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  • Quise cambiar el mundo
  • ¡Despertad! 1990
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¡Despertad! 1990
g90 22/3 págs. 21-24

Quise cambiar el mundo

NACÍ en junio de 1954 en la ciudad de Nueva Orleans (Luisiana, E.U.A.), y fui el quinto de once hijos. Ya que mis padres eran católicos devotos, nos enviaron a la escuela parroquial. Además de ser monaguillo, muchas mañanas me levantaba temprano para ir a misa, y desde muy jovencito aspiraba a convertirme en sacerdote católico a fin de servir a Dios y al hombre. Por eso, cuando terminé el octavo año escolar, me matriculé en el St. Augustine’s Divine Word Seminary (Seminario de la Divina Palabra de San Agustín), de Bay Saint Louis (Misisipí, E.U.A.).

Una vez allí, descubrí que los sacerdotes no eran tan santos como había creído. Encontré mentiras, habla obscena y borrachera. Un sacerdote tenía inclinaciones homosexuales, otro recibía con frecuencia la visita de la sobrina de otro sacerdote, y con el tiempo la dejó embarazada. Para solucionar la situación, se le trasladó a otra institución religiosa. Todo aquello me desengañó e hizo que se desvaneciera mi deseo de ser sacerdote, pero el anhelo que tenía de servir a Dios seguía vivo.

Vivía en el seminario y participaba en los ritos que allí se practicaban, pero cursaba mis estudios en un instituto de segunda enseñanza en el que predominaban los blancos. Allí sufrí los efectos del racismo. Yo ya había sido víctima de la discriminación racial en sus muchas formas, en especial mediante aquellos recordatorios constantes de que era de una “condición social inferior”. Junto a las fuentes de agua y en la entrada de los aseos había letreros que decían “White Only (Sólo para blancos)” y “Colored Only (Solo para gente de color)”, y en las paredes de los edificios estaban garabateadas pintadas racistas con intención insultante, como por ejemplo: “No niggers allowed (Prohibida la entrada a los negros)”.

Sin embargo, en el instituto el racismo me afectó a un nivel más personal. Los insultos despectivos, una lista interminable de chistes racistas, el favoritismo que se mostraba a los estudiantes blancos, la discriminación de los negros..., todo aquello hacía que me sintiese amargado. Al ser la minoría, algunos de los jóvenes negros que estudiaban allí vieron la necesidad de llevar cuchillos o navajas, por si acaso. Empecé a encabezar boicots y a participar en otras formas de activismo.

“¿Cómo hay gente capaz de tratar así a su prójimo?”

En mi undécimo año escolar leí el libro The Autobiography of Malcolm X (La autobiografía de Malcolm X), y su lectura me absorbió por completo. Por la noche, después de que apagaban las luces, me llevaba el libro a la cama, me tapaba completamente y lo leía a la luz de una linterna. También leí libros sobre la trata de esclavos africanos. Tenía libros con dibujos de los barcos de esclavos, en los que se podía apreciar que se transportaba a los negros apiñados como si fueran sardinas; cuando uno moría, se limitaban a arrojarlo por la borda para que lo devoraran los tiburones que seguían a aquellos barcos. Todo aquello se quedó grabado en mi memoria. De noche, cuando dormía, veía lo que les hacían a aquellas personas y me preguntaba: “¿Cómo hay gente capaz de tratar así a su prójimo?”. Empecé a odiar a los blancos.

Cuando estaba en la universidad y aparecieron por el campus los Panteras Negras, yo ya era terreno abonado para ellos. Este movimiento político creía que el poder se conseguía con las armas y que en América tenía que haber derramamiento de sangre entre las razas. Yo compartía su opinión. Quisieron que me uniese a ellos, pero no lo hice. Vendí el periódico que ellos publicaban y me drogué con ellos, pero no podía compartir su ateísmo. Aunque el catolicismo me había decepcionado debido a la inmoralidad e hipocresía de los sacerdotes del seminario, todavía creía en Dios. Fue en esa época cuando pensé seriamente en suicidarme saltando desde el puente a las aguas del río Misisipí.

Poco después apareció por el campus un Musulmán Negro que vendía el periódico Muhammad Speaks (Mahoma habla). Conversamos sobre la difícil situación del hombre negro y empecé a asistir a reuniones de los Musulmanes Negros. Ellos odiaban a los blancos —fueron los que me dijeron que el hombre blanco era el Diablo—. No es que creyesen que el hombre blanco fuese diabólico; creían que, de hecho, era el Diablo, y eso explicaba por qué los blancos cometían semejantes atrocidades contra la gente negra. ¿Qué les hicieron a los indios americanos y a los negros en la trata de esclavos? Mataron a millones de ellos, ¡eso es lo que les hicieron!

Seguro que todos no podían ser diablos

Así que me hice Musulmán Negro. Renuncié a mi apellido —pues Dugué era francés—, y lo sustituí por una X. Me convertí en Virgil X. Como Musulmán Negro, vendí su periódico y participé en otras de sus actividades con gran tesón. Creía que aquella era la manera correcta de servir a Dios, pero después de un tiempo de asociarme con este grupo, empecé a poner en duda algunas de sus enseñanzas y de sus prácticas, incluso la idea de que el hombre blanco era el Diablo.

Es cierto que durante mi vida había tenido malas experiencias con gente blanca, pero ¿podía decirse categóricamente que todos los blancos eran diablos? Pensé en el entrenador de baloncesto, que aunque era blanco, simpatizaba con los negros; en un joven abogado blanco que me representó en un caso de discriminación contra la junta de educación de Nueva Orleans, y en otros blancos decentes que había conocido durante mi vida. Seguro que todos no podían ser diablos.

Luego reflexioné en la resurrección. Los Musulmanes Negros enseñaban que cuando alguien muere, deja de existir y ahí se acaba todo. Sin embargo, yo razonaba: “Si Dios pudo crear al hombre del polvo, seguro que lo puede resucitar de la tumba”. Otra cosa que me preocupaba de los Musulmanes Negros era el aspecto económico. Yo vendía 300 periódicos Muhammad Speaks a la semana —1.200 al mes— y les entregaba el dinero a ellos. Además, teníamos que pagar unas cuotas, y una gran parte de la predicación giraba en torno al dinero. Llegó un momento en que solo dormía unas cuatro horas diarias. Dedicaba toda mi vida a los Musulmanes Negros. No obstante, ahora comenzaban a surgirme algunas dudas sobre algunas de sus enseñanzas. Todo aquello me daba vueltas en la cabeza, era como un gran peso sobre mí.

Un día de diciembre de 1974, mientras hacía mi trabajo en un centro social, todos esos pensamientos empezaron a abrumarme. Era una sensación que nunca antes había experimentado. Pensaba que me estaba volviendo loco. Tenía que salir de allí en seguida, antes de que algo malo sucediese. Necesitaba un respiro, tiempo para reflexionar adónde me estaba llevando aquella vida. Sin darles ninguna explicación, dije a mis compañeros del centro que tenía que ausentarme durante todo el día.

Rogué a Dios que me mostrase la verdad

Salí del trabajo, corrí a casa, me arrodillé y le oré a Dios. Oré por la verdad. Por primera vez, rogué a Dios que me mostrase la verdad y la organización que la poseyese. Antes había pedido en oración una manera de ayudar a los negros, que pudiese encontrar la verdadera organización racista que odiase a los blancos. Sin embargo, ahora solo oré por la verdad, cualquiera que fuese y dondequiera que estuviese. “Si eres Alá, ayúdame. Si no eres Alá, quienquiera que seas, por favor, ayúdame. Ayúdame a encontrar la verdad.”

Para entonces había vuelto a utilizar mi verdadero nombre: Virgil Dugué, y aún vivía con mis padres en Nueva Orleans. Cuando me desperté al día siguiente de haber hecho mi ferviente oración a Dios, encontré una revista La Atalaya en casa. No sé cómo llegó allí. Era raro, porque nunca antes había visto publicaciones de los testigos de Jehová en casa. Pregunté de dónde había venido, pero nadie de la familia lo sabía. Debieron echarla por debajo de la puerta.

Era el número del 15 de diciembre de 1974 (en español, el 15 de diciembre de 1975). En la portada se veía un dibujo de María y José con Jesús acostado en el pesebre, los tres personas blancas, y se planteaba la pregunta: “¿Es esta la manera de honrar a Jesucristo?”. Yo pensé: “Van a responder que sí, y dirán que hay que adorar a Jesús”. Si se hubiese tratado de cualquier otro número de la revista, probablemente no le habría prestado atención. Pero la abrí y, al echar un vistazo al primer artículo, me di cuenta de que decían que Jesús no es Dios y que no deberíamos adorarlo. Para mí aquello fue una revelación. Siempre había pensado que todas las sectas de la cristiandad adoraban a Jesús y creían que Jesús era Dios.

Sin embargo, por lo que los Musulmanes Negros me habían enseñado, yo sabía que Jesús no era Dios. Ellos leían muchos textos bíblicos que indicaban eso, incluso el de Juan 14:28: “El Padre es mayor que yo”. Enseñaban que Jesús era un profeta y que a Elijah Muhammad, líder de los Musulmanes Negros, se le consideraba el último profeta. Por esta razón, aunque sabía que Jesús no era Dios, cuando lo leí en aquella revista fue como si se me hubiese quitado un peso de encima. Al terminar de leer el artículo, me quedé allí sentado, atónito. No sabía qué pensar. No estaba convencido de que aquello fuese la verdad, pero, por primera vez, me di cuenta de que no todas las religiones llamadas cristianas celebraban la Navidad u otras fiestas paganas. Ya que había orado por la verdad, pensé: “¿Pudiera ser esto la verdad? ¿Es esta la respuesta a mi oración?”.

Busqué en el listín de teléfonos todas las iglesias que se llaman cristianas. Telefoneé a cada una de ellas y tan solo pregunté: “¿Celebran ustedes la Navidad?”. Cuando me contestaban que sí, colgaba. Por último, solo me quedaba telefonear a los testigos de Jehová. ¿Pudiera ser aquello una respuesta a mi oración? Yo nunca les había escuchado, así que quizás ya iba siendo tiempo de hacerlo. Telefoneé a su Salón del Reino. El hombre que atendió mi llamada era blanco. Él quería venir a mi casa y estudiar la Biblia conmigo, pero yo obraba con cautela. Dije que no. Él era blanco, y todavía cabía la posibilidad de que fuera el Diablo.

Hice preguntas y recibí respuestas

Así que hablamos por teléfono. Por primera vez en mi vida, me sentía satisfecho. Le llamaba todos los días, le hacía más preguntas y recibía más respuestas. Él me presentaba pruebas y respaldaba todo lo que decía con textos de la Biblia. Aquello me dejó impresionado. Era la primera vez que alguien había utilizado la Biblia para responder a mis preguntas. Conseguí una Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras que tenía una pequeña concordancia al final. La estudié detenidamente y aprendí muchas verdades más.

Al cabo de un mes me trasladé a Dallas (Texas, E.U.A.), y una vez establecido, llamé al Salón del Reino de aquella localidad. La persona que atendió mi llamada me recogió y me llevó a una reunión que se celebraba en el Salón, donde me presentaron a un Testigo que concordó en estudiar conmigo. Yo iba a su casa para el estudio. Ya que sentía tanta hambre espiritual, estudiábamos tres veces a la semana y cada sesión de estudio duraba varias horas. Se llamaba Curtis. Cuando llegaba a su casa del trabajo, me encontraba esperándole en la puerta. Tuvo mucha paciencia conmigo. Yo no me había dado cuenta de que los estudios bíblicos de casa normalmente se conducían una vez a la semana y solo por una hora, y Curtis nunca me lo dijo. Empezó a estudiar conmigo en enero o febrero de 1975 y para mayo del mismo año terminamos el libro La verdad que lleva a vida eterna.

Poco después regresé a Nueva Orleans, me asocié con los Testigos en el Salón del Reino y empecé a ir de casa en casa predicando las buenas nuevas del Reino. En vista del afán que había manifestado en mis tiempos de Musulmán Negro, cuando dedicaba 100 ó 150 horas al mes a vender periódicos Muhammad Speaks y dormía solo cuatro horas diarias, yo opinaba que ahora, como testigo de Jehová, tenía que manifestar el mismo afán. Así que además de estudiar, predicaba y conducía muchos estudios bíblicos en las casas de otras personas. Recuerdo que una vez me entrevistaron durante una Reunión de Servicio, y el presidente del programa me preguntó:

—¿Cuánto tiempo dedicaste al servicio del campo el mes pasado?

—Unas cien horas.

—¿Cuántos estudios bíblicos conduces?

—Diez.

Se oyó un murmullo por todo el auditorio. La causa eran las cifras tan altas, pero yo pensé: “¿Acaso dije algo que no debía? ¿Será que no estoy haciendo suficiente?”.

Veo realizadas mis aspiraciones

Progresé hasta el punto de la dedicación, y el 21 de diciembre de 1975 me bauticé. Al año siguiente Jehová me bendijo con una maravillosa esposa, Brenda, a quien conocí el día de mi bautismo. Entonces, era publicadora del Reino de tiempo completo y siguió siéndolo cuando nos casamos. Dos años después, en 1978, también emprendí ese mismo servicio. A los dos años, en 1980, a Brenda y a mí se nos invitó para que formáramos parte de la familia de Betel de Brooklyn (Nueva York), la central mundial de los testigos de Jehová, y allí es donde hemos estado sirviendo desde entonces.

Cuando repaso mi vida, vienen a mi memoria los años cuando, siendo yo jovencito, aspiraba a ser un sacerdote católico a fin de servir a Dios y al hombre. Reflexiono en mi búsqueda de un propósito en la vida, primero con los Panteras Negras y luego con los Musulmanes Negros, y recuerdo lo decepcionado que me quedé con estos movimientos, al igual que con el sacerdocio. A pesar de todo, mi fe en Dios nunca tambaleó. Doy gracias a Jehová por rescatarme de mis erróneos comienzos religiosos y políticos y por ponerme en el camino que conduce a la verdad y la vida.

¡Por fin he visto realizadas mis aspiraciones de servir a Dios y al hombre!—Según lo relató Virgil Dugué.

[Fotografía en la página 23]

Virgil y Brenda Dugué

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