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  • Los fiordos del Pacífico

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  • Los fiordos del Pacífico
  • ¡Despertad! 1977
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¡Despertad! 1977
g77 8/1 págs. 13-15

Los fiordos del Pacífico

Por el corresponsal de “¡Despertad!” en Nueva Zelanda

“¡LA OCTAVA maravilla del mundo!” fue la descripción del poeta Rudyard Kipling acerca de la majestuosidad del estrecho de Milford. Aunque éste no es un sentimiento original, Kipling sí expresó la impresión que hace en muchas personas su primera visita a este remoto rincón de la isla del Sur de Nueva Zelanda, la duodécima isla del mundo en cuanto a tamaño.

El Parque Nacional Fiordland está situado en el aislado extremo sudoeste del país y linda con el mar de Tasmania, que separa a Nueva Zelanda de Australia por una extensión de unos 1.930 kilómetros. Este parque se extiende a lo largo de la costa de norte a sur por solo unos 260 kilómetros, pero lo cortan más de una docena de fiordos de modo que tiene casi 1.600 kilómetros de ribera. Cubriendo 1.254.500 hectáreas (unos 12.950 kilómetros cuadrados), el parque es uno de los más grandes del mundo.

La única manera de llegar a la mayoría de los fiordos todavía es en barco o por hidroavión. Pero después de casi dos décadas de trabajar con picos, palas y carretillas, en 1953 se completó un camino de acceso de 120 kilómetros para llegar a la cabecera de uno de los fiordos más espectaculares, el estrecho de Milford.

Puerta de acceso a los fiordos

Hermosos, profundos (448 metros) y sombríos, los lagos gemelos, el Manapouri y el Te Anau, forman una atractiva puerta de acceso al parque. Están rodeados de montañas cubiertas de hayales hasta el límite de la vegetación arbórea alrededor de 900 metros, y dan la impresión de que se hubiera extendido un manto de terciopelo de color verde oscuro sobre las montañas para suavizar su contorno escarpado.

Hacia el norte de estos lagos está situado el valle del río Eglinton, un valle subalpino, llano, que se eleva suavemente, de alrededor de un kilómetro y medio a tres kilómetros de ancho, del cual se elevan casi verticalmente de cada lado picos nevados de unos 1.500 a 1.800 metros. Nuestro camino al estrecho de Milford serpentea por entre claros y hayales, atravesando praderas sin cercas, y siempre acompañados por el centelleante río de deshielo, uno de los mejores ríos del país para la pesca con moscas artificiales.

Ocultas entre las diferentes hierbas características de estas praderas hay numerosas plantas subalpinas de matices tan delicados que uno fácilmente podría pasarlas por alto. Sin embargo, durante los meses de verano hay altramuces multicolores, determinados a no ser pasados por alto, que crecen profusamente en islas guijarreñas en el río, y éstos se yerguen en brillante contraste con las variedades rojas, plateadas y negras de las hayas.

Repentinamente, enfrente de nosotros, al final de una larga, recta y estrecha avenida bordeada de árboles se alza un elevado pico nevado enmarcado entre el bosque y el cielo. ¡Al avanzar por la avenida los músculos de los ojos de uno literalmente empiezan a esforzarse para mantener enfocado este pico mientras se reduce de tamaño y desaparece de la vista! Pero esto no es todo, porque después de alejarnos de esa “avenida de la Montaña que Desaparece” y entrar a un claro, entran en el campo visual no uno, sino cinco picos, cualquiera de los cuales podría haber sido responsable de la ilusión.

Parece que el secreto yace en la subida del camino que a pesar de ser imperceptible es considerable y gradualmente cierra de la vista la montaña. ¡No obstante, estamos seguros de que los constructores del camino no lo prepararon deliberadamente!

A unos noventa y cinco kilómetros de Te Anau el camino finalmente termina en un valle en forma de jofaina, cuyo diámetro es de kilómetro y medio a tres kilómetros. Donde un agujero de drenaje pudiera estar en un lavamanos es relativamente donde el túnel Homer a Milford tiene su entrada oriental, con aspecto lastimosamente pequeño en la base de picos que se elevan como gigantescas lápidas sepulcrales hasta 2.130 metros. Las silenciosas montañas casi acallan una pequeña corriente que salta por los lados de una de ellas con ese característico silbido de aguas que caen.

El túnel está situado más alto que el límite de la vegetación arbórea, de modo que hay pocos árboles en el valle y los pocos que hay son achaparrados. Sin embargo, entre el macizo de hierba espesa de varias clases hay verdaderas plantas alpinas delicadamente coloreadas. En diciembre los botones de oro gigantes vuelven dorado el suelo del valle, y luego como un mes después lo transforman de nuevo las margaritas blancas.

Muchos visitantes se detienen aquí porque el túnel de 1.200 metros de largo solo tiene una pista para coches y cada hora está abierto por veinticinco minutos al tránsito en una dirección y luego por veinticinco minutos en la otra dirección. Esa pausa es grata porque nos da tiempo para reflexionar sobre las bellezas de este sobresaliente país.

Hacia Milford

Una vez terminada la pausa, la oscuridad del túnel Homer sirve para acentuar la corta distancia a Milford mismo. Al salir del túnel, vemos otro valle en forma de jofaina, que va pareciendo más inmenso a medida que el camino desciende precipitadamente 700 metros en once kilómetros de curvas y virajes en forma de U, y por fin nos trae al crecimiento exuberante de matorrales nativos, helechos y bosques... todo lo cual es evidencia de una precipitación de más de 6.350 milímetros anuales. Majestuosos helechos arborescentes predominan en todo este verdor. ¡Con razón Nueva Zelanda ha adoptado el helecho como su emblema nacional!

Finalmente el camino se detiene al borde del agua. Detrás de nosotros están las selvas tropicales coronadas de picos que van aumentando de altitud mientras más atrás están... de 1.500 a casi 3.000 metros. Muy a la izquierda, al sudoeste, está el famoso pico Mitre, el más elevado precipicio o farallón de este tipo (1.695 m.), mientras que al otro lado del fiordo a unos tres kilómetros hay un precipicio de 1.570 metros cara a cara con otro que tiene 1.300 metros de altitud, de forma notablemente parecida a un león platicando con un elefante recostado. Y así es como se llaman... el León y el Elefante.

¡Qué lugar inmenso! El hallarnos a nivel del mar empequeñecidos por picos nevados verdaderamente nos impresiona con la insignificancia del hombre. Al ir en una lancha de turismo por el estrecho hacia el mar de Tasmania podemos apreciar los sentimientos de Kipling acerca de este desfiladero que tiene 15 kilómetros de largo, unos 490 metros de profundo en su cabecera, pero que disminuye a una fracción de esa profundidad en su salida al mar.

Por todas partes nos vemos obligados a dirigir la vista hacia arriba y nos emociona el pensar que esos precipicios que se elevan a una altura de trescientos metros y más descienden precipitadamente a la misma profundidad abajo en las aguas. La cantidad de lluvia que cae en esta zona es abundante (en un año reciente alcanzó el promedio de veinticinco milímetros al día), y contribuye mucho al esplendor verde del Milford. En un día despejado después de la lluvia, literalmente cientos de cascadas caen en hilos brillantes por las paredes rocosas del fiordo. Aquí y allá pasamos cerca de una colonia de focas o de pingüinos que están tomando sol en las rocas, los únicos habitantes, según parece, de este vasto paraíso acuoso.

Cuando la creciente del mar anuncia la boca del estrecho de Milford y la lancha da la vuelta, no nos sorprende saber que el circunnavegante del globo, el capitán Cook, al navegar pasó de largo la entrada, pensando que era simplemente otra bahía.

No fue formado por glaciares

El capitán de la lancha informó a los turistas que glaciares de enormes proporciones cortaron este fiordo y otros fiordos de una alta meseta durante la “época glacial.” Nos dijo que daban evidencia de esto las paredes suaves del fiordo, que tienen marcas como de cicatriz casi en ángulo horizontal. Esto indicaba que algo había raspado contra estas paredes y a lo largo de ellas, y dijo que los glaciares eran lo único capaz de haber hecho esto. Sin embargo, puede que ya sepa algo diferente porque le dejamos un libro que prueba que tanto el hombre como la Tierra llegaron a estar aquí por creación, no por evolución.

Le explicamos que los glaciares se mueven por gravedad, y para que hubiese habido un glaciar de las proporciones que se tendría que imaginar para cortar el estrecho de Milford y los valles vecinos tendría que haber actualmente una montaña “madre” de tremenda altura para proporcionar el gradiente, montaña que no existe.

¿De dónde vendría el agua para producir los 180 metros de hielo que dicen que hubo? ¡Se ha citado la evaporación de los océanos como una fuente, pero para producir suficiente vapor de agua para condensarse y caer como suficiente nieve para compactarse en los glaciares colosales que se necesitarían, los océanos tendrían que hervir! ¡Y esto en una época en que, por cientos de años consecutivos, tendrían que prevalecer condiciones de congelación para producir esas cantidades de hielo!

Cuánto más fácil, y en armonía con las realidades y evidencia disponible, es reconocer la tremenda obra de modelar la superficie terrestre realizada por el diluvio torrencial del tiempo de Noé. Aunque el hielo puede raspar la superficie de las rocas y dejarlas marcadas así como un papel de lija puede hacerlo en una mesa barnizada, solamente el agua bajo gran presión, arrastrando pedrejones y escombros, podría cortar profundos valles, aflojar y trasportar laderas de montañas, igual que un hacha cortando el tablero de una mesa.—Vea ¡Despertad! del 8 de noviembre de 1963 y el 8 de enero de 1971.

Ciertamente gozamos al visitar este hermoso lugar apartado, y nos ha dado mucho gusto contarle lo que vimos —suaves bellezas de la creación junto a manifestaciones de las vigorosas energías dinámicas del gran Creador Jehová Dios— todo exhibido en escala grandiosa en este parque alpino que inspira reverencia: la tierra de los fiordos de Nueva Zelanda.

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