron esperando y preocupándose fue diferente de lo que yo pasé, pero en cierto modo quizás hasta fue más difícil de soportar.

Del centro médico fui a la comisaría de policía para responder a algunas preguntas y prestar declaración. Como se publicó en el periódico Columbus Ledger-Enquirer del 25 de mayo de 1991, la policía dijo que el secuestrador, a quien para entonces ya se había detenido, también sería “acusado de una violación y sodomía con agravante ocurridas el pasado fin de semana”, lo que casi acababa de pasar cuando me secuestró. En ese comunicado de prensa también se publicó la explicación que dio el jefe de policía, el señor Wetherington, sobre por qué había pedido que los medios informativos no difundieran la noticia: “Realmente temíamos por la vida de Lisa”. Todo esto aún me convenció más de que fue mi confianza en Jehová lo que me protegió.

Fui a casa y me di el mejor baño caliente de mi vida, con el fin de entregarme a un dulce y profundo sueño reparador, y entretanto recapacité en este alentador pensamiento: el texto diario de Mateo 6:13 seguía siendo un consuelo para mí, y, como dice el Salmo 146:7, había ‘sido soltada de mis ataduras’.—Según lo relató Lisa Davenport.

[Nota a pie de página]

a Véase la revista ¡Despertad! del 8 de diciembre de 1990, páginas 17-19.

[Comentario en la página 18]

Yo iba de un lado a otro del maletero, rebotando y golpeándome la cabeza en todas partes

[Comentario en la página 19]

Tan solo yacía en el maletero deseando que todo terminase

[Comentario en la página 20]

Cuando recuperé el conocimiento, tres horas más tarde, me encontré tendida sobre la hierba y el barro

[Comentarios en la página 17]

“Haga sus oraciones en silencio. No quiero oírlas”

Abrió el maletero, me metió dentro como si fuese un fardo, lo cerró de un golpe y arrancó

[Fotografía de Lisa Davenport en la página 20]

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