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g83 8/2 págs. 4-5

Cómo fue en Hiroshima

¿Será arruinada la Tierra en una guerra nuclear?

EL 6 de agosto de 1945, a las 8.16 de aquella mañana, ya la gente de Hiroshima se había levantado y apenas había comenzado sus labores diarias. Era una mañana cálida y tranquila.

Una fracción de segundo más tarde, decenas de miles de personas murieron carbonizadas, despedazadas y aplastadas. El centro de una ciudad de 340.000 habitantes quedó completamente aplanado.

Las víctimas que aún no habían muerto ambulaban en un estado de irrealidad. “Me hallé tirada en el suelo cubierta de pedazos de madera”, recuerda la Sra. Hanuko Ogasawara, quien entonces era una jovencita. “Cuando me puse de pie en un esfuerzo desesperado por echar una mirada por los alrededores, todo estaba oscuro. Terriblemente asustada, pensé que estaba sola en un mundo de muerte, y busqué a tientas alguna luz. [...] De repente me pregunté qué les había pasado a mi madre y a mi hermana [...] Cuando la oscuridad comenzó a disiparse, descubrí que no había nada a mi alrededor. La casa donde vivía, la casa del vecino de al lado y la siguiente casa habían desaparecido todas. [...] Había silencio, mucho silencio... fue un momento horripilante. Encontré a mi madre dentro de un tanque de agua. Se había desmayado. Gritándole: ‘¡Mamá! ¡Mamá!’, la sacudí para hacerla volver en sí. Después de volver en sí, mi madre comenzó a gritar como loca llamando a mi hermana: ‘¡Eiko! ¡Eiko!’”.

A su llanto se unió el de otras personas. Entre esos sucesos, tomados de un libro de recuerdos llamado Unforgettable Fire, está este informe de Kikuna Segawa:

Una mujer que parecía estar embarazada estaba muerta. A su lado había una niña de unos tres años de edad que había traído un poco de agua en una lata vacía que había hallado. Estaba tratando de dar de beber de ésta a su madre.

En media hora, a medida que iba disipándose parte de la oscuridad de la cortina de humo en el aire, estalló la tormenta de fuego. El profesor Takenaka trató de rescatar a su esposa de debajo de una viga de techo. Las llamas lo obligaban a alejarse mientras ella le suplicaba: “¡Huye, cariño!”. Aquella escena se repitió interminablemente cuando esposos y esposas y niños y amigos y extraños tuvieron que abandonar a los moribundos en los incendios.

Una hora después del estallido, una “lluvia negra” comenzó a caer sobre las partes de la ciudad adonde la llevaba el viento. La lluvia radiactiva siguió esparciéndose hasta entrada la tarde. Un violento y extraño remolino de viento que duró varias horas revolvió todos los vapores y las llamas del fuego. Procesiones desordenadas de personas quemadas y heridas comenzaron a salir de entre la tormenta de fuego. Robert Jay Lifton cita en su libro Death in Life a un tendero que dijo: “Sostenían sus brazos torcidos [...] y su piel —no solo la de las manos, sino también la del rostro y el resto del cuerpo— que colgaba. [...] Muchas de ellas murieron a lo largo del camino. Todavía puedo recordarlas... como fantasmas ambulantes. No parecían gente de este mundo”.

Algunas de ellas estaban vomitando... un síntoma inicial de la enfermedad causada por la radiactividad. El colapso físico acompañó al colapso emocional y espiritual. La gente sufría y moría, atontada y decaída, sin emitir siquiera un sonido. “Los que podían, caminaban silenciosamente hacia los suburbios de las colinas distantes, quebrantados de espíritu, desprovistos de iniciativa”, escribió el Dr. Nichikhito Hachiya en su Hiroshima Diary.

En tres meses la cantidad de personas que murieron debido a la bomba de Hiroshima llegó a un cálculo aproximado de 130.000. Pero la cifra final de víctimas va para largo. Semanas después del bombardeo, los innumerables sobrevivientes comenzaron a tener hemorragias en la piel.

A estas primeras señales, acompañadas de vómito, fiebre y sed, podía seguirle un período de remisión falsamente prometedor. Pero tarde o temprano la radiación atacaba las células reproductivas, especialmente el tuétano. Las etapas finales —la pérdida del pelo, diarrea y pérdida de sangre en los intestinos, la boca y otras partes del cuerpo— causaban la muerte.

Una amplia variedad de enfermedades se desarrollaron debido a la exposición a la radiación. Los procesos reproductivos fueron alterados. Defectos congénitos, cataratas, leucemia y otros tipos de cáncer caracterizaron la vida de las personas expuestas a los efectos de la bomba de Hiroshima.

Sin embargo, esta fue solamente una bomba de ínfima potencia. Sus doce kilotones y medio de potencia destructora (igual a doce mil toneladas y media de T.N.T.) se consideran una simple arma táctica hoy día. En comparación, una bomba de hidrógeno puede generar una potencia que es tanto como 1.600 veces mayor que la de la bomba susodicha. ¡Lo que ocurrió en Hiroshima no es comparable siquiera a una millonésima parte de la catástrofe que pudiera ocurrir, según los niveles actuales de preparación nuclear del mundo! “La experiencia de la gente de Hiroshima —escribió Jonathan Schell— [...] es un cuadro de la situación persistente del mundo entero en cuanto a lo que le puede devenir, como un telón de fondo, horroroso hasta casi lo inconcebible, que esperara tras la escena de nuestra vida normal, con la posibilidad de irrumpir en esa vida normal en el momento menos pensado.” (The New Yorker, 1 de febrero de 1982.)

¿Es ésta la manera como terminará el mundo?

[Comentario en la página 5]

En tres meses la cantidad de personas que murieron debido a la bomba de Hiroshima llegó a un cálculo aproximado de 130.000. Pero la cifra final de víctimas va para largo

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