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  • El gozo que me ha causado servir a Jehová
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1992
w92 1/12 págs. 21-25

El gozo que me ha causado servir a Jehová

SEGÚN LO RELATÓ GEORGE BRUMLEY

Acababa de dar la clase de radiotelefonía a los cadetes de la policía del emperador Haile Selassie, cuando uno de ellos, después de decirme en privado que sabía que yo era un misionero de los testigos de Jehová, preguntó entusiasmado: “¿Pudiera estudiar la Biblia conmigo?”.

PUESTO que la obra estaba proscrita entonces en Etiopía, corría el peligro de ser expulsado del país, como otros Testigos, si las autoridades se enteraban. Me preguntaba si aquel estudiante era sincero, o si era un agente del gobierno que quería entramparme. Como padre de familia con tres pequeños que criar, me aterraba la idea de perder mi empleo y de que se me obligara a abandonar el país dejando atrás amigos con quienes me había encariñado.

‘Pero —quizás usted pregunte— ¿por qué preferiría un estadounidense con una familia que mantener vivir en el noreste de África, lejos de su hogar y de sus parientes?’ Permítame explicarle.

Me crié en Estados Unidos

En los años veinte, cuando yo todavía estaba en la primaria, papá se suscribió a La Atalaya y obtuvo el juego de libros Estudios de las Escrituras. Papá disfrutaba tanto de la lectura que devoró los libros. Pudiera decirse que era ocurrente y travieso por la manera como trataba a las personas que invitaba a casa los domingos. Tenía un hermoso libro encuadernado en piel, con el título “Santa Biblia” impreso en letras doradas en la cubierta y en el lomo. Iniciaba la conversación diciendo: “Bueno, hoy es domingo, ¿quisiera leernos unos versículos?”.

La visita siempre concordaba, pero al abrir el libro no veía nada escrito, solo páginas en blanco. Por supuesto, la persona se sorprendía. Entonces papá explicaba que ‘los predicadores no saben nada de la Biblia’; después sacaba su Biblia y leía Génesis 2:7. Hablando de la creación del primer hombre, este texto dice: “El hombre vino a ser alma viviente”. (Génesis 2:7, Versión del Rey Jacobo.)

Papá explicaba que el hombre no tiene un alma, sino que es un alma, que el salario del pecado es la muerte y que al morir un hombre está verdaderamente muerto, sin tener conciencia de nada en absoluto. (Eclesiastés 9:5, 10; Ezequiel 18:4; Romanos 6:23.) Aun antes de que supiera leer bien ya me sabía de memoria Génesis 2:7. Esos son los primeros recuerdos que tengo del gozo de conocer las verdades bíblicas y compartirlas con otros.

Puesto que recibíamos La Atalaya en casa, toda la familia empezó a disfrutar de este alimento espiritual. Mi abuela materna, que vivía con nosotros, llegó a ser la primera publicadora de las buenas nuevas en la familia. No había congregación en Carbondale (Illinois), donde vivíamos, pero celebrábamos reuniones informales. Mamá nos llevaba a los cinco hijos hasta el otro extremo del pueblo, donde unas mujeres mayores conducían el estudio de La Atalaya. También participábamos en el ministerio del campo.

De radiotécnico a prisión

Me casé en 1937, cuando solo tenía 17 años. Traté de subsistir reparando radios y enseñando a otros ese oficio. Después de nacernos dos hijos, Peggy y Hank, mi matrimonio terminó. Yo tuve la culpa, pues no llevaba una vida cristiana. El no haber podido criar a mis dos hijos mayores me ha pesado toda la vida.

Entonces vino la II Guerra Mundial, y yo estaba ocupado en muchos asuntos. Algunos grupos militares me ofrecían la oportunidad de ser teniente y enseñar radiotelefonía a los reclutas, pero el saber lo que Jehová pensaba en cuanto a la guerra me indujo a orar diariamente. Cuando se venció mi suscripción a La Atalaya, Lucille Haworth recibió la notificación y decidió visitarme. Perry Haworth, el padre de Lucille, y la mayor parte de su numerosa familia eran Testigos desde la década de los treinta. Lucille y yo nos enamoramos y nos casamos en diciembre de 1943.

Después de bautizarme en 1944, me uní a mi esposa en el servicio de precursor. Al poco tiempo me reclutaron para el servicio militar, pero rehusé incorporarme. Por lo tanto fui sentenciado a tres años en el reformatorio federal de El Reno (Oklahoma). Me regocijé de sufrir por Jehová. Al despertar cada mañana y comprender por qué estaba allí, sentía una gran satisfacción y daba gracias a Jehová. Cuando terminó la guerra, a los que teníamos más de 25 años nos pusieron en libertad condicional. Yo recibí la libertad en febrero de 1946.

El servicio de tiempo completo

Cuando me reuní de nuevo con Lucille, ella servía de precursora en Wagoner, un pueblecito de Oklahoma. No teníamos automóvil, de modo que predicábamos por todo el pueblo a pie. Posteriormente nos mudamos a Wewoka, en ese mismo estado. Al poco tiempo conseguí empleo en una emisora de radio cercana y empecé a trabajar de locutor. No era fácil trabajar seis horas al día y cumplir con el horario de un precursor, pero el privilegio de servir a Jehová nos causaba gran alegría. Nos las arreglamos para comprar un automóvil viejo justo a tiempo para asistir a la asamblea de 1947 en la ciudad de Los Ángeles. Allí comenzamos a pensar en asistir a la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower, que prepara misioneros.

Comprendíamos que significaría un gran cambio y no quisimos apresurar la decisión de salir de Estados Unidos. Aún sentía la pérdida de mis hijos, así que una vez más tratamos de conseguir su custodia. Sin embargo, esta nos fue denegada debido a mi modo de vivir anterior y a mis antecedentes de prisión. Por lo tanto, decidimos intentar llegar a ser misioneros. Se nos invitó a la doceava clase de Galaad.

Nos graduamos en 1949, pero al principio se nos asignó a visitar las congregaciones de Tennessee. Después de servir tres años en la obra de circuito en Estados Unidos, recibimos una carta de la oficina del presidente de la Sociedad Watch Tower en la que se nos preguntaba si nos gustaría dar clases en una escuela de Etiopía además de participar en la obra de predicar. Uno de los requisitos que aquel gobierno imponía a los misioneros era que enseñaran en alguna escuela. Estuvimos de acuerdo, y en el verano de 1952 partimos hacia allá.

Cuando llegamos a Etiopía empezamos a dar clases de primaria por las mañanas, y por las tardes dábamos clases bíblicas gratuitas. Pronto tuvimos a tantas personas interesadas en el estudio bíblico que pasábamos tres o cuatro horas todos los días enseñando la Biblia. Algunos estudiantes eran policías; otros eran maestros o diáconos de escuelas misionales y de escuelas ortodoxas de Etiopía. ¡A veces teníamos más de 20 estudiantes en cada clase! Muchos estudiantes abandonaron la religión falsa y comenzaron a servir a Jehová. Estábamos fascinados. Nuevamente, daba gracias a Jehová al despertar cada mañana.

Predicamos bajo proscripción y con hijos

En 1954 nos enteramos de que pronto seríamos padres, por lo que tendríamos que decidir entre volver a Estados Unidos o permanecer en Etiopía. El quedarnos, por supuesto, dependía de que consiguiera trabajo. Pude conseguir un empleo como ingeniero de radiodifusión en una emisora de radio del emperador Haile Selassie, así que nos quedamos.

El 8 de septiembre de 1954 nació nuestra hija Judith. Yo pensaba que mi empleo era seguro al trabajar para el emperador, pero al cabo de dos años lo perdí. No obstante, en menos de un mes la Policía me contrató para enseñar a un grupo de jóvenes a reparar radioteléfonos, y con un mejor sueldo. En los siguientes tres años nacieron nuestros hijos Philip y Leslie.

Al mismo tiempo, nuestra libertad de predicar iba menguando. La Iglesia Ortodoxa Etíope había convencido al gobierno de expulsar del país a todos los misioneros de los testigos de Jehová. La Sociedad me recomendó que cambiara mi visado de misionero por uno de trabajador. Nuestra obra misional estaba proscrita y teníamos que ser cautelosos y discretos. Seguimos celebrando todas las reuniones de congregación, pero en grupos pequeños.

La policía inspeccionó las casas de varios Testigos que consideraba sospechosos. Sin embargo, sin que ellos lo supieran, un teniente de la policía, que adoraba a Jehová, siempre nos prevenía del horario de las redadas. Gracias a su intervención, no se nos confiscó ninguna literatura en aquellos años. Los domingos estudiábamos La Atalaya en restaurantes ubicados en las afueras del pueblo y que tenían mesas para comer al aire libre.

Fue en ese tiempo, mientras enseñaba radiotelefonía a los cadetes de la policía, cuando el estudiante que mencioné al principio me pidió un estudio bíblico. Me pareció que era sincero, de modo que empezamos a estudiar. Después de solo dos estudios vino con él un segundo estudiante, y luego un tercero. Les advertí que no dijeran a nadie más que estudiaban conmigo, y así lo hicieron.

En 1958 tuvo lugar la Asamblea Internacional Voluntad Divina en el Estadio Yankee y el Polo Grounds, de la ciudad de Nueva York. Mientras tanto, Peggy, Hank y muchos otros miembros de mi numerosa familia habían llegado a ser Testigos activos. ¡Cuánto me agradó poder asistir! ¡No solo disfruté de reunirme con mis dos hijos mayores y otros familiares, sino que también tuve la emoción de ver aquella gran multitud de más de un cuarto de millón de personas reunidas el último día de la asamblea!

Al año siguiente vino a visitarnos a Etiopía el presidente de la Sociedad, Nathan H. Knorr. Nos dio muy buenas sugerencias para efectuar la obra bajo proscripción, y mostró interés en mi familia y en nuestra espiritualidad. Le expliqué que estábamos enseñando a los niños a orar, y le pregunté si quería escuchar cómo oraba Judith. Dijo que estaba bien y, después de oírla, comentó: “¡Muy bien, Judith!”. Poco después, a la hora de la comida, pedí al hermano Knorr que nos representara en oración, y cuando terminó, Judith dijo: “¡Muy bien, hermano Knorr!”.

Criamos a nuestros hijos en Estados Unidos

Mi contrato con la Policía terminó en 1959. Deseábamos quedarnos, pero el gobierno ya no iba a aprobar nuevos contratos para mí. ¿Adónde podíamos ir? Traté de mudarme a otro país donde hubiera gran necesidad de hermanos, pero sin conseguirlo. Entristecidos, en cierto modo, regresamos a Estados Unidos. Al llegar tuvimos una alegre reunión familiar; mis cinco hijos llegaron a conocerse y a amarse a primera vista. Desde entonces han mantenido una relación muy estrecha.

Nos establecimos en Wichita (Kansas), donde conseguí empleo como ingeniero de radiodifusión y locutor. Lucille se adaptó a encargarse de los quehaceres de la casa, y los muchachos iban a una escuela cercana. Todos los lunes por la noche conducía el estudio de familia usando La Atalaya, y siempre trataba de hacerlo animador e interesante. Conversábamos a diario para ver si los muchachos tenían problemas en la escuela.

Cada vez que alguno de ellos se matriculaba en la Escuela del Ministerio Teocrático, se reflejaba en sus estudios escolares la preparación que recibían en ella. Los preparamos desde la infancia en el servicio del campo. Aprendieron a ofrecer literatura bíblica en los hogares de las personas y nos acompañaban a nuestros estudios bíblicos.

Nos esforzamos por inculcar en nuestros hijos los valores fundamentales de la vida, explicándoles por qué no deberían esperar tener siempre lo que los otros tenían. Por ejemplo, si no podíamos dar el mismo regalo a todos ellos, los ayudábamos a razonar así: “Si tu hermano o tu hermana recibiera un juguete y tú no, ¿sería correcto que te quejaras?”. Por supuesto, no pasábamos por alto a ninguno, y todos recibían algo a su debido tiempo. Siempre los amamos a todos sin favorecer a ninguno en especial.

A veces, algunos niños hacían cosas que nuestros hijos no tenían permitido hacer. Frecuentemente oía la queja: “Fulanito puede hacerlo, ¿por qué nosotros no?”. Trataba de explicarles, pero a veces la respuesta tenía que ser sencillamente: “Tú no perteneces a esa familia; tú eres un Brumley. Nuestras normas son diferentes”.

Servimos en Perú

Desde que regresamos de Etiopía, Lucille y yo anhelábamos volver al servicio misional. Finalmente, en 1972, se presentó la oportunidad de servir en Perú (Sudamérica). No pudimos haber escogido mejor sitio para criar a nuestros hijos en los años de la adolescencia. El compañerismo que tuvieron con misioneros, precursores especiales y otros hermanos que habían ido a servir en Perú, les ayudó a ver directamente el gozo de los que sinceramente ponen los intereses del Reino en primer lugar. Philip llamaba a ese compañerismo una presión ambiental positiva.

Después de un tiempo, algunos viejos amigos de Kansas vieron el éxito que teníamos en el ministerio en Perú y se unieron a nosotros. Organicé mi casa como un hogar misional. Cada uno tenía sus asignaciones de modo que tuviéramos tiempo para disfrutar del ministerio del campo. Todas las mañanas considerábamos un texto bíblico en el comedor. Fue una época feliz para todos. Una vez más, al despertar cada mañana y comprender por qué estaba allí, oraba en silencio a Jehová con profunda gratitud.

Con el tiempo, Judith se casó y regresó a Estados Unidos, donde continuó en el ministerio de tiempo completo. Philip fue precursor especial por tres años y después fue aceptado para servir en el hogar Betel de Brooklyn (Nueva York). Por último, Leslie también regresó a Estados Unidos. Se fueron con emociones encontradas, y frecuentemente nos han dicho que el haberlos llevado a Perú fue lo mejor que pudimos hacer por ellos.

Cuando empeoró la situación económica en Perú, comprendimos que nosotros también tendríamos que irnos. Al regresar a Wichita en 1978, hallamos un grupo de Testigos de habla hispana. Nos pidieron que nos quedáramos para ayudar, y lo hicimos con gusto. Se formó una congregación, y pronto nos encariñamos con ellos tanto como con aquellos a quienes habíamos servido antes.

Ecuador nos llama

A pesar de haber sufrido una apoplejía que me dejó parcialmente paralizado, deseaba con anhelo que Lucille y yo pudiésemos servir de nuevo en otro país. En 1984 un superintendente viajante nos habló del aumento en Ecuador y de la necesidad que había de superintendentes cristianos. Le mencioné que yo podría hacer poco en el ministerio del campo debido a mi dificultad para caminar, pero me aseguró que hasta un hombre de 65 años parcialmente paralizado sería de gran ayuda.

Después que se fue no pudimos dormir, y pasamos toda la noche conversando sobre la posibilidad de ir a Ecuador. Al igual que yo, Lucille tenía el deseo ardiente de ir. Así que pusimos en venta nuestro pequeño negocio de control de plagas y lo vendimos en un par de semanas. También vendimos nuestra casa en tan solo 10 días. Ahora, en nuestros años dorados, volvimos a nuestro mayor gozo, el servicio misional en el extranjero.

Nos instalamos en Quito, donde el servicio del campo resultaba agradable y nos brindaba cada día una nueva experiencia o aventura. Pero en 1987 se me diagnosticó cáncer en el colon, y requería operación inmediata. Regresamos a Wichita donde fui operado con éxito. Una vez más volvimos a Quito, pero en el transcurso de solo dos años se me detectó nuevamente el cáncer y tuvimos que regresar permanentemente a Estados Unidos. Nos establecimos en Carolina del Norte, donde residimos ahora.

Una vida productiva y remuneradora

Mi salud es precaria. En 1989 tuvieron que practicarme una colostomía. De todos modos, aún puedo servir de anciano y conducir varios estudios bíblicos con las personas que vienen a casa. A través de los años hemos ayudado literalmente a centenares de personas, plantando, regando y cultivando las semillas de la verdad. Esta obra produce un gozo que nunca se marchita, sin importar cuántas veces se repita.

Además, he tenido la enorme satisfacción de ver a todos mis hijos servir a Jehová. Peggy lleva 30 años acompañando a su esposo, Paul Moske, en la obra de circuito en Estados Unidos. Philip y su esposa, Elizabeth, junto con Judith, continúan en el servicio especial de tiempo completo en Nueva York. Hank y Leslie, y sus respectivos cónyuges, también son Testigos activos. Y mis cuatro hermanos y hermanas, con sus familias, que suman más de 80 parientes, también sirven a Jehová. Durante los casi 50 años que llevamos casados, Lucille ha sido un magnífico ejemplo de esposa cristiana. En los últimos años me ha ayudado, sin quejarse, a cuidar de mi deteriorado cuerpo.

Sí, mi vida ha sido un gozo. Una felicidad que va más allá de lo que las palabras pueden expresar. El servir a Jehová es tan deleitable que mi anhelo de corazón es adorarle para siempre en la Tierra. Siempre recuerdo Salmo 59:16, que dice: “En cuanto a mí, yo cantaré acerca de tu fuerza, y a la mañana informaré gozosamente acerca de tu bondad amorosa. Porque has resultado ser altura segura para mí y lugar adonde huir en el día de mi angustia”.

[Fotografía en la página 23]

George Brumley con el emperador de Etiopía Haile Selassie

[Fotografía en la página 25]

George Brumley y su esposa, Lucille

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