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  • “El coquí”... la ranita de Puerto Rico
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g80 8/9 pág. 24

“El coquí”... la ranita de Puerto Rico

Por el corresponsal de “¡Despertad!” en Puerto Rico

HACIA el fin de un largo día de trabajo, los hombres estaban cansados, tenían calor y estaban bañados en sudor. Pero mantenían el movimiento rítmico del machete que, moviéndose con sonido sibilante, cortaba la caña de azúcar. Mientras tanto, los hombres estaban a la espera de otro sonido. Finalmente se oyó el canto agudo que daba por terminado otro día de trabajo. Era la penetrante voz del coquí, la ranita de Puerto Rico, que comenzaba su canto de: “¡co-quí! ¡co-quí!” Hace muchos años, antes de que existieran los sindicatos laborales, el canto del coquí era el silbato que indicaba a los cortadores de la caña que era tiempo de dejar de trabajar.

Esta ranita tiene un tamaño de 36 milímetros. Su cuerpo no es mucho mayor que la uña del pulgar de un hombre. La cabeza, con sus ojos grandes y protuberantes, es más ancha que el resto del cuerpo. Esos ojos siempre están alerta para notar cualquier insecto que por descuido vuele lo suficientemente cerca del coquí como para llegar a ser un sabroso bocado para éste.

A diferencia de otras ranas, el coquí no tiene las patas palmeadas, sino que tiene dedos largos como los de una mano. El color de su piel cambia de claro a oscuro, para hacer juego con lo que le rodea. Otro rasgo que lo distingue entre las ranas es su desarrollo, que pasa de huevo a embrión y entonces a rana. No pasa por una etapa de renacuajo. La hembra es enorme en comparación con el macho. Ella pone, por lo general, 36 huevos sobre la hoja de una planta epífita precisamente donde la parte baja de la hoja toca la superficie del agua. Los huevos forman una masa ovalada de seis a ocho milímetros de diámetro.

De noche, los coquíes, asentados aquí y allá en la vegetación, disfrutan de sus propios sonidos armoniosos. Solo los machos cantan. A veces comienzan su melódico cantar de manera suave, y van ascendiendo en la escala musical con un rápido “¡co-quí-quí-quí-quí-quí!” A medida que adquiere volumen el canto se calma, y produce las dos notas comunes de “¡co-quí! ¡coquí!” Para los que residen en Puerto Rico este canto es un acompañamiento muy placentero a la hora de la cena.

A una familia en particular le encantaba el canto nocturno de la ranita que se colocaba sobre la planta bromeliácea que colgaba en el balcón. Era un gozo para los visitantes de otros países. Solía suceder que la gente no dejara tranquilo al coquí; levantaban la hoja de la planta para echar un vistazo a aquel cuerpo tan pequeño del cual venía una voz tan grande. Una vez se le observó sentado sobre la persiana de una ventana, inflándose hasta el doble de su tamaño y entonces dejando salir los silbidos de “¡co-quí!” mientras su cuerpo latía con cada nota.

En un pueblo pequeño de la isla una señora tuvo la deleitable experiencia de presenciar el nacimiento de una familia de coquíes. Una noche vio a la hembra en lugar muy alto en la pared de la cocina. La hembra, que es más oscura y verrugosa que el macho, no es tan bien parecida como éste. Por la mañana, la mujer revisó el agujero donde vivía el macho, y lo encontró sentado sobre una masa de huevos. Las noches ahora eran silenciosas, porque el coquí no canta mientras atiende a sus deberes de padre.

La señora observó atentamente los huevos, y su vigilancia fue recompensada. Finalmente se dio cuenta de una corriente de agua que corría sobre los huevos. El macho rociaba los huevos una y otra vez. Pronto uno de los huevos pareció estar dando una vuelta, pero solo por un momento. La membrana se rompió y hacia afuera saltó un diminuto coquí, como del tamaño de una hormiga común, pero con patas largas. La criaturita desapareció rápidamente. Entonces comenzaron a romperse los cascarones de otros huevos. Finalmente el agujero estuvo lleno de vida con huevos que daban vueltas y diminutos coquíes que huían buscando refugio.

El padre seguía rociando agua a intervalos, aparentemente sin preocuparse por la huida de su prole. Al terminar su labor, se fue. No se oyó su voz por varias noches. Pero después de más o menos una semana se oyó nuevamente aquel bien conocido sonido desde la misma ventana que el coquí usaba anteriormente. Y allí estaba sentado, mientras su cuerpo pequeño dejaba salir aquellas dos agradables notas: “¡co-quí!; ¡co-quí!”

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