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  • Una en un millón... mi lucha de treinta años con la parálisis

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  • Una en un millón... mi lucha de treinta años con la parálisis
  • ¡Despertad! 1975
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¡Despertad! 1975
g75 8/6 págs. 12-16

Una en un millón... mi lucha de treinta años con la parálisis

FUE el 30 de marzo de 1945, un día que permanecería en mi memoria por mucho tiempo. Recuerdo que me parecía muy caluroso para tan temprano en el año. El brillante cielo azulado no tenía ni una sola nube. El oleaje en la playa de Florida estaba agitado, las olas del océano se levantaban rápidamente y caían sobre la orilla con un fuerte bramido.

Preparado para regresar a casa y cubierto de arena, corrí por la playa para enjuagarme en el oleaje. Pasando a través del agua baja a toda velocidad, distinguí una ola que se estaba encrespando y me zambullí en ella. Solo tenía dieciséis años y mi cuerpo joven estaba bien desarrollado por la práctica de atletismo. Esa condición física sería un factor vital durante los siguientes dos minutos. Porque debajo de la ola, invisible para mí, había un banco de arena. Di contra éste de lleno con la cabeza.

Al salir a la superficie, intenté hacer una brazada de pecho. Pero no hubo respuesta de mis brazos o piernas. Colgaban en el agua, inanimados. Mi cerebro literalmente gritó órdenes sin resultados. Frenéticamente traté de virar mi cara para sacarla del agua a fin de poder respirar. Por el rabillo de los ojos podía ver el cielo azul pero no había modo de conseguir aire. Estaba completamente indefenso.

Los segundos ahora comenzaron a pasar. Contuve mi respiración. La presión aumentaba; mis oídos zumbaban y comencé a sangrar por la nariz. Sabía que mi situación era desesperada. Al llegar al fin de mi resistencia, ofrecí una oración a Dios y decidí tragar agua con todo mi poder y terminar de una vez. En ese momento vi debajo de mí unos brazos y pude sentir que alguien me levantaba fuera del agua. Jadeé por aire.

“¿Qué pasa? ¿Qué te pasa?” me gritó un amigo. Me sostenía contra su pecho y retrocedía nadando hacia la playa.

“No sé,” dije. “No puedo moverme.”

Paralizado desde el cuello para abajo

Esta fue mi introducción a la parálisis. El impacto había quebrado mi cuello. Las vértebras cervicales cuarta y quinta estaban incrustadas dentro de la médula espinal, deteniendo instantáneamente todo impulso nervioso de mi cuerpo desde el cuello para abajo.

Una enfermera estaba en la playa por casualidad. Ella corrió y me preguntó qué me pasaba e inmediatamente supervisó mi cuidado. Me extendieron en la playa y ella amontonó arena húmeda alrededor de mi cabeza para mantenerla firme. Me instó a no mover la cabeza.

Levantando mi mano ella me preguntó si podía mover los dedos. No hubo respuesta. Cuando soltó mi mano ésta cayó flácidamente a mi lado y, mientras la miraba no había nada que pudiera hacer para controlarla. Era como si la mano no fuera mía.

Llegó la ambulancia y nos dirigimos apresuradamente hasta el hospital. Dos jóvenes que contribuyeron a salvar mi vida y la joven enfermera me acompañaron, confortándome y animándome. Puesto que era un fin de semana feriado, fue difícil encontrar a un médico. También se retrasó mi admisión en el hospital. ¿Por qué? Bueno, mis padres estaban fuera de la ciudad aquel día y los funcionarios querían saber quién iba a ser responsable financieramente por mi cuidado. Uno de los jóvenes que estuvo conmigo, más tarde llegó a ser un senador estatal e introdujo una legislación que requería que los hospitales suministraran tratamiento de emergencia prescindiendo de las circunstancias. Él me dijo que su acción se basó en sus sentimientos de frustración de aquel día.

Finalmente llegó el médico. Era un médico y cirujano capacitado y demostró ser un amigo diligente y devoto. Fue muy reanimador y bondadoso. Durante el período de crisis, permaneció a mi lado constantemente e hizo todo lo que humanamente se podía hacer por mí.

Los rayos X revelaron una fractura en el cuello. Recuerdo el dolor torturador cuando el médico me pidió que abriera la boca para que pudieran tomar las radiografías. Ni siquiera estaba consciente de que las enfermeras me estaban lavando la arena del cuerpo y me estaban vistiendo.

“¿Qué he hecho?” pensé.

Hasta las puertas de la muerte y de regreso

Me colocaron en un soporte para el cuello que se podía ajustar para aliviar toda la presión de la columna vertebral. Se comenzó la alimentación intravenosa para que mi cuerpo recibiera líquidos; se me administró medicina para ayudar a combatir la infección. Ahora era asunto de esperar y ver qué sucedería.

A menudo pienso en el efecto que tuvo en mis padres el que se les dijera que yo había sido lesionado críticamente y que no se esperaba que viviera. Cuando vinieron, supe por la mirada de sus ojos que la situación era grave. Irónicamente, yo no sabía nada acerca de la parálisis o de las funciones de la médula espinal. Pero en los años venideros lo iba a aprender.

Las primeras dos semanas fueron críticas. La parálisis detiene todas las funciones físicas. Los riñones, la vejiga y los intestinos no funcionan. Para eliminar la orina se inserta una sonda. Los desperdicios son bombeados fuera del cuerpo. Obviamente, uno no puede comer; no hay modo de tratar con el alimento físicamente. En el primer mes mi peso bajó de 65 a 36 kilos.

Mi temperatura extremadamente alta, aunada a la parálisis, hizo que mi capa de piel exterior muriera. Sobre todo mi cuerpo se formó una costra. No se me podía mover ni siquiera para bañarme. Finalmente, comenzaron a fallar los signos vitales. Bajó mi presión sanguínea y disminuyó mi pulso. La respiración se hizo trabajosa. Era obvio que me estaba muriendo.

Entonces, trece días después del accidente, en el momento más crucial, ocurrió una cosa fenomenal. ¡Me oriné en la cama! Mis riñones y vejiga habían comenzado a funcionar. El médico ordenó que bebiera líquidos. “Bebe cualquier cosa que desees,” me dijo. “Pero sigue bebiendo.”

Mi familia me dijo más tarde que esa noche los habían llamado al hospital. El médico les había dicho que el fin estaba cerca. Pero ahora había nuevas esperanzas.

El camino largo y arduo a la movilidad

Los días por delante serían muy difíciles. Comenzó el proceso doloroso y lento del regreso de los impulsos nerviosos y yo iba a comenzar la terapia y rehabilitación. Los especialistas consultados por mi familia unánimemente concordaban en que la misma supervivencia sería “un milagro.” Una rotura de la quinta vértebra cervical es una cosa; la de la cuarta vértebra cervical es otra. Entonces mi padre preguntó en cuanto a las probabilidades que tenía de alguna vez recuperar algún uso de mi cuerpo. “Una probabilidad en un millón,” contestó el médico, “una en un millón.”

El comienzo de los espasmos por todo el sistema nervioso produjo un dolor casi insoportable. Mi madre trabajó día y noche aplicándome botellas de caucho para agua caliente y toallas humeantes tratando de hacerme sentir más cómodo. Aunque los calambres disminuyeron, la parálisis continuó.

Después de pasar semanas en el hospital me permitieron regresar a casa. ¡Qué día maravilloso fue ése para mí! Mi familia me prestó constante atención, y día tras día, semana tras semana, mes tras mes, podíamos detectar minúsculas señales nuevas de vida en mi cuerpo.

El trabajar con músculos paralizados es una dolorosa prueba de paciencia. La terapia incluía masajes y distensión de los músculos, ejercicios, nadar y levantar pesas. Esto fue antes de los muchos adelantos modernos en la terapia física. Durante una reciente visita al Departamento de Medicina Rehabilitativa del Centro Médico de la Universidad de Nueva York quedé asombrado con el equipo y las instalaciones que tienen ahora para tratar a los parapléjicos y cuadripléjicos. En comparación mi tratamiento fue primitivo.

Para fines del verano tuve la sensación de que podía caminar. “Complázcanlo,” dijo el médico. “Con el tiempo aprenderá que no hay esperanza.”

Así es que mi padre y mi cuñado me arrastraban por el piso. Era fútil, pero yo seguía pensando que podía hacerlo. Mientras tanto, comencé a mover mis brazos desde el codo y los ejercitaba furiosamente para desarrollar lo que tenía disponible. Podía escribir a máquina por medio de tener un lápiz atado a mi mano todavía paralítica y golpear las teclas con el lápiz. Pensaba que realmente era “algo”... el escribir cartas.

Lo más importante de todo es que durante toda la experiencia me acerqué aun más a mi Creador, Jehová Dios. Yo había sido educado como testigo de Jehová, pero nunca había dedicado mi tiempo provechosamente al estudio. Ahora comencé a leer la Biblia como nunca antes, y parecía que, al estar paralizado, tenía mejor retención. En una época sin televisión u otras distracciones, hallé que podía leer durante horas y recordar lo que leía. Y pienso que durante estos penosos meses aprendí por primera vez en mi vida el verdadero significado de la paciencia.

Finalmente, un día durante los ejercicios sentí que por lo menos podía estar de pie aunque no podía caminar. Mi padre y mi cuñado me pusieron en el vano de una puerta y me apoyé en mis brazos. Ellos me soltaron. La presión sobre los pies que por muchos meses no habían tocado el piso o sostenido mi peso me dolía inmensamente. ¡Pero estaba parado en ese vano de la puerta y estaba parado solo! ¡Qué sentimiento de victoria!

Hasta ahora, mi cuñado me había cargado y llevado a todas partes. Él me bañaba, me vestía, me alimentaba. Él y mi hermana han sido una gran fuente de estímulo y consuelo para mí durante los pasados treinta años de esta prueba. Como compañeros testigos de Jehová, su fuerza y dirección espiritual fueron vitales para mí, especialmente después que murió mi padre en 1950 y mi madre algunos años más tarde.

Un logro importante: levantarse del suelo

Mi gran despertar en cuanto a las dimensiones de los problemas de toda una vida a los que me enfrentaba me llegó durante una visita al centro de rehabilitación algunos meses después de mi accidente. El terapeuta, que por meses había trabajado conmigo en el desarrollo muscular y me estaba enseñando a caminar otra vez, me empujó a propósito y me hizo caer sobre la alfombra de ejercicios.

“Veamos como te levantas,” dijo.

“Usted sabe que no puedo levantarme,” dije enfadado. “¿Por qué hizo eso?”

“Quiero que sepas lo que es sentirse indefenso,” me dijo. “Ahora puedes caminar. No es un andar muy lindo, pero te lleva donde quieres, ¿no es cierto? Ahora debes discurrir un modo de levantarte cuando caigas porque vas a caer muchas veces. Y cuando te caigas debes levantarte y continuar andando. ¿Me entiendes?”

Yo estaba llorando. Por primera vez me sentí completamente frustrado y pensé que la parálisis me iba a vencer, que yo no la iba a vencer.

“No hay modo de hacerlo, usted lo sabe,” dije.

“Yo no sé nada de eso. Has progresado mucho y no vas a parar. Así es que vamos a trabajar y trabajar hasta que desarrollemos un modo para que te levantes. Estás funcionando con aproximadamente un 20 por ciento de fibras musculares útiles. Te ves sujeto a espasmos. Eso significa que un tropezón de tu pie y caerás al suelo, completamente inmovilizado. Entonces la pregunta es, ¿te levantarás?”

Requirió meses, pero lo logramos. Rodaba sobre mi estómago, me levantaba de rodillas, levantaba una pierna como puntal y me ponía de pie. Requería tiempo, pero lo podía hacer. Continué practicándolo vez tras vez.

En 1946, solo poco más de un año después del accidente, tuve la oportunidad de poner a prueba esta habilidad. La ocasión fue una asamblea internacional de los testigos de Jehová en Cleveland, Ohio. Mientras estaba ocupado en conseguir alojamiento para los delegados a la reunión, me caí por un tramo de escaleras de ladrillo. El espasmo, la conmoción y el daño resultante me paralizaron. Yacía aturdido, sangrando por las rodillas, codos y cara.

“Tengo que levantarme,” pensaba. “No te asustes. Tómalo con calma.”

A medida que el dolor disminuía y volvían las respuestas a los estímulos, pude usar los escalones como un apoyo y levantarme. ¡Cómo oré por ayuda! “Te vamos a vencer, te vamos a vencer,” seguía repitiendo. Fue uno de mis días más difíciles.

Esta fue la primera de muchas caídas. Algunas de éstas lesionaron los músculos, otras me arrancaron la piel y dejaron cicatrices, y más recientemente una caída provocó un hueso roto en la columna dorsal que requirió que usara un braguero por varias semanas hasta que el hueso soldó. Sin embargo, todavía me molesta. Pero ninguno de estos incidentes fue de importancia realmente. Lo que es importante es aprender que cuando uno se cae, vuelve a levantarse. Con fe y con completa confianza en el Creador, Jehová, una persona puede lograr mucho más en su vida.

Una vida plena y útil

Ya había pasado la crisis. La primera preocupación fue la supervivencia. Entonces vino la terapia y la rehabilitación y los ajustes mentales y emocionales necesarios. Algunas de estas cosas son asequibles. Otros aspectos quizás estén más allá de la capacidad humana.

En 1947 regresé a la escuela. Esto fue otra prueba, pero tenía que obtener alguna enseñanza si es que alguna vez iba a mantenerme y dejar de ser una carga para mi familia. Después de pensarlo mucho decidí regresar a la escuela secundaria y graduarme. Tenía dieciséis años de edad y era estudiante del último año cuando me lesioné. Ahora, tres años y dos meses después del accidente, me gradué en 1948.

Me especialicé en oratoria y periodismo y esperaba llegar a ser locutor de radio. Mi primera prueba fue un fracaso miserable. El gerente de la emisora me dijo que yo necesitaba más entrenamiento. Ahora tenía algo nuevo en qué trabajar, algo que no requería el uso de mi cuerpo maltrecho: Entrenar mi voz que estaba intacta.

Durante este período yo había conocido en la escuela a mi futura esposa. Todo comenzó con una presentación casual. Pero yo estaba sentado y ella no sabía de mi condición. Me invitó a su casa a conocer a sus padres y yo acepté. Pero ahora me enfrentaba a un enorme problema. Ella vivía en un apartamiento en un segundo piso. Y yo nunca antes había intentado subir tantos escalones. Cuando llegué en automóvil, el cual había tenido que aprender a guiar de nuevo, ella me esperaba abajo. El lector nunca podrá imaginar lo que sentí por dentro.

Cuando salí del auto y comencé a caminar hacia ella, la expresión en su rostro nunca cambió. Se debe haber sorprendido mucho pero nunca lo reveló. Lo que más aprecié... nunca me hizo ninguna pregunta acerca de mi condición. Esta ha sido su actitud durante los veinticuatro años de nuestro matrimonio. Ella comprende, es compasiva, pero no habla en cuanto a ello.

Nuestra vida juntos ha sido completamente normal y ha tenido propósito. Mi esposa comparte mis creencias, mis momentos de gozo, y ha compartido mis momentos de desesperación y frustración. Aunque se preocupa no es excesivamente protectora. Una vez dijo: “Los únicos impedimentos de importancia son los emocionales y los espirituales,” y yo estoy de acuerdo.

Entonces vino mi segunda prueba en radiodifusión. Estaba sentado con otros tres candidatos y me sentía muy inseguro. Pero puesto que había llegado hasta aquí y practicado tan duro, decidí proseguir. ¡Para mi sorpresa, conseguí el trabajo! Ahora podía trabajar y mantenerme. Lloré todo el camino a casa.

Primero trabajé como locutor comercial. Más tarde, me hice relator deportivo, y en 1956 director de noticias para la televisión y la radio. Llegué a ser reportero para dos redes nacionales. La industria de la radiodifusión me fue útil por veintidós años. Pero una vez que tuve algo de experiencia y antecedentes en el campo, resolví que trataría que la industria trabajara para mí, en vez de yo trabajar para la industria. Era un medio de vida, pero no iba a ser mi interés principal. Los acontecimientos que tuvieron lugar desde 1945 en adelante meramente fortalecieron mi resolución de que mi vida giraría en torno de mi servicio a Jehová Dios y a servir los intereses del Reino de su Hijo.

Muchas personas han contribuido abundantemente a mi vida durante los pasados treinta años. Ha habido tantas muestras de bondad y consideración que sería imposible alistarlas todas. La más grande de éstas, sin embargo, es el interés que Jehová Dios mismo me ha mostrado. Ha sido mi compañero constante, mi fuerza y apoyo. Me confortan las palabras del Salmo 103:1-4, tan llenas de significado para mí:

“Bendice a Jehová, oh alma mía, aun cuanto hay en mí, su santo nombre. Bendice a Jehová, oh alma mía, y no olvides todos sus hechos, aquel que está perdonando todo tu error, que está sanando todas tus dolencias, que está reclamando tu vida del mismísimo hoyo, que te está coronando con bondad amorosa y misericordias.”

Cuando estuvo en la Tierra, el Hijo de Dios demostró su habilidad para curar paralíticos. (Mat. 4:24; 9:2-7) Por medio del espíritu de Dios, esto fue una tarea sencilla para él. Ese solo será un aspecto de las numerosas bendiciones del reino de Dios por Cristo Jesús, un gobierno milenario de paz ya muy cercano. Será una gran fuente de felicidad y curación para todas las personas impedidas físicamente que respondan a ese gobierno.

He hallado que es verdad que la felicidad más grande está en servir a Dios. Esto hace que la vida sea genuinamente recompensadora y llena de propósito. El ser paralítico no me ha robado los privilegios y las bendiciones de servir al Creador. Y si usted está incapacitado de algún modo, sinceramente espero que este relato le ayude a ver que usted también puede disfrutar de una vida plena en el servicio de Dios.—Contribuido.

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