¿Qué le ayudará a a enfrentarse a sus problemas?
EMPEZÓ a televisarse el noticiario como de costumbre. Hubo un reporte de un tiroteo en un bar de la localidad. Entonces, de repente y sin advertencia, sucedió.
La cronista de noticiarios, una joven de 29 años de edad, volvió a la pantalla y anunció: “Van a ver en colores y en vivo otro primer acontecimiento... un atentado de suicidio.” En plena vista de los televidentes, tomó en la mano una pistola, la apuntó a la parte trasera de la cabeza y apretó el gatillo. Horas después murió.
En años recientes ha habido un aumento alarmante en el número de personas que sienten que les es imposible enfrentarse a los problemas de la vida. Muchos tratan de suicidarse. Otros viven como autómatas, severamente deprimidos e infelices.
En muchos casos los individuos señalan a cosas específicas como razones para su desesperanza, tales como enfermedades crónicas dolorosas, el haber salido tullidos de accidentes y la pérdida repentina de personas amadas. Pero cuando la gente se da tan completamente por vencida que quiere dejar de vivir, por lo general hay otra cosa presente. ¿Cómo es eso?
Respecto a la cronista de noticiarios que se suicidó, una de sus amigas dijo: “Se hizo llorona y quejumbrosa.” Un factor importante que la llevó al suicidio fue esta compasión que se tenía a sí misma.
Por supuesto, las personas que han sufrido tragedias en su vida tienen razón para sentir pena hasta cierto punto debido a sus circunstancias personales. Pero, ¿no es cierto que a menudo la compasión que uno se tiene a sí mismo se sobrepasa? El aprender a enfrentarse a la vida de día en día exige que uno domine esta tendencia. ¿Cómo es posible hacer eso?
Hay que reconocer que un factor es que la excesiva compasión de sí mismo solo sirve para empeorar la situación. Aunque no siempre lleva al suicidio, sí aporta soledad y, a veces, desórdenes físicos. Dale Carnegie suministra un ejemplo en su libro How to Stop Worrying and Start Living:
“Conozco a una mujer que vive en Nueva York que siempre se queja de su soledad. Ninguno de sus parientes quiere acercarse a ella... y con razón. Si uno la visita, ella pasa horas diciéndole lo que hizo por sus sobrinas cuando eran niñas . . .
“¿Vienen a visitarla sus sobrinas? Oh, sí, de vez en cuando, impelidas por un espíritu de deber. Pero el tener que hacer estas visitas las horroriza. Saben que tendrán que quedarse sentadas por horas escuchando censuras medio veladas. Tendrá el placer de oír una interminable letanía de quejas amargas y suspiros provocados por la compasión de sí misma. Y cuando esta mujer ya no puede conseguir que sus sobrinas la visiten a pesar de haber tratado de intimidar, obligar y constreñirlas, sufre uno de sus ‘achaques.’ Desarrolla un ataque cardíaco.
“¿Es verdadero el ataque cardíaco? Oh, sí. Los médicos dicen que ella tiene un ‘corazón nervioso,’ que sufre palpitaciones. Pero los médicos también dicen que no pueden ayudarla... su dificultad es emocional.”
¿Cómo puede uno evitar los extremos al compadecerse de sí mismo? Puesto que las razones para este sentimiento difieren de persona en persona, no hay un curalotodo sencillo. Pero considere las experiencias de tres individuos que inesperadamente vencieron la compasión de sí mismos. Las primeras dos se hallan en el libro de Carnegie que ya se mencionó. Trate de discernir el elemento común de todas ellas.
Una mujer relata que se compadecía de sí misma porque “después de varios años de vida conyugal feliz, perdí a mi esposo.” Un día esta señora, sumida en la desesperanza, subió a un autobús y se quedó en él hasta el fin de la línea. Después de pasar un rato andando por aquí y por allá en una zona extraña, entró en una iglesia y se durmió. Al despertar vio de lejos a dos niños que la miraban fijamente, niños tímidos, vestidos indigentemente. Al enterarse de que eran huérfanos, los llevó a conseguir refrescos, conversó con ellos y les compró regalos. ¿Le ayudó esto a vencer el pesar que sentía por haber perdido a su esposo? Ella continúa:
“Esos dos huérfanos chiquilines hicieron más por mí que lo que yo hice por ellos. Esa experiencia me mostró de nuevo lo necesario que es hacer felices a otros si queremos sentirnos felices nosotros mismos. Descubrí que la felicidad es contagiosa. Al dar, recibimos. Al ayudar a alguien y dar impelida por el amor, vencí la preocupación y el pesar y la compasión de mí misma, y me sentí como una persona nueva. Y era una persona nueva... no solo entonces, sino en los años que han transcurrido desde entonces.”
Las personas que creen que ya no pueden enfrentarse a su situación posiblemente sienten que necesitan ayuda, más bien que poder darla. No obstante, el hacer un acto bondadoso por otra persona siempre levanta el espíritu de uno, y le facilita el enfrentarse a los problemas de la vida. Jesucristo dijo: “Hay más felicidad en dar que la que hay en recibir.” (Hech. 20:35) Pero, ¿qué hay si uno no tiene dinero u otra cosa material que pueda dar? Considere otra experiencia que inesperadamente levantó a alguien de su condición abatida.
“La tragedia de mi niñez y juventud fue nuestra pobreza. Nunca podíamos dar fiestas como las que daban las otras muchachas de mi grupo social. Mi ropa nunca era de la mejor calidad. Mis vestidos no me quedaban bien, pues me quedaban chicos y a menudo no estaban de moda. Me sentía tan humillada, tan avergonzada, que muchas veces me dormía llorando.
“Por fin, en completa desesperación, di con la idea de siempre pedirle al compañero con quien me sentaba a comer en las fiestas que me hablara acerca de sus experiencias, sus ideas y sus planes para el futuro. No hacía estas preguntas porque estaba especialmente interesada en las respuestas. Lo hacía con el único motivo de distraer la atención de mi compañero para que no se fijara en mi vestidura.
“Pero algo extraño sucedió: a medida que escuchaba a estos jóvenes hablar y me enteraba más acerca de ellos, realmente me interesé en escuchar lo que decían. Tanto me interesaba que a veces yo misma me olvidaba de mi ropa. Pero lo que más me asombró fue esto: puesto que les prestaba buena atención y animaba a los muchachos a hablar acerca de sí mismos, les hacía sentirse felices, y gradualmente llegué a ser la muchacha más popular de nuestro grupo social y tres de estos hombres me ofrecieron matrimonio.”
La tercera experiencia tiene que ver con el valor del dar espiritual. En este caso también el resultado fue inesperado y ayudó a la persona a enfrentarse con mayor éxito a la situación desagradable en que se hallaba debido a una enfermedad crónica. Una testigo de Jehová de Illinois, E.U.A., relata:
“Recientemente había tenido que pasar otros 10 ó 12 días en el hospital debido a una enfermedad crónica muy irritante. Ahora que estaba de vuelta en casa, planeaba ir de nuevo de casa en casa para compartir las verdades bíblicas con mis vecinos. Pero cuando llegó el día que había apartado para esto, me sentí excepcionalmente deprimida. Aunque decidí ir de todos modos, le dije a la persona que iba a acompañarme: ‘Por favor, solo quiero escuchar esta mañana. Apenas puedo hablar con una amiga, mucho menos con un extraño.’
“Mi compañera quedó de acuerdo. Llamó a una puerta y empezó a hablar con una señora que después de un rato nos invitó a pasar. Inmediatamente me uní a la conversación, compartiendo pensamientos bíblicos con el ama de casa. Al notar cuánto apreciaba lo que estaba oyendo, mi depresión cedió y fue reemplazada por absoluta alegría. Para cuando partimos de esa visita, yo no pudiera haberle dicho siquiera lo que quiere decir depresión. No hay palabras para describir el gozo de compartir las verdades bíblicas con otros.”
¿Se siente usted abatido a veces? Si es así, luche vigorosamente contra la excesiva compasión de sí mismo por medio de buscar maneras de ayudar a otros. Aunque esto no elimine la causa de su pena, ciertamente le ayudará a enfrentarse con más éxito al problema.—Luc. 6:38; Fili. 4:8, 9.