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  • Cómo hice frente a mis debilidades

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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1990
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1990
w90 1/5 págs. 10-13

Cómo hice frente a mis debilidades

Según lo relató Thomas Addison

CUANDO yo era niño, cualquier pajarito que viera en el camino me asustaba y me hacía alejarme corriendo de allí. Cuando a casa venían parientes o amigos, yo era un niño callado que se escondía tras la falda de su madre. Cuando llegaba visita, me iba de inmediato a mi cuarto. La lengua se me trababa cuando hablaba con gente de autoridad, especialmente los maestros.

¿Qué me ayudó a cambiar? ¿Cómo pudo un jovencito tan tímido arreglárselas para hablar en estos últimos años frente a miles de personas en grandes asambleas?

Mis padres ‘enderezan la ramita’

Para mis padres —especialmente para papá, un escocés delgado y enérgico— yo era un niño difícil de entender. Mi padre había quedado huérfano a los 13 años de edad, y había demostrado su valía y fortaleza. Había aprendido a valérselas por sí mismo desde edad temprana. Por otra parte, mi madre, la hija de un agricultor, era la apacibilidad personificada. Me criaron con bondad y firmeza, sin protegerme excesivamente.

En 1945, a los seis años de edad, presenté mi primer discurso en la Escuela del Ministerio Teocrático. Lo hice al lado de una linterna de queroseno en una congregación pequeña de Australia que constaba de solo tres familias. Mucho antes de esto papá me ayudó a preparar el discurso y me explicó las ventajas de estar preparado y expresarme en mis propias palabras. También recalcó que nunca temiera lo que otros dijeran ni pensaran. Dijo: “Nosotros los hombres somos montones de polvo. La única diferencia es que algunos montones son un poco más grandes que otros”. Las rodillas me temblaron, las manos me empezaron a sudar, y la lengua se me trabó a mitad del discurso; no pude terminarlo.

Tengo que haber tenido unos diez años de edad cuando papá nos llevó a mi hermano menor, Robert, y a mí a la calle principal del pueblo, y nos situó precisamente enfrente del cine. Allí exhibimos las revistas La Atalaya y ¡Despertad! a plena vista de nuestros compañeros de escuela. Me parecía que las revistas pesaban como plomo, ¡y a veces las escondía detrás! Trataba desesperadamente de no llamar la atención de nadie.

Pero el ejemplo denodado de mi padre me animó muchísimo. Él siempre decía que retraerse significaba ceder a Satanás y al temor a hombres. En la escuela afronté otra prueba. Hacía poco que había terminado la II Guerra Mundial y aún había un vigoroso espíritu de nacionalismo en Australia. En la escuela, mi hermana Ellerie y yo permanecíamos sentados mientras se tocaba el himno nacional. Para mí fue una verdadera prueba resaltar como diferente, pero, de nuevo, el apoyo y estímulo constantes de mis padres impidieron que transigiera.

El excelente ejemplo de mi padre

Al considerar los antecedentes y la disposición de mi padre, me parece que él en verdad fue muy paciente conmigo. Empezó a trabajar en minas de carbón en Inglaterra a la tierna edad de 13 años. Cuando tenía poco más de 20 emigró a Australia para mejorar de situación. Para ese tiempo la depresión económica de los años treinta había empezado, y para mantener a su familia él aceptó trabajo en medio de condiciones terribles.

Las condiciones en general, particularmente la política, habían desilusionado mucho a mi padre; por eso, cuando leyó las publicaciones de la Sociedad Watch Tower y notó lo denodadamente que desenmascaraban la hipocresía política, comercial y religiosa, se interesó en el mensaje. Al poco tiempo se dedicó a Jehová, después de mi madre. A pesar de que sufrió un colapso pulmonar en el derrumbamiento de una mina, y aunque no tenía ningún oficio en particular, mi padre llevó a la familia a servir donde la gente necesitaba ayuda espiritual. Su confianza en Jehová me impresionó profundamente.

Por ejemplo, recuerdo cuando nos mudamos a un pueblecito minero donde las únicas Testigos eran dos hermanas ancianitas cuyos esposos eran incrédulos. Fue difícil hallar vivienda allí, pero finalmente alquilamos una casa vieja a unos kilómetros del pueblo. Los únicos medios de transportación que teníamos eran caminar o viajar en bicicleta. Un día, temprano por la mañana, mientras nosotros —los tres niños— estábamos en casa de unos amigos, nuestro hogar se quemó por completo. Nuestros padres se salvaron, pero perdimos todas nuestras posesiones. No teníamos ni seguro ni dinero.

Poco antes de que mi padre muriera en 1982, recordó aquel incidente y me dijo: “¿Recuerdas, hijo, que al principio la situación parecía terrible, pero Jehová nos ayudó? Pues después del incendio los hermanos de Perth nos enviaron muebles, ropa y dinero. Gracias a su generosidad, ¡estuvimos en mejores condiciones después del incendio que antes!”. Al principio yo creía que mi padre presumía un poco cuando hablaba tanto de cómo Jehová nos había ayudado. Pero las experiencias que él llamaba ayuda divina eran tantas que no había otra manera de explicarlas.

El optimismo de mi madre

Uno de mis mayores problemas ha sido el pesimismo. Muchas veces mi madre preguntaba: “¿Por qué ves siempre lo desfavorable de la vida?”. Su propio ejemplo de mantener un punto de vista animador me impulsó a seguir esforzándome por lograr lo mismo.

Hace poco mi madre relató un incidente que tuvo lugar en un pueblecito agrícola poco después de habernos trasladado allí. Un comentario del médico local le pareció gracioso. Al observar lo nítidamente vestidos y bien arreglados que estaban mis padres, él pensó que eran personas acaudaladas. Pero la verdad era que vivíamos en un enorme granero con divisiones de tela de saco. No teníamos electricidad, gas ni agua corriente. En cierta ocasión un toro trató de meterse en casa por la puerta misma. Imagínese a dónde fui a parar yo: ¡a debajo de la cama!

Mi madre conseguía agua de un pozo a unos 200 metros (200 yardas) de distancia, y para ello ataba dos bidones de 15 litros (4 galones) cada uno a un yugo que cargaba sobre los hombros. Ella tenía el don de ver las inconveniencias con un buen sentido del humor, y con un poco de ánimo de mi padre, veía toda situación difícil como un reto que tenía que vencer, y no como un obstáculo invencible. Decía que aunque no teníamos muchas posesiones materiales disfrutábamos de muchas bendiciones.

Por ejemplo, gozábamos mucho cuando íbamos a predicar a territorios distantes, pues acampábamos bajo el cielo estrellado, cocinábamos tocino y huevos, y cantábamos melodías del Reino al viajar. Mi padre proveía la música con su acordeón. Sí, en aquellos asuntos éramos muy ricos. En algunos pueblos alquilábamos edificios pequeños y anunciábamos discursos públicos que presentábamos los domingos por la tarde.

A veces, debido a los problemas de salud de mi padre, mamá tenía que trabajar en lo seglar para complementar los ingresos. Por años ella cuidó a su madre y a su abuelo, y finalmente a papá, antes de que fallecieran. Lo hizo sin quejarse. Aunque de vez en cuando yo me deprimía y cedía al pesimismo, el ejemplo de mi madre y su estímulo bondadoso me impulsaban a seguir adelante.

Hago frente a la depresión

Todas las debilidades que había manifestado durante la niñez, las cuales creía que habían desaparecido, empeoraron en los últimos años de mi adolescencia. Ciertas preguntas en cuanto a la vida me causaban perplejidad. Empecé a preguntarme: ‘¿Tienen todas las personas la misma oportunidad de conocer y servir a Jehová?’. Por ejemplo, ¿qué hay de los niños que nacen en la India o en China? Ciertamente su oportunidad de conocer a Jehová es mucho más limitada que la del que es criado por padres Testigos. ¡Aquello me parecía injusto! Además, la genética y el ambiente, los cuales el niño no puede controlar, tienen mucho que ver con esto. ¡Había tantas circunstancias que hacían que la vida pareciera injusta! Discutía con mis padres por horas sobre estas dudas. También me preocupaba por mi apariencia. Era mucho lo que no me gustaba de mí mismo.

A veces me deprimía por semanas debido a meditar sobre aquellas cuestiones. Esto afectó mi apariencia personal. En varias ocasiones, secretamente, pensé en suicidarme. A veces me complacía en compadecerme de mí mismo. Me veía como un mártir a quien nadie comprendía. Me aislé, y un día, súbita e inesperadamente, fui víctima de una espantosa sensación. Todo lo que me rodeaba me parecía irreal, como si estuviera viéndolo por una ventana empañada.

Reconocí entonces que el compadecerse uno de sí mismo puede ser peligroso. Oré a Jehová y me resolví a esforzarme por no ceder de nuevo a aquellos sentimientos. Me concentré en pensamientos bíblicos, animadores. Empecé a leer con mayor interés los artículos de las revistas La Atalaya y ¡Despertad! sobre la personalidad, y los archivé. También presté atención cuidadosa a las sugerencias del Ministerio del Reino sobre entablar conversaciones.

Me fijé la meta de conversar lo más que pudiera con una persona diferente en cada reunión cristiana. Al principio cada conversación no duraba más de un minuto. Por eso, muchas veces llegaba a casa desanimado. Pero persistí, y poco a poco mejoré en conversar con otros.

También hice mucha investigación personal sobre las preguntas que me tenían perplejo. Además, cuidé de mi dieta física y, al tomar un suplemento nutritivo, mi disposición y resistencia mejoraron. Después me enteré de otros factores que podían causar depresión. Por ejemplo, a veces me absorbía tanto en un asunto que alcanzaba una exaltación emocional. Tras esto, siempre me sentía abatido, y el resultado era que me debilitaba y deprimía. La solución fue aprender a interesarme en un asunto sin absorberme demasiado en él. Hasta hoy mismo tengo que cuidarme en cuanto a esto.

El paso siguiente fue alcanzar la meta que mis padres siempre habían puesto ante nosotros, a saber, el ministerio de tiempo completo. La resolución de mi hermana, quien ha servido como precursora durante más de 35 años, sigue siendo un gran estímulo para mí.

Cómo hice frente al problema de mi hijo

Después de servir algunos años como precursor soltero, me casé con una precursora llamada Josefa. Ella ha sido un excelente complemento para mí en todo. Con el tiempo tuvimos tres hijos. Craig, el mayor, nació en 1972 con parálisis cerebral grave. Nos vimos ante una situación difícil al tratar con él, pues no puede hacer nada por su propia cuenta, con la excepción de alimentarse, lo que hace con dificultad. Por supuesto, lo amamos profundamente, de modo que hice cuanto pude para ayudarle a ser más independiente. Construí varios aparatos para ayudarle a caminar. Consultamos con muchos especialistas, que solo nos pudieron dar ayuda limitada. Esta situación me ha ayudado a reconocer que en la vida hay circunstancias que no podemos cambiar y que tenemos que aceptar.

Durante los primeros 12 años de su vida, Craig de repente dejaba de comer y de beber. También sufría ataques involuntarios de náuseas. Supuestamente esto se debía a daño neurológico. Parecía que estaba muriéndose ante nuestros ojos. La oración nos ayudó a hacer frente a esta situación, y el medicamento que se le recetó le ayudó a controlarse. Felizmente, Craig se recuperaba cuando ya parecía que no había esperanza, y de nuevo nos deleitaba con su sonrisa encantadora y su interminable repertorio de canciones.

Al principio no se le hizo fácil a Josefa ajustarse a esta situación tan dolorosa. Pero con el tiempo el amor y la paciencia que mostró al atender a Craig dieron fruto. Esto ha hecho posible que sigamos mudándonos a lugares donde se necesita más ayuda. Por el apoyo y la ayuda práctica de Josefa, por años pude trabajar de media jornada, lo que me permitió ser precursor auxiliar y mantener a mi familia.

Necesario pensar con optimismo

Cuando Craig se siente desanimado por alguna enfermedad persistente o por sus limitaciones, lo fortalecemos con uno de mis textos favoritos: “No somos de la clase que se retrae”. (Hebreos 10:39.) Él lo sabe de memoria, y el recordarlo lo anima.

Desde muy jovencito Craig ha mostrado gran amor por el servicio del campo. Muchas veces nos acompaña en esta obra en una silla de ruedas especial. Disfruta de esto especialmente cuando tengo el privilegio de sustituir al superintendente de circuito en algunas de sus visitas. Sus comentarios en las reuniones, aunque limitados, y el hecho de que siempre hablaba acerca de las historias bíblicas en la escuela especial a que asistía, lograban lo que nosotros, que no tenemos desventajas físicas, no lográbamos. Así Craig me ha recordado que a pesar de nuestras limitaciones Jehová puede emplearnos para cumplir su voluntad y propósito.

Algún tiempo atrás tuve el privilegio de servir de instructor en la Escuela del Ministerio del Reino. Después de muchos años en el ministerio, todavía me sentí nervioso al principio. Pero la confianza en Jehová pronto me tranquilizó y de nuevo sentí Su poder sustentador.

Al dar una mirada retrospectiva a mis 50 años de vida, estoy convencido de que solo Jehová podría haber enseñado amorosamente a alguien como yo a hacerse un hombre espiritual.

[Fotografía de Thomas y Josefa Addison en la página 10]

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