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  • Doy gracias por haber sobrevivido
  • ¡Despertad! 1992
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¡Despertad! 1992
g92 8/4 págs. 20-23

Doy gracias por haber sobrevivido

SI HA visto la película El puente sobre el río Kwai, podrá relacionarla fácilmente con mi experiencia. Fui prisionero de los japoneses durante la II Guerra Mundial, y estuve entre los que fueron obligados a construir la vía férrea que bordea el río Kwai (Khwae Noi en la actualidad).

En marzo de 1942, después de varios días de retirada ante el avance de un ejército japonés numéricamente superior, las fuerzas holandesas y autóctonas se rindieron en Bandung (Java). Estuvimos retenidos varios días en una prisión civil de la localidad, hasta que una madrugada se nos informó que nos preparásemos para una larga caminata.

Sin embargo, primero nos trasladaron en tren desde Bandung a Batavia (hoy Yakarta), la capital de Java. Allí nos metieron en un barco y nos llevaron hasta Singapur, donde se nos apiñó en otro tren, en el que recorrimos casi 1.600 kilómetros, internándonos en Siam (lo que hoy es Tailandia). Antes de llegar a Bangkok, la capital, el tren se desvió hacia el oeste y se detuvo en Kanchanaburi, cerca de la frontera con Birmania (hoy Myanmar).

Se había planeado construir un tramo de vía férrea que seguía el curso del río Kwai, ya que así se dispondría de agua para beber y bañarse. Se esperaba que un grupo de prisioneros hambrientos, como nosotros, construyese la línea del ferrocarril hasta Birmania. Nos llevaron en camiones hasta el final de la carretera asfaltada, desde donde proseguimos por un camino de tierra hasta el primer campo de prisioneros. A la mañana siguiente nos condujeron al segundo campo.

Nuestra larga caminata empezó desde este segundo campo. Antes de contarles lo que sucedió, les explicaré mis antecedentes y cómo llegué a ser prisionero de guerra de los japoneses.

La guerra llega a las Indias Holandesas

Mi madre era de ascendencia alemana, y mi padre, holandés. Vivíamos en una granja hermosa y exuberante situada en la falda del volcán Bukit Daun, en la isla de Java, la cuarta isla más grande de las más de trece mil seiscientas que comprendían las Indias Holandesas (la actual Indonesia). Mi padre era el administrador de una plantación de caucho, y yo estudié en la ciudad de Bandung. Cuando en 1939 estalló la II Guerra Mundial, nos trasladamos a unos 550 kilómetros, al pueblo de Lahat (Sumatra).

Como mi madre era católica, tanto mi hermano como yo fuimos enviados a un internado católico. Un día le pregunté al cura en clase: “¿Por qué persigue Hitler a los judíos si Jesús también era judío?”. Contestó irritado que Jesús no había sido judío y afirmó en tono inapelable que Jesús era Dios, parte de la Trinidad.

“Entonces, ¿era judía María, la madre de Jesús?”, pregunté.

El cura, mucho más irritado, contestó: “Ya te lo diré cuando seas mayor. Es muy difícil que lo entiendas ahora”.

En Europa, el ejército alemán invadió los Países Bajosa en mayo de 1940. Las Indias Holandesas eran por entonces colonia de este país. Mi padre se había afiliado a la NSU (Unión Socialista Nacional) algún tiempo antes, pensando que este partido proporcionaría a las Indias Holandesas una mayor protección en tiempos de guerra. Sin embargo, después de la invasión alemana de Holanda, la NSU comenzó a favorecer a Hitler. Mi padre se dio de baja inmediatamente, pero ya era demasiado tarde. El ejército holandés de las Indias cercó a todos los miembros del partido y los recluyó en un campo de concentración. Mi padre también fue encarcelado.

En mayo de 1941, cuando se supo que el acorazado alemán Bismarck había sido hundido, muchos estudiantes de nuestro internado se alegraron. Como sabían que mi madre era de ascendencia alemana, gritaron: “¡Los alemanes son buenos solo cuando están muertos!”. Ya en clase, le pregunté al cura: “¿Quiere decir eso que todos los obispos y curas católicos de Alemania deberían estar muertos?”. El cura se marchó en el acto. Cuando una hora más tarde regresó, nos prohibió que volviésemos a hablar en clase de política y de la guerra.

Como mi padre estaba preso debido a cuestiones políticas, a mi madre se le hacía difícil administrar la granja, así que regresé a casa con el fin de ayudarla, mientras que mis dos hermanos permanecieron en la escuela. Mi padre me habló en una de sus cartas de un compañero de la cárcel que era objetor de conciencia y que le estaba enseñando cosas interesantes de la Biblia.

En aquel tiempo reclutaron a mi hermano mayor, y tres meses después yo me ofrecí de voluntario. Me pusieron de oficinista en una dependencia civil, pero después del ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, el ejército de las Indias Holandesas me reclutó y me adiestró en las tácticas de guerra en la jungla. Aprendimos a enterrar municiones en la espesura y a señalar los lugares en mapas militares. De este modo nos asegurábamos de estar siempre abastecidos de municiones para la lucha en la jungla.

El ejército japonés tardó muy poco en desembarcar en las islas de Billiton (hoy Belitung) y Sumatra, donde nuestras fuerzas, inferiores en número, le hicieron frente. Los japoneses consiguieron tomar Palembang, una de las ciudades más importantes de Sumatra. Se nos ordenó que nos retirásemos por el estrecho de Sonda hacia Merak, en la costa occidental de Java, y de ahí hacia Batavia. Finalmente, como ya indiqué, nos entregamos a los japoneses en Bandung como prisioneros de guerra.

Veo a mi padre

Los acontecimientos dieron un giro inesperado. Las fuerzas japonesas de ocupación dejaron en libertad a mi padre y a otros prisioneros políticos de la prisión de Bandung. Al verse libre, se alojó en la casa de mi tía en la misma ciudad. Allí se enteró de que yo estaba prisionero en un lugar cercano y fue a visitarme. Pude contarle dónde vivía entonces nuestra familia y que al mayor de mis hermanos se le había dado por desaparecido en combate.

Visiblemente emocionado, comenzó a explicarme lo que su compañero de la cárcel le había enseñado de la Biblia. Me dijo que Dios no se llama Jesús, sino Jehová, un nombre que entonces me pareció extraño. Por desgracia, los japoneses no le permitieron hacerme más visitas, de modo que no volví a hablar con él. La libertad le duró muy poco. Cuando terminó la guerra, me enteré de que había muerto en un campo de concentración japonés en octubre de 1944.

La construcción de la vía férrea

Como ya dije antes, a los prisioneros de guerra se nos llevó a la frontera birmana. Nos dividieron en grupos con la intención de que cada uno construyese un tramo de unos 20 kilómetros. El primer tramo empalmaría con el del grupo que había empezado 20 kilómetros más adelante. Los grupos que terminaran sus tramos irían al encuentro de otros grupos de prisioneros que venían desde Birmania haciendo lo mismo.

Montar a mano una vía férrea bajo el calor y la humedad del trópico y casi sin medios mecanizados era suficiente para agotar incluso a los más fuertes. Para nosotros, que estábamos hambrientos, era una empresa casi sobrehumana. Para mayor desgracia, después de pocas semanas tuvimos que trabajar descalzos y semidesnudos, pues con la llegada de las continuas lluvias monzónicas, la ropa y las botas se nos estropearon.

Para empeorar las cosas, casi no teníamos medicinas ni vendajes. Como último recurso, hacíamos vendajes con las mosquiteras, pero al quedarnos sin ellas, las moscas se cebaban en nosotros de día y los mosquitos de noche. Cundieron las enfermedades. La malaria, la disentería y la hepatitis doblegaron a muchos de los maltrechos prisioneros.

También apareció, incluso entre los que parecían estar más fuertes, una desagradable ulceración tropical. Como faltaban medicamentos, algunos médicos que había entre nosotros procuraban curarla con cataplasmas de hojas de té, posos de café y arcilla. Los japoneses solo nos daban pastillas de quinina como medida preventiva contra la malaria. No es de extrañar que debido a tales circunstancias, se produjese en poco tiempo un gran número de bajas, y que fuese normal que muriesen unos seis prisioneros al día, sobre todo de malaria y úlcera tropical. Lo que sí sorprende es que a pesar de estas pérdidas y sufrimientos humanos, por fin se acabara la vía férrea hasta Birmania.

Una vez terminada, los Aliados comenzaron a bombardearla, sobre todo por la noche. Solían lanzar bombas de tiempo, que por lo general estallaban de madrugada. Después nos tocaba a nosotros reparar los daños de la noche anterior. Cuando terminamos la vía del ferrocarril, excavamos troneras al pie del paso de Las Tres Pagodas, justo en la frontera entre Birmania y Siam, donde dos puentes cruzan sobre el río Kwai. Me encontraba en este lugar cuando terminó la guerra.

Los japoneses de aquella zona se rindieron en la primavera de 1945, más de tres años después de estar esclavizado como prisionero de guerra. Me encontraba muy enfermo, tenía malaria, disentería amebiana y hepatitis, y pesaba menos de 40 kilogramos. No obstante, estaba contento de haber sobrevivido a esos terribles años.

Después de la guerra

En el verano de 1945 me trasladaron de nuevo a Siam, donde me alimentaron y medicaron. Sin embargo, tardé tres meses en recuperar un poco la salud. Después permanecí en el ejército, destinado primero a Bangkok y más tarde a las Indias Holandesas, en las islas de Sumbawa, Bali y Celebes (hoy Sulawesi).

Traté de buscar a mi madre y a mi hermano menor. Cuando supe de ellos, solicité un permiso especial para verlos, pues estaban a punto de enviar a mi madre a Holanda a causa de una grave enfermedad. Me concedieron tres semanas, y tuve la enorme satisfacción de reunirme con ella en Batavia. En febrero de 1947 dejó las Indias con destino a Holanda, donde permaneció hasta su muerte, en 1966. Yo también decidí emigrar a ese país, y allí finalmente me licencié del ejército en diciembre de 1947, tras seis años de servicio.

No era fácil conseguir un buen empleo. Sin embargo, después de tres años de escuela nocturna, aprobé el examen final para ejercer de mecánico naval. Con motivo de esta ocasión, la familia con la que vivía me preguntó qué regalo quería. Les dije que me gustaría tener una Biblia, y ellos me regalaron un “Nuevo Testamento”. Solía leerlo por las noches cuando estaba embarcado dondequiera que mi oficio me llevaba.

En 1958 me mudé a Amsterdam con el fin de mejorar mi nivel académico, pero el apretado programa de estudios era demasiado fuerte para mi salud, que ya empezaba a resentirse de los efectos de las penalidades de la guerra. Pensé en los prisioneros de guerra australianos con los que había hecho amistad cuando construíamos la vía férrea y decidí solicitar la inmigración a Australia.

Empiezo a hallar las respuestas

Antes de marcharme de Amsterdam a Australia, visité un buen número de iglesias buscando respuesta a mis inquietudes religiosas. Después de un oficio religioso, le pregunté al vicario si sabía cuál era el nombre personal de Dios. Me contestó que se llamaba Jesús. Yo sabía que no estaba en lo cierto, pero no era capaz de recordar el nombre que me había dicho mi padre hacía muchos años.

Poco después fue una pareja a mi casa y me dijo que le gustaría compartir conmigo un mensaje bíblico de buenas nuevas. En el transcurso de la conversación me preguntaron si sabía cuál era el nombre de Dios. “Jesús”, contesté. Me dijeron que ese era el nombre del Hijo de Dios, y me mostraron en la Biblia que Dios se llama Jehová. (Salmo 83:18.) Recordé en el acto que ese era el nombre que mi padre me había dicho. Les pregunté a qué religión pertenecían. “Testigos de Jehová”, fue su respuesta.

Volvieron a visitarme, pero yo no me dejaba convencer con facilidad. Algunos días después conocí a un vicario de la Iglesia holandesa reformada, y le pregunté qué opinaba de los testigos de Jehová. Dijo que no le agradaban, pero que merecían su elogio en una cuestión: no participaban en la guerra. Después de haber presenciado los horrores de la II Guerra Mundial, aquello me impresionó.

Pocos días más tarde —en 1959⁠— emigré a Australia, donde otros testigos de Jehová se pusieron en contacto conmigo. Cuando entendí que determinadas doctrinas enseñadas por la Iglesia, como el infierno y la Trinidad, eran falsas, corté con el catolicismo. El conocimiento bíblico me ayudó a sobreponerme a las pesadillas y sentimientos de culpa que me habían atormentado por años a causa de mi experiencia bélica. La verdad bíblica me había liberado. (Juan 8:⁠32.)

En 1963 me dediqué a Jehová Dios y me bauticé. Poco después me mudé a Townsville, en la costa septentrional de Queensland, y allí emprendí el servicio de tiempo completo. Conocí a Muriel, una fiel compañera Testigo, y en 1966 nos casamos. Desde entonces hemos servido a Jehová juntos, con frecuencia en el servicio de tiempo completo.

Cuando supimos que había una gran necesidad de evangelizadores en el inmenso territorio rural de Australia, nos ofrecimos para servir en Alice Springs, en pleno corazón de este vasto continente. Hemos servido juntos con gran satisfacción por muchos años. En todo este tiempo, mi esposa y yo hemos tenido el privilegio de ayudar a un buen número de personas a emprender el camino de la libertad espiritual y la vida eterna.—Narrado por Tankred E. van Heutsz.

[Nota a pie de página]

a Nombre oficial del país comúnmente llamado Holanda. En este artículo usaremos preferentemente el nombre común: Holanda.

[Fotografía en la página 21]

Tankred E. van Heutsz y esposa

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