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  • “Le di seis semanas; ella me dio la verdad”

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  • “Le di seis semanas; ella me dio la verdad”
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¡Despertad! 1983
g83 22/11 págs. 24-27

“Le di seis semanas; ella me dio la verdad”

CRECÍ en una pequeña granja de Pleasant View, Tennessee. Mi padre era aparcero. Nuestra casa era pequeña y desde casi cualquier punto de vista se nos consideraría muy pobres. Pero todas mis amistades en la escuela pensaban que yo era rica porque podía jugar con todos los animales de la granja. Vivía muy contenta cuando era niña. Fui criada en la fe metodista. En esa religión eran muy liberales y por eso yo también lo era. Todo el mundo iba a ir al cielo.

Mi primer recuerdo de los testigos de Jehová es el de un domingo por la mañana, cuando la nieve bloqueó la entrada de nuestra casa y no pudimos ir a la iglesia. Un testigo de Jehová vino a nuestra puerta. Mi madre estaba ocupada, así que lo dejaron a mi cargo. Aquello no pudo haberlo entusiasmado... yo solo tenía siete años de edad. Tres años más tarde mi tía llegó a ser Testigo, y después de eso mi madre llegó a ser Testigo también.

Para aquel tiempo yo cursaba el último año de escuela secundaria y participaba en muchas actividades de la MYF (siglas en inglés para la Asociación de Jóvenes Metodistas). Estaba haciendo carrera. ¡Y ahora mi madre quería que yo fuera a las reuniones de los Testigos tres veces a la semana! Bueno, el arreglo a que llegamos fue que iría a la iglesia metodista los domingos, y a las reuniones de los Testigos los martes y los jueves por la noche. No tenía nada en contra de los Testigos, pero de todos modos empecé a odiarlos. Tenía una maravillosa carrera por delante, ¡y ahora tenía que dedicar mi tiempo a ir a reuniones de Testigos! Finalmente le dije a mi madre: “Esto no va a resultar. Me marcho. Voy a matricularme en la universidad”.

Me matriculé en la universidad, pero también me fui a vivir con mi tía, Eurlene, quien era testigo de Jehová en California. En aquel tiempo su esposo estaba en vías de llegar a ser Testigo. Según mi opinión, aquella no era exactamente la situación ideal. No obstante, me dejaban hacer lo que yo quisiera. Empecé a ir a la universidad y todo iba bien. Todavía era una buena metodista. No bebía. No fumaba. No maldecía. Iba a mis reuniones, y todo era estupendo. También comencé a tomar clases de sicología en la universidad. ¡Aquellas lecciones de sicología “tan buenas” que enseñaban profesores ateos! En un verano destruyeron toda pizca de fe que yo tenía en la religión... de todas maneras, no tenía mucha fe que se basara en conocimiento.

Desde entonces en adelante fui lo que mis padres consideraron desordenada en extremo. En realidad, todavía no era demasiado desordenada, pero iba en camino a serlo. Mi madre fue a California. Hubo una deliberación importante con respecto a mi derrotero en la vida. Temí el resultado, pero cuando medito en ello puedo ver lo sabiamente que ellos trataron conmigo cuando era voluntariosa. Ellos me ayudaron a establecerme en un apartamento, pero se mantuvieron en comunicación conmigo. Yo me aislé de ellos por completo, pero ellos nunca se aislaron de mí. Ellos no aprobaban lo que yo hacía, pero nunca dejaron de comunicarse conmigo. Eso facilitó mi regreso más tarde.

De todos modos, me establecí por mi cuenta, y todo me iba muy bien, creía yo. Participé en manifestaciones estudiantiles, lo cual aterrorizó a mi madre. Me envolví con facciones de la SDS (siglas en inglés para Estudiantes en pro de una Sociedad Democrática). Era muy radical, muy militarista y revolucionaria. Iba a cambiar el mundo, solucionar sus problemas. Más tarde participé en algunos de los motines... no en los más grandes, que estuvieron en la primera plana de muchos periódicos por toda la nación, sino en algunos en los que hubo gritos y apedreamientos. Podía darse el caso de que dos o tres policías salieran heridos y que varios manifestantes recibieran palizas, pero no eran como la obsesión colectiva que caracterizó a las manifestaciones de los primeros años de la década de los sesenta.

Quedé atrapada en la fiebre de todo aquello, pero pronto comenzaron a suceder varias cosas que no estaban en armonía con los ideales. Uno de los grupos a que pertenecía me empezó a hablar acerca de unas armas que estaban almacenadas en cierto sótano... ametralladoras, granadas de mano. Aquél era el grupo con el cual yo marchaba en pro de la paz, y los del grupo estaban hablando de hacer lo contrario de lo que predicábamos, al decir: “¡Bombardeemos el recinto universitario! ¡Derroquemos el sistema!”. Nada constructivo, solo derribar. Aquello era una locura. Aquélla era una revolución sin causa.

Mis padres siempre me habían enseñado a respetar la vida. Teníamos armas. Disparábamos a las serpientes mocasín que pudieran picar a uno de los niños. Matábamos las comadrejas que entraban en el gallinero. Matábamos a tiros a los cerdos porque era la manera más compasiva de sacrificarlos. En cuanto a disparar a pájaros o a otra clase de animales, tenía que ser solo para comer o en defensa. Así que en la granja me crié teniéndole siempre respeto a la vida.

Yo amaba la paz. Creía que marchaba en pro de la paz. Así pensaba en realidad. ¡Aquellos discursos excelentes que se daban por las noches en la universidad contenían solo las ideas más nobles! ¡Y luego oí hablar de armas y granadas! Salí rápido de allí. Y cuando lo hice, me alejé por completo. Dejé todos los grupos, abandoné toda asociación, corté todo vínculo. El joven con quien yo había estado saliendo quería casarse conmigo. Eso no era realmente lo que yo quería, pero me casé con él. ¡Entonces, en un plazo de tres meses, se unió al ejército! ¡Aquel hombre que había estado conmigo en el movimiento en pro de la paz se une al ejército!

Regresé a Tennessee, me matriculé en la Universidad Estatal de Austin Peay y comencé a salir otra vez con hombres. Eso fue en 1971. En aquel tiempo mi esposo, soldado, quería que me fuera a vivir con él en la base. Le pregunté: “¿Qué ocurriría en el cine cuando tocaran el himno nacional y saludaran la bandera, y yo no me pusiera de pie? ¿Qué harían conmigo todos tus compañeros de la milicia? ¿Qué ocurriría cuando me desafiaran y yo les dijera que ya hace tiempo que no siento ningún respeto por los gobiernos?”. Me daba asco lo de Vietnam. Tenía amistades que habían vuelto de Vietnam con placas de metal en la cabeza... no podía enfrentarme a aquello.

De hecho, me repugnaba tanto que, cuando mi hermano quiso que yo le comprara balas para su rifle, me negué. A lo único que él le disparaba era a los estorninos que se comían nuestras cosechas. O a los conejos, y la familia se los comía. Pero para aquel tiempo estaba tan asqueada con cualquier clase de arma que ni siquiera le compraba las balas.

Total, que mi marido se divorció de mí. Me había dado un anillo de bodas precioso, con un brillante de dos quilates. Yo no me quedaría con él. Solo lo había tenido tres meses, y podría ser que más tarde él quisiera pasárselo a sus hijos o devolvérselo a su madre.

Me mudé a Nashville y comencé a salir con el vicepresidente de una empresa. Quizás la respuesta se hallaba en las grandes empresas. Había probado el movimiento en pro de la paz, y éste era demasiado militarista, así que pensé: “Me meteré en los negocios. Eso solucionará todos los problemas”. Más o menos para aquel tiempo apareció por los alrededores un detective, y yo descubrí que el vicepresidente con quien yo estaba saliendo traficaba con artículos robados y cocaína. Uno de los otros vicepresidentes de la compañía me puso en un aprieto para que le diera toda la información confidencial sobre aquel ejecutivo. Aquello era una lucha por el poder dentro de la compañía, y yo no quería tener parte en ella. Los negocios perdieron su atractivo con gran prontitud.

Para entonces mi madre, mi querida madre, abordó a Ray y Suzi Lloyd en una reunión de los testigos de Jehová. Yo le había dicho a ella sarcásticamente que si alguna vez ella hallaba a un Testigo educado, yo estudiaría la Biblia con él. El caso fue que Ray dio una conferencia. Mamá quedó impresionada y le dijo: “Yo quiero que usted estudie con mi hija. Ella vive en Nashville”. Ray vivía en Nashville también, pero al otro extremo de donde yo vivía. Mi madre sabía que Ray y Suzi viajarían de un extremo de Nashville al otro para estudiar conmigo en mi casa remolque. Ellos sí lo hicieron. Viajaron toda aquella distancia. Y yo tenía más o menos el mismo interés que... bueno, ¡tenía tan poco interés que la situación era patética! Me decía a mí misma: “¡Oh, no, en qué lío me he metido ahora!”. Bueno, obtuve de Suzi algunos libros —los colores de éstos combinaban con la decoración de la sala— y eso fue todo por el momento.

Mudé mi casa remolque a Pleasant View y comencé a salir con el detective que había hecho la investigación con relación al vicepresidente corrupto. Yo era amoral, pero aquel detective resultó ser el mayor delincuente de todos. ¡Las cosas en que me metí con él eran tan ilegales, tan vulgares... peor que cualquier cosa que yo hubiera hecho antes! Y aquél era un detective de la policía de Nashville, un veterano con 20 años de experiencia. Yo había estado usando drogas —los médicos habían dicho en aquel tiempo que la marihuana era inofensiva, e igualmente la LSD y las drogas estimulantes—, pero cuando me pongo a pensar en algunas de las cosas que hice bajo el efecto de las drogas, me estremezco.

Había tenido algunos de los amigos más raros que uno puede imaginarse, pero aquel detective con quien salía era el peor. ¡Sentí tanta repugnancia hacia todos ellos y para conmigo misma que lo dejé todo! También estaba muy enferma en aquel tiempo, y el médico me dijo que guardara cama por seis semanas. Yo había descendido a un nivel muy bajo en verdad.

Entonces recordé a Suzi Lloyd. En verdad no sé la razón, pero sentí un impulso apremiante de llamarla y pedirle un estudio de la Biblia. La llamé, pero habían cambiado su número de teléfono. Colgué y me pregunté a mí misma: “¿Por qué la estoy llamando?”. Estaba perpleja. No tenía motivo para llamarla. Pero lo hice. Volví a levantar el teléfono, marqué su nuevo número y dije abruptamente: “Suzi, dispongo de seis semanas. ¿Quieres enseñarme acerca de la Biblia?”.

Ella lo hizo. Primero consideramos asuntos doctrinales, pero pronto ella pasó a considerar otros asuntos y me mostró la exactitud de la Biblia, su lógica, y que es inspirada. Me mostró que la Biblia es veraz, y si es veraz, entonces el Dios del cual habla tiene que existir. Ese fue el logro más importante del estudio con Suzi... el volver a creer en Dios. Estudiábamos tres veces a la semana, cuatro horas cada estudio, y después de tomar café, considerábamos textos bíblicos por otras dos horas. Después de la segunda semana, Suzi me dijo que debería asistir a las reuniones que se celebraban en el Salón del Reino, y yo hice eso también.

Terminamos el libro que estábamos estudiando junto con la Biblia. El período acordado de seis semanas había terminado. Pero ahora yo quería seguir estudiando. Para aquel tiempo estábamos estudiando en casa de Suzi, no en mi casa remolque.

Así que le dije a Suzi: “Bueno, ya terminamos, ¿no es cierto, Suzi?”.

“Así es.”

“Por lo tanto, ¿qué hacemos ahora?” Yo sabía que los Testigos generalmente estudiaban otro libro. Mi madre me había dicho eso. Estaba esperando que ella lo sugiriera, para yo aceptarlo amablemente. En vez de eso, ella dijo:

“Bueno, ya han terminado las seis semanas. En realidad, en tus manos está la decisión.”

¡Aquello truncó mis esperanzas! Solo pude decir débilmente entre dientes: “Supongo que lo dejaremos ahí”.

Al conducir de vuelta a casa noté que nunca me había sentido tan desdichada en toda mi vida. Se supone que los Testigos supliquen, ¡deben de querer que yo estudie! ¡Les estoy haciendo un favor! Así era como yo lo había considerado siempre, y ahora no había sucedido de esa manera. Me sentía tan triste y desanimada que iba llorando a lágrima viva mientras conducía por la carretera. De repente pensé: ‘Esto es una estupidez. Yo quiero el estudio. Voy a llamar a Suzi’. Detuve el automóvil, busqué una cabina de teléfono —eso no es algo fácil a medianoche— y llamé a Suzi. Ray contestó, sacó de la bañera a Suzi, y entre sollozos yo le dije que tenía que seguir estudiando.

Dos meses más tarde me bauticé. Había vendido mi casa remolque, había pagado mis deudas, y había asistido a una asamblea internacional de los testigos de Jehová que se celebró en California. Allí fue donde me bauticé. Al día siguiente de mi bautismo empecé a predicar de tiempo completo de casa en casa. Aunque tenía un empleo seglar, el primer mes dediqué 150 horas a la predicación. El siguiente mes dediqué 140 horas. Recibí el consejo de que aminorara el paso, así que solo prediqué 100 horas el tercer mes. Al poco tiempo renuncié a mi empleo y concentré la atención en hablar a otras personas acerca del Reino de Jehová.

Después de regresar a Tennessee conocí a Gary Hobson, que también es testigo de Jehová. Unos cuantos meses después, en 1976, nos casamos. Emprendimos juntos el servicio de predicar de tiempo completo, y los siguientes siete años han sido los más felices de mi vida. Todavía estamos sirviendo de tiempo completo, anunciando el Reino de Jehová.—Contribuido por Cathy Hobson.

[Comentario en la página 25]

“Aquellas lecciones de sicología ‘tan buenas’ [...] En un verano destruyeron toda pizca de fe que yo tenía en la religión”

[Comentario en la página 26]

“Creía que marchaba en pro de la paz [...] ¡Y luego oí hablar de armas y granadas!”

[Comentario en la página 26]

“¡Aquel hombre que había estado conmigo en el movimiento en pro de la paz se une al ejército!”

[Comentario en la página 27]

“Recibí el consejo de que aminorara el paso, así que solo prediqué 100 horas el tercer mes”

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