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  • Las hojas de otoño abandonan el escenario en toda su gloria

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  • Las hojas de otoño abandonan el escenario en toda su gloria
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g87 22/9 págs. 16-18

Las hojas de otoño abandonan el escenario en toda su gloria

EL FRÍO es quien se lleva el crédito, pero no tiene nada que ver con ello. Lo hacen las hojas, si bien algo las obliga. Son los mismos árboles los que lo empiezan, pero lo hacen en defensa propia. Y tras todos esos misterios está la sabiduría divina, que dirige silenciosamente el espectáculo. Sea como fuere, la representación deleita el ojo y levanta el espíritu de quienes la presencian. Para cuando el lujoso espectáculo llega a su clímax, la actuación del siguiente año ya espera entre bastidores.

El telón se levanta a principios de octubre, calladamente, sin ostentación. Empieza a desprenderse y secarse una minúscula franja de células en el punto donde el pecíolo de la hoja se une a la rama. Entre esas células y la rama comienza a formarse una capa de células suberosas. Esta es un tejido cicatrizante que se forma aun antes de que tenga lugar la caída de la hoja.

La salida a escena de las hojas de otoño ha sido perfectamente programada. Ese es tan solo uno más de los atractivos misterios tan comunes en la creación. El otoño es la estación de los días claros y las noches frescas, vigorizantes —requisitos necesarios para el lujoso y policromo espectáculo que está a punto de comenzar—. El frío no tiene ningún papel en esta función, no forma parte del reparto.

Al irse endureciendo la capa de células suberosas, la hoja se queda aislada del sistema vascular del árbol. Mientras tanto, la otra capa de células se sigue desprendiendo y secando. El flujo de savia ya no llega a las hojas, pero estas todavía tardarán unas dos semanas en caer. Estos son los días en los que el otoño está en toda su gloria. Como no tienen savia, las hojas dejan de efectuar la fotosíntesis, y la verde clorofila que queda en ellas se descompone por la acción de los rayos del Sol.

Al desaparecer el color verde, los otros pigmentos que han estado en la hoja todo el verano son los que dominan. La carotina —del latín carota (zanahoria), pigmento rojo anaranjado que da a la zanahoria su color típico— es uno de los que se destaca. La carotina es también la que da a la mantequilla su color amarillo y a la yema del huevo su tono anaranjado. Las hojas del arce del azúcar tienen carotina de una viva tonalidad que va de anaranjada a roja. El abedul tiene carotina amarilla.

¿Qué puede decirse del color carmesí del arce rojo, el tono escarlata del roble, el rojo intenso del sasafrás y el color rojo púrpura del fresno? Todos esos colores dan un nuevo aspecto a las hojas. Es solo cuando la capa de células suberosas ha obstruido por completo el flujo de savia a la hoja, que esos colores tan intensos anuncian el dramático epílogo del espectáculo otoñal. Si el clima es fresco y los días claros, la hoja continúa fabricando azúcar durante un tiempo; este se acumula y se convierte en una sustancia química llamada antocianina. Si la savia es ácida, la antocianina se vuelve roja, mientras que si es alcalina, se vuelve de color azul o de color púrpura.

El espectáculo está ahora a punto de terminar. El frío otoñal no ha participado en esta representación, no es el causante de la caída de las hojas. El mismo árbol lo hace a fin de conservar el agua. En invierno, la congelación de la tierra reduce en gran manera el aporte de agua a las raíces, y las hojas anchas de los árboles caducifolios liberan una gran cantidad de humedad. Al no recibir más agua, en poco tiempo las hojas deshidratarían el árbol. De modo que, anticipándose a esa situación, se despoja de sus hojas y cubre la herida producida con una capa de tejido suberoso cicatrizante.

Es necesario que el árbol conserve su humedad; de otro modo, el espectáculo no se podría volver a presentar al año siguiente. No habría tonos verdes en primavera ni sombra en verano ni follaje otoñal para deleitar el ojo y levantar el espíritu de quienes lo contemplan. Las yemas de primavera que se abren y producen los verdes brotes no son nuevas. Han estado allí todo el año, esperando entre bastidores hasta que el calor del Sol descongele su sistema circulatorio y permita que la savia empiece a fluir. Ahora crecen rápidamente, consumiendo la mayor parte del alimento disponible.

Al mismo tiempo, se están formando diminutas yemas, más pequeñas que la cabeza de un alfiler; agrupadas en su interior están las células de las hojas, las flores, las ramas y los brotes. Sin embargo, no será sino hasta mediados del verano cuando estas diminutas yemas recibirán el alimento que necesitan para crecer y desarrollarse. Para finales del verano, ya contienen dentro de su cubierta impermeable de escamas las hojas, las flores, los brotes y las ramas de la próxima primavera. Protegidas así para que no se sequen ni se hielen, esperan sin moverse durante siete meses, hasta la llegada de la primavera. En esta condición latente se las conoce como yemas invernales.

De modo que, mientras ustedes contemplan admirados y maravillados el lujoso y policromo espectáculo que presentan las hojas de otoño cuando abandonan el escenario en toda su gloria, recuerden que los que presentarán el espectáculo el año próximo están esperando calladamente entre bastidores hasta que llegue su turno de obsequiarles los sentidos.

Recuerden y también den gracias al Realizador del espectáculo. ¿Quién puede sensatamente negar que solo Dios es capaz de hacer árboles como esos?

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