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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1981
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1981
w81 15/2 págs. 4-7

¿Cómo dominar el espíritu?

TODOS hemos heredado una constitución genética de nuestros padres imperfectos, y este factor hasta cierto grado determina la clase de espíritu que tenemos. Además, nuestro ambiente y antecedentes influyen en nuestra personalidad en gran medida. ¿Significa esto que deberíamos tratar el asunto con indiferencia, encogernos de hombros y decir: “No puedo hacer nada para remediarlo. Así soy, y eso es todo”? Definitivamente no es a tal proceder que nos guía la Biblia. Más bien, nos exhorta a ‘rehacer nuestra mente’ y ‘vestirnos de la nueva personalidad.’ Esto significa luchar con la “vieja personalidad” y despojarnos de las malas inclinaciones de ésta.—Efe. 4:20-24; Rom. 12:2.

Fracasaremos a veces, puesto que ningún hombre puede dominar perfectamente su espíritu. Sin embargo, por medio de meditar en la Palabra de Dios y orar para que su espíritu nos guíe, podemos hacer mucho para contrarrestar cualquier “espíritu” malsano que podamos tener, y de esta manera dominarlo. (Luc. 11:13; Gál. 5:22, 23, 25) ¿Qué puede ayudarnos a hacer esto?

AYUDAS PARA DOMINAR EL ESPÍRITU

Sea cual sea la causa de la agitación que se manifieste en nuestro espíritu, hay varias cosas en las cuales podemos pensar a fin de permanecer tranquilos bajo la presión. Examinemos tres sugerencias que algunos han hallado de provecho.

Examínese. Realmente ayuda el que tratemos de analizar nuestros propios sentimientos. Podemos hacer que rija la razón si, al tratar con el problema, nos preguntamos por qué estamos perturbados. Frecuentemente cuando hacemos esto hallamos que nuestras “razones” son bastante insignificantes. O tal vez descubramos que teníamos un motivo del cual no nos habíamos dado cuenta.

La ventaja de examinarnos es que entonces podemos concentrar nuestra atención en lo que nosotros mismos hemos contribuido al problema. A este respecto podemos tomar medidas. En cambio, nos sentiremos frustrados si concentramos nuestra atención únicamente en la culpa de la otra persona, pues, en cuanto a esto, es poco lo que podemos hacer. Algunas preguntas que podemos hacernos son las siguientes: ¿Me irritan los hábitos o defectos de otros? Si así es, ¿se debe a que esos hábitos o costumbres no estén en armonía con las Escrituras, o se debe a que mis propios antecedentes y entrenamiento difieren de los de las otras personas? (En el último caso, puede ser que las raíces del problema estén más en nosotros mismos que en la otra persona.) ¿Estoy presto a irritarme cuando se hace un comentario despectivo acerca de mí, mi raza o mi familia? ¿O me siento herido cuando se me aconseja? Si es así, ¿podría ser que tengo una opinión demasiado elevada de mí mismo y que soy demasiado sensible? ¿Me siento irritado por cierta persona en particular? Si usted es superintendente o padre, podría preguntarse: ¿Me siento frustrado cuando no se siguen mis consejos?

Mediante tal examen de nosotros mismos, podemos aprender a reconocer nuestros rasgos débiles. Entonces estaremos mejor equipados para ‘aporrear nuestro cuerpo’ y luchar duro para dominarlo.—1 Cor. 9:27.

Vea a la otra persona desde un punto de vista objetivo. Cuando alguien nos perturba o irrita, tendemos a ver solamente sus debilidades. Por lo tanto, es provechoso ver a tal persona como Dios la ve. ¿Está ella dedicada a Dios y ama Dios a esta persona? En general, ¿está demostrando la persona buen “espíritu,” de modo que muestra debilidad solo con relación a uno o dos puntos? Si tal es el caso, ¿no sería beneficioso concentrar nuestra atención en sus cualidades “justas,” “castas” y “amables” y pensar en éstas?—Fili. 4:8.

Realmente, ¿sería justo o correcto juzgar a una persona a base de una o dos características “irritantes,” como si a propósito rehusáramos ver algo bueno en ella? Puesto que los sentimientos que experimentamos en cierto momento influyen demasiado a menudo en nuestro juicio, ¿deberíamos querer juzgar a otros? Santiago presenta el asunto muy francamente al preguntar: “¿Quién eres para que estés juzgando a tu prójimo?”—Sant. 4:12.

Procure ver el asunto desde el punto de vista de la otra persona. No es fácil hacer esto, especialmente si el punto de vista de la otra persona parece diametralmente opuesto al nuestro. No obstante, el mismo esfuerzo que hagamos por ver el asunto desde el punto de vista ajeno frecuentemente ayuda a desviar nuestra atención de nuestros propios sentimientos y tiene el efecto de tranquilizarnos. Por lo menos podremos comprender hasta cierto grado los sentimientos de la otra persona y su manera de obrar. De hecho, al hacer esto estaremos poniendo en práctica el sabio consejo que dio el apóstol Pablo a los filipenses de que consideraran “que los demás son superiores . . . no vigilando con interés personal solo sus propios asuntos, sino también con interés personal los de los demás.”—Fili. 2:3, 4.

Esto nos ayuda a evitar la trampa de juzgar de antemano a otros sin realmente considerar ambos lados del asunto. (Pro. 18:13) A primera vista tal vez parezca que nosotros estamos ciento por ciento en la razón y que nuestro hermano está totalmente en el error. Pero a medida que examinamos el asunto más cuidadosamente, por lo general hallamos que la situación rara vez es tan sencilla. Son sabias las siguientes palabras de Proverbios 18:17: “El primero en defenderse parece tener la razón, hasta que llega su contrario y lo desmiente.”—Versión Popular.

SIGA ESFORZÁNDOSE

Al seguir estas sugerencias, realmente estamos haciendo un esfuerzo por resolver nuestro problema. No estamos dándonos por vencidos y diciendo: “No puedo remediarlo.” El mismo esfuerzo que estemos haciendo por resolver el problema disminuirá la posibilidad de que nos descontrolemos. Además, el esfuerzo nos mantiene conscientes de la necesidad de ajustar nuestro modo de pensar, especialmente si constantemente nos irritan las faltas de otros.

Al encararnos a nuestros propios sentimientos, es necesario que busquemos la ayuda de nuestro Dios, Jehová, a todo tiempo. Una joven de Nueva Jersey (E.U.A.) tenía un problema grave al respecto. Constantemente se descontrolaba y fácilmente se sentía ofendida. Mientras ella misma luchaba arduamente contra estas tendencias, también relata: “Oraba intensamente a Jehová y le suplicaba que me borrara las dudas. Le pedía que escudriñara lo profundo de mi corazón, aun lo más profundo de mi cuerpo, y que, por favor, removiera de mí cualesquier malos pensamientos.” Jehová evidentemente contestó la oración sincera de esta joven, pues ella agrega: “Ahora hace meses que no he dicho una mala palabra; soy de genio mucho más apacible que antes.”

Pero, ¿qué hay si, después de haber seguido estas sugerencias con algún éxito, a veces nos sentimos gravemente agitados? En primer lugar, nunca debemos permitir que esto nos oprima hasta tal punto que nos demos por vencidos. Más bien, necesitamos pedir el perdón de Jehová y su ayuda para continuar la lucha. Además, mientras nos sentimos agitados, es provechoso recordar el consejo de Salmo 4:4: “Agítense, pero no pequen. Digan lo que quieran en su corazón, sobre su cama, y callen.”

¿ES EL MEJOR MODO?

Pero hay quienes tal vez pregunten: ‘¿No es mejor “desahogarse” cuando uno está agitado?’ Así opinan muchos. Sin embargo, una esposa que se desahogó un día a la hora del desayuno para hacer que su esposo dejara el sombrero colgado admitió después de haber perdido el control: “Claro, casi nunca me pongo realmente enojada, pero cuando lo hago quedo enferma por dos o tres días. La verdad es que me sentí muy mal después del desayuno, y, créalo o no, todavía son más las veces que mi esposo deja el sombrero sobre la mesa que las que lo guarda.” ¿Le parece a usted que el que esta esposa se desahogara fue de provecho a ella o a su esposo?

Otros que se han descontrolado informan los siguientes efectos: “Se me trastorna el estómago.” “Me dan temblores y se me nubla la vista.” “Realmente veo todo de color rojo.” ¿Son beneficiosos estos efectos?

Pero el asunto no se queda ahí. Además del daño físico, hay que considerar el daño que resulta en lo que tiene que ver con nuestras relaciones personales con otros. Mucho de lo que se dice y hace en un momento de cólera causa heridas profundas e irreparables. Finalmente, hay que tomar en cuenta el sentido de culpabilidad que resulta de saber que el que uno haya perdido el control desagrada a Jehová.

No se puede negar la veracidad de las siguientes declaraciones bíblicas: “El que es presto para la cólera cometerá tontedad.” “El que es tardo para la cólera abunda en discernimiento.”—Pro. 14:17, 29.

¡Cuán verídico es también el proverbio que dice: “Un hombre enfurecido suscita contienda, pero el que es tardo para la cólera apacigua la riña”! (Pro. 15:18) No cabe duda de que el hombre que no domina su espíritu ‘está echando leña al fuego,’ de modo que complica el problema, mientras que el que manifiesta un espíritu de apacibilidad ejerce un efecto tranquilizador. “Una respuesta, cuando es apacible, aparta la furia, pero una palabra que causa dolor hace subir la cólera.”—Pro. 15:1.

Sí, el dominar nuestro espíritu puede ser verdaderamente beneficioso. De esta manera no solo evitamos efectos malsanos, sino que también aprendemos a llevarnos con otras personas. Además, aprendemos a confiar en nuestros hermanos espirituales, a no dudar de ellos. ¿No es esto mucho mejor que estar constantemente insistiendo en llamar atención a sus debilidades? Hallamos gozo en procurar ver sus buenas cualidades e imitarlas. Como resultado de esto, probablemente hallaremos que otros se sentirán atraídos a nosotros y nosotros nos sentiremos atraídos a ellos. Esto ciertamente resulta en un ambiente más amoroso.

En realidad, sea cual sea el propósito por el cual se reúna un grupo de personas, éstas manifiestan cierto “espíritu” o actitud predominante. (File. 25) El que este espíritu sea edificante y animador o negativo y desanimador depende grandemente de las personas que componen el grupo. Los testigos de Jehová, en decenas de miles de congregaciones por todo el mundo, generalmente manifiestan un espíritu sano que atrae a otras personas.

Si usted es testigo de Jehová, ¿por qué no fijarse la meta de contribuir al espíritu sano de la congregación con la cual usted se asocia? Puede hacerlo por medio de dominar su propio espíritu y mostrarse caluroso, amigable y edificante en sus tratos con otros. De esta manera ayudará a esparcir un espíritu feliz de familia entre sus hermanos y hermanas espirituales. A medida que usted dé generosamente de esta manera, cosechará el beneficio adicional de recibir ayuda usted mismo para dominar su espíritu. Esto se debe a que un buen espíritu es contagioso, y la generosidad engendra generosidad. Como dijo el sabio: “El alma generosa será engordada ella misma.”—Pro. 11:25.

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