Mi vida como enferma de lupus
La escena es siempre la misma. El médico entra en la sala de reconocimiento y se sienta enfrente de mí. Con una cariñosa sonrisa y el bolígrafo en la mano, me pregunta: “Bueno, Robin, ¿cómo te encuentras?”. Mientras trato de recordar con todo detalle las pasadas cuatro semanas de verdadera angustia, el doctor asiente con la cabeza y anota rápidamente mis síntomas. ¿Cuál es la razón de estas visitas? Yo soy una de los muchos miles de personas que padecen una enfermedad autoinmune llamada lupus. ¿Se pregunta usted qué enfermedad es esa? Si así es, permítame que le narre mi historia.
SUPONGO que podría decir que tuve una infancia bastante normal. Nací en 1958 y fui hija única. Mis padres me criaron en el noroeste de Estados Unidos y desde bien pequeña mi madre me inculcó la idea de que siempre debería servir al Creador, Jehová Dios, en cualquier capacidad que pudiese.
Cuando me gradué de la escuela en 1975, decidí buscar un trabajo de media jornada con el fin de dedicar más tiempo al ministerio de predicar la Palabra de Dios. Estaba contenta con la vida que llevaba y no pensaba cambiarla. Lamentablemente, la situación iba a variar y las cosas cambiarían para mí.
Un cambio a peor
A los veintiún años mi salud empezó a deteriorarse. Los problemas físicos comenzaron en una parte del cuerpo y luego se extendieron a otra. Los médicos fueron capaces de localizar algunos de los problemas y los eliminaron mediante cirugía, pero como otros seguían siendo un misterio, los médicos no solo dudaban de si eran reales sino también de mi estabilidad mental y emocional. Parecía que mi organismo abría las puertas a las infecciones. Sentía una gran frustración y ansiedad, y siempre estaba buscando algún médico que pudiese encontrar una solución a mi problema.
En una de las temporadas que me encontraba mejor conocí a Jack, y en 1983 nos casamos. Yo pensaba que tan pronto como pudiera tener una vida más tranquila al pasarse el estrés y el agotamiento de la boda, así como el período de adaptación al matrimonio, mi salud también terminaría por mejorar.
Recuerdo cierta mañana de febrero que me desperté con planes de pasar el día haciendo una serie de diligencias domésticas, pero noté una sensación muy extraña en los músculos, como si no quisieran cooperar entre sí. Me sentía temblorosa por dentro, y cuando trataba de recoger algo, se me caía de las manos. “Quizás tan solo se deba a que estoy demasiado cansada”, me decía yo misma para animarme.
A medida que transcurría el día, notaba sensaciones cada vez más extrañas. El frío y el entumecimiento se alternaba con dolores inflamatorios que me bajaban por el cuello, los brazos y las piernas. De hecho, aquellos síntomas me hicieron sentir tan mal que tuve que acostarme hasta que Jack regresó del trabajo. Al anochecer tenía unas décimas de fiebre, y me sentía tan débil y mareada que apenas podía volver a meterme en la cama. Al no saber a qué atribuir aquello, pensamos que sería la gripe. Parecía razonable, pues en la zona donde vivíamos se había producido un brote de esta enfermedad.
Cuando me desperté al día siguiente me encontraba mejor, al menos durante unos minutos. Sin embargo, en seguida empezaron de nuevo los dolores, en especial por las piernas y los tobillos. Ya no tenía fiebre, pero todavía me sentía muy débil. Los síntomas de gripe se alternaban con otros muy singulares. Recuerdo que me preguntaba a mí misma una y otra vez: “¿Es posible que esto no sea más que un tipo de gripe?”. Con el transcurso de los días, había ocasiones en las que me encontraba tan mal que apenas podía levantar la cabeza de la almohada.
Busco ayuda
Dos semanas más tarde y después de haber perdido cuatro kilogramos, decidí que ya era tiempo de ir al médico. El día de la consulta fue el peor que había tenido. El dolor era tan intenso que me sentía como si alguien me estuviese arrancando los músculos y clavándome cuchillos calientes al mismo tiempo. Para colmo, estaba sumida en una profunda depresión. Me senté en el borde de la cama y no podía dejar de llorar.
La primera vez que visitamos al médico no supimos de inmediato lo que me sucedía. Me hicieron diferentes análisis de sangre para varios tipos de enfermedades infecciosas. Solo uno resultó positivo, e indicaba que había una gran inflamación en mi organismo. En vista de que después de varias semanas seguía sin experimentar mejoría alguna, consulté con otro médico de la misma clínica. Volvieron a hacerme análisis, y de nuevo solo uno de ellos, el mismo que antes, indicaba que había algo anormal. Ninguno de los dos médicos tenía una idea concreta de lo que me pasaba, así que pensaban que no era más que un virus malo.
Pasaron las semanas, y yo no experimentaba ninguna mejoría importante. Finalmente, dos meses después de que empezase mi enfermedad, fui a ver a otro médico de la clínica que me había tratado de niña cuando tuve algunas enfermedades de poca importancia. Tenía la confianza de que él podría identificar esta misteriosa afección.
Este médico, para desánimo mío, no me trató como yo esperaba. En lugar de escucharme con atención cuando le explicaba los síntomas tan raros que tenía, en seguida se quitó de encima mi caso como si yo fuese una neurótica, dando a entender que mis extrañas quejas se debían a que era recién casada. No podía dar crédito a lo que oía mientras trataba de contener mis lágrimas de ira y dolor. De todas formas, el médico concordó en repetir el análisis que había dado “positivo”. Siempre agradeceré que me hicieran aquel análisis.
Después de salir de la clínica, estuve llorando durante dos horas. Yo sabía que tenía algún problema físico, pero parecía que nadie quería tomarme en serio. Al día siguiente por la tarde recibí una llamada telefónica de la consulta del doctor diciéndome que en mi análisis de sangre había vuelto a salir algo anormal. Me enviaron a un reumatólogo (especialista en el tratamiento de las afecciones reumáticas). Me alivió ver que por fin alguien se daba cuenta de que existía un problema de verdad, pero ¿por qué me enviaban a un reumatólogo? ¿Cómo era posible que una afección reumática me hiciera sentir de aquella manera?
Un diagnóstico difícil de aceptar
Dos semanas después Jack y yo estábamos sentados en la consulta del especialista. Tras las formalidades iniciales, comencé a explicarle mi historia. Para sorpresa mía, su diagnóstico fue inmediato, pero desde luego no era lo que nosotros esperábamos. Quedamos muy aturdidos cuando dijo que padecía de una enfermedad del tejido conjuntivo, conocida en la actualidad como una enfermedad autoinmune, y que él sospechaba que se trataba de lupus eritematoso sistémico (lupus, para abreviar). ¿Iba a estar toda mi vida igual? Me asustaba la idea de estar siempre enferma.
El médico nos explicó que aunque ahora ellos pueden diagnosticar enfermedades de esta naturaleza con más facilidad que en el pasado, todavía es relativamente poco lo que saben sobre sus causas y, por lo tanto, no tienen curación. También nos enteramos de que, debido a algún fallo en el sistema inmunológico, el organismo ya no puede distinguir entre sí mismo y los agentes extraños que lo invaden, por lo que no cesa de fabricar anticuerpos contra los propios tejidos corporales. Es como si el organismo se rechazase a sí mismo. Estos anticuerpos atacan y producen lesiones en el tejido conjuntivo, y también libran una batalla contra los principales órganos del cuerpo. A menos que la enfermedad remita por completo, los anticuerpos casi siempre provocan una sintomatología de dolor e incomodidad por todo el cuerpo.
Debido a la naturaleza de la enfermedad, los síntomas varían y con frecuencia difieren de una persona a otra. Algunos de los síntomas que yo padezco son dolores musculares y articulares, inflamación cutánea, palpitaciones rápidas o intensas, sensación de ahogo, dolores pleurales, náuseas, dolores y presión en la vesícula, mareos, pérdida del equilibrio y fuertes dolores de cabeza, con efectos sutiles en el sistema nervioso central que resultan en problemas de concentración, cambios de temperamento y depresión. Muchísimos días la inflamación interna me produce tal dolor que parece que tuviera en carne viva todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies.
Otro síntoma de esta enfermedad es una fatiga tan agobiante, que a veces llega al grado de impedir que me levante cuando me despierto por la mañana. Otras veces la fatiga se apodera de mi cuerpo cuando menos lo espero. Siento que se me van las fuerzas por completo, y me quedo sin poder hacer el más mínimo esfuerzo, como, por ejemplo, enroscar el tapón del tubo de pasta dentífrica. Un factor que puede empeorar mis síntomas de fatiga y otros, es la exposición a los rayos ultravioletas de la luz solar.
Nuevos ajustes
Llevaba dos meses sin poder asistir a ninguna reunión de los testigos de Jehová, de modo que lo primero que traté fue de reunir suficientes fuerzas para poder asociarme de nuevo con mis hermanos espirituales. Aunque representaba un gran esfuerzo y disciplina por mi parte, me obligué a hacer ejercicios. Por fin, con la ayuda de Jack me fue posible asistir al menos a algunas de las reuniones. Con el transcurso del tiempo, mi resistencia aumentó hasta el punto de poder atender algunas de las tareas domésticas y participar otra vez en la actividad de predicar el Reino. Estaba entusiasmada con mi mejoría de salud y seguía tratando de hacer cada vez más. Lamentablemente, aquello fue un gran error, pues descubrí por las malas que extralimitarme suponía sufrir una recaída.
Mi peor enemigo quizás sea el estrés, y es absolutamente necesario que lo evite. Tengo que decir que aprender a aflojar el paso ha sido uno de los ajustes más difíciles que he tenido que hacer. Como me gusta ser muy activa, tengo que establecer mis prioridades y recordar que si me extralimito experimentaré total agotamiento, irritabilidad, depresión y ataques de llanto. Trato de tener días fijos para ciertas tareas, pero, como un día estoy bien y otro mal, me resulta casi imposible atenerme a un horario. Cuando tengo que realizar tareas pesadas, incluso los días que me encuentro mejor necesito descansar entre una tarea y otra. Ahora dejo algunos quehaceres domésticos para que los haga Jack, y eso es otro ajuste que ambos hemos tenido que hacer.
Cómo pueden ayudar otros
Los amigos verdaderos también pueden proveer consuelo al enfermo. Saber que ellos comprenden la situación puede reducir mucho el estrés. Sin embargo, como todos somos imperfectos, los demás no siempre disciernen qué es lo que la persona quiere oír. Lo que pudiera parecer un cumplido o unas palabras de ánimo a los oídos de quien lo dice, puede parecer todo lo contrario a la persona que no se encuentra bien. Cuando alguien se me acerca y me pregunta cómo me encuentro, casi siempre dicen algo como: “Pues tienes muy buen aspecto”. Comentarios como este tienden a hacerme pensar que dudan de que estoy enferma de verdad o de que ya que por fuera se me ve bien, debería estarlo también por dentro. Lamentablemente, la apariencia exterior de los enfermos de lupus puede ser muy engañosa. Los pacientes suelen tener un aspecto saludable, en especial en el caso de las mujeres si llevan el cabello arreglado y van maquilladas.
Recuerdo a alguien que se me acercó cierta noche después de una de las reuniones de congregación y me dijo: “¡Cuánto me agrada verte! Sé que no siempre te resulta fácil venir, pero nos alegramos de verte aquí esta noche”. Palabras como estas hacen que el enfermo vea que otros comprenden hasta cierto grado la situación.
También es fácil que la persona que lucha contra una enfermedad se sienta socialmente excluida debido a sus altibajos de salud. En vista de que van apareciendo nuevos síntomas de forma inesperada, la mayoría de los planes tienen que ser tentativos. La enfermedad cambia tanto, que con frecuencia hay que cancelar al último minuto planes que se habían hecho tan solo hace dos horas. Es por eso que gran parte de mi vida la paso con temor y ansiedad.
Cómo hago frente a mi enfermedad
Tal vez usted se pregunte cómo soy capaz de hacer frente a una enfermedad que causa estragos a mis emociones y pone tantas restricciones a mi vida. Pues bien, ni que decir tiene que es una dura prueba, no solo para mí sino también para Jack. Al no poder participar en muchas de las actividades que otras personas quizás consideran normales, he aprendido a apreciar el placer de cosas más sencillas, como el preparar una comida especial para Jack, pasar tiempo con mi familia, o tan solo sentarme y acariciar a mi gatito.
Debido a lo sensible que soy a la luz solar, tengo que tomar medidas protectoras cuando participo en la actividad de predicar. Se me ve de lejos; soy la que lleva una sombrilla de colores. Pero como el calor me debilita mucho, evito salir a la calle los días muy calurosos. También, como no tengo muchas energías para la testificación de casa en casa, busco otros medios de hablar a la gente acerca de la esperanza que la Biblia da para el futuro.
Algo que me ha ayudado a no pensar en términos de “pobre de mí” ha sido tratar de enfocar mi atención en las cosas positivas de la vida, y no en las negativas. Mi mayor lucha es aprender a no exigirme demasiado para no tener que reprenderme por no llegar a todo. Pero aun con un punto de vista positivo, tengo momentos de depresión, de frustración y de verter muchas lágrimas. Cuando me encuentro muy mal y veo que se apodera de mí la tristeza, trato de recordar que todo eso pasará, y que si confío más en Dios, lo superaré.
He llegado a apreciar de verdad la compasión y misericordia de Jehová Dios, y muchas veces recuerdo las palabras de Job 34:28: ‘Y así él oye el clamor del afligido’. Sí, la humanidad está enferma en más de un sentido. Necesitamos una ayuda que ni siquiera los médicos más diestros son capaces de proveernos. Pero creo firmemente que Jehová pronto cumplirá lo que dice el primer texto bíblico que aprendí de pequeña. Entonces, “ningún residente dirá: ‘Estoy enfermo’”. (Isaías 33:24.) ¿No parece maravilloso? A mí sí me lo parece.—Según lo relató Robin Kanstul.
[Fotografía en la página 23]
Jack y Robin en la actualidad
[Recuadro en la página 21]
¿Qué es el lupus?
El lupus es una enfermedad inflamatoria recurrente y, de momento, incurable. Se trata de un trastorno autoinmune que hace que los anticuerpos se vuelvan en contra de todos los órganos vitales del organismo. Sin embargo, el lupus no es una enfermedad infecciosa, contagiosa ni cancerosa. ¿Hasta qué grado puede llegar a ser grave? Puede ser tan solo un trastorno leve, o poner en peligro la vida del paciente. Su nombre proviene de la palabra latina para “lobo”, pues a muchas personas que lo padecen les salen unas manchas rojizas en el rostro, que dibujan una forma parecida a la de las marcas faciales de un lobo. La causa de esta enfermedad permanece desconocida.