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  • Me tomaron como rehén
  • ¡Despertad! 1990
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¡Despertad! 1990
g90 8/12 págs. 17-19

Me tomaron como rehén

“¡Pida a su Dios que todo salga bien!” Eso fue lo que me dijo un extraño que, solo unas horas antes, me había agarrado por el cuello, a mí, una mujer indefensa, amenazándome con una granada de mano. Fuera, había tiradores apostados de la policía que apuntaban sus armas hacia el lugar donde me tenía retenida. Me habían tomado como rehén en un banco de la ciudad de Guatemala.

El hombre exclamó en voz alta: “¡Que nadie se mueva! ¡Esto es un atraco! ¡Quiero todo el dinero!”. Y gritó a la policía: “¡No disparen. Esto que tengo en la mano no es un juguete. Si disparan no seré el único en morir. Todos volaremos en pedazos!”

ORÉ a Jehová Dios, pidiéndole que me ayudase, pues notaba que estaba perdiendo la serenidad. Le pedí que me ayudase a calmarme y a aguantar la penosa experiencia. Recordé que Él es una torre fuerte a la que corre el justo en busca de protección. (Proverbios 18:10.)

Cuando me serené me di cuenta de que los empleados del banco y los clientes habían conseguido salir. Solo quedábamos los guardas de seguridad, el atracador y yo. Después dejó salir a los guardas de seguridad.

Al cabo de un tiempo permitió la entrada de cuatro hombres desarmados, entre ellos un psicólogo (de lo que me enteré más tarde) y un periodista. Ambos le hicieron al hombre preguntas como por qué actuaba de aquella forma. Él respondió que lo hacía por venganza, porque algunas instituciones lo habían tratado mal.

Me identifico

En aquellos momentos se me veía serena, así que el psicólogo empezó a interrogarme. Me preguntó el nombre de mis padres y de mis hermanos y hermanas. Me identifiqué como testigo de Jehová y como la mayor de cinco hijos a los que nuestros padres cristianos habían inculcado principios bíblicos.

A medida que avanzaba la noche, los cuatro hombres fueron saliendo uno a uno. Le pedí a mi captor que me permitiese marchar a mí también, pero su respuesta fue negativa y añadió: “No se preocupe, todo saldrá bien. Me darán lo que quiero y se podrá marchar a casa”. Yo le respondí: “No le darán nada. Nos matarán a los dos. Por favor, salgamos”. Pero él dijo: “Prefiero morir y, si es necesario, moriremos los dos”.

Recordando lo que había dicho antes, traté de razonar con él: “¿Estaba yo presente cuando lo trataron mal?”. “No”, dijo. “Entonces, ¿por qué tengo yo que pagar por algo que no he hecho?”, pregunté. Él respondió: “Es el destino. Si tenemos que morir aquí, moriremos”. Pero yo repliqué: “No es el destino. Es usted que tiene metido en la cabeza que tiene que morir. Jehová es un Dios de amor; Él nos perdona y nos da la oportunidad de salvarnos, porque Su propósito no ha cambiado. Él convertirá esta Tierra de nuevo en un paraíso”.

En ese momento, alguien entró en el banco y recomendó al atracador que se rindiese, diciendo: “Negociemos. Deje salir a Siomara. Tome el dinero que hay en la ventanilla y en la caja fuerte y salgamos juntos para que no le hagan daño”. Pero mi captor se negó.

Yo no era cómplice

Las horas fueron pasando. Entonces, de repente, oí la voz de un hombre que decía por un megáfono: “¡Ríndanse! No pueden ganar. Salgan con las manos en alto. Diga al atracador que se rinda. Usted no es una rehén. ¡Es su cómplice! ¡No finja más!”. Asustada, grité: “¿Qué les da derecho a acusarme?”. La voz respondió: “La hemos estado observando y está muy calmada. Otro en su lugar no estaría así”.

Al oír esto, pronuncié el nombre de Jehová en voz alta y oré. Después dije al hombre que me acusaba por el megáfono: “Usted llevará este peso en su conciencia mientras viva, pues me está acusando de algo de lo que no tiene pruebas”. Más tarde supe que un periódico de Guatemala y una cadena de televisión también habían informado que al parecer yo era cómplice.

En ese momento mi captor interrumpió diciendo: “¡Dejen de molestarla! ¡Ella no tiene nada que ver conmigo! La encontré aquí y solo está acatando mis órdenes”.

Recordé que Jehová no nos ha dado un espíritu de cobardía sino un espíritu de poder y de buen juicio. (2 Timoteo 1:7.) Recordar esto y saber que no estaba sola me llenó de valor. Sentí tranquilidad interior y pensé: ‘Si vivimos, sabemos que es para Jehová, y si morimos, es también para Él’. (Romanos 14:8.)

Pasada la medianoche volví a preguntar a mi captor si había cambiado de opinión. Cuando me respondió que no, le hablé de mi familia. Le dije que la amaba y que no quería dejarla, aunque sabía que si era la voluntad de Jehová, la volvería a ver en el nuevo mundo. Ante eso el atracador me dijo que orara a Dios y le pidiera que todo saliese bien.

Parecía que fuera del banco algunos policías estaban intentando decirme algo. Más tarde me enteré que estaban tratando de que me acercase a la puerta para ayudarme a salir. Oí que decían al atracador: “Tome el dinero que hay ahí y déjela salir. Sabemos que Siomara no tiene nada que ver con esto”.

Yo no sabía que mis padres y algunos de mis compañeros cristianos estaban fuera y habían ayudado a aclarar que yo no tenía ninguna conexión con el atracador.

Entonces mi captor exigió algo más: “Quiero que un coche radio patrulla con solo un conductor desarmado me lleve donde quiera, y cuando estemos en un lugar seguro, la dejaré ir. Si tratan de dispararme, ella y yo volaremos en pedazos”. Pero yo insistí: “Quítese eso de la cabeza. Usted solo piensa en morir. Pero nuestros cuerpos pertenecen a Jehová”.

Por fin libre

Sobre las cuatro de la mañana, empecé a sentirme mal. Habían pasado más de dieciséis horas desde que entré en el banco. No había dormido ni comido nada y el sonido de la voz a través del megáfono nos estaba poniendo nerviosos a los dos.

Al amanecer, una mujer que resultó ser doctora me habló. Me explicó que cada momento que pasara sería peor para mí. Mi captor me dijo: “Por favor, aguante un poco más”. Entonces aceptó que alguien entrase para atenderme. Pero los que hubiesen tenido que entrar tuvieron miedo y no entraron.

Sobre las ocho menos cuarto, sentí escalofríos por todo el cuerpo, me mareé y caí al suelo, inconsciente. Cuando volví en mí estaba fuera del banco. Un policía me ayudó a levantarme y con la ayuda de otros dos corrí al coche patrulla y me llevaron al hospital. Al salir del coche volví a desmayarme y no recuperé el conocimiento hasta que recibí atención médica. Entonces me dijeron: “Ahora está a salvo. Todo salió bien. Descanse”. Pensé en Jehová Dios y le di las gracias por ayudarme a aguantar la penosa experiencia.

Más tarde, mis padres me dijeron cómo había salido del banco. El atracador me había sacado afuera para reanimarme. Pero por un instante me soltó y se giró para mirar hacia el banco; en ese momento la policía lo redujo y me rescató. Sin embargo, la policía no supo qué indujo al captor a soltarme y mirar hacia el banco cuando sabía que no había nadie allí.

Después de pasar cuatro días en el hospital, me dieron de alta y volví a casa. Me conmovió mucho el amor que mostraron mis hermanos cristianos. Unos sesenta se reunieron en mi casa. ¡Qué gozo sentí al percibir que mi familia y yo no estábamos solos! Pude reflexionar en mi meta en la vida, que es servir a Dios, y la veracidad de las palabras: “Inquirí de Jehová, y él me contestó, y de todos mis sustos él me libró”. (Salmo 34:4.)—Según lo relató Siomara Velásquez López.

[Fotografía en la página 18]

Siomara Velásquez López

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