Hemos aprendido a sobrellevar la epilepsia
Me despertó un grito gutural. Me levanté de la cama de un salto antes de darme cuenta de que procedía de Sandra, mi esposa. Unas convulsiones la sacudían con violencia, tenía los ojos en blanco y no respiraba. Se le habían amoratado los labios y de la boca le salía una baba sanguinolenta. Creí que se moría. Le di unas palmadas en la cara pensando que eso la haría volver en sí. Como las convulsiones continuaban, corrí al teléfono y llamé al médico. Mi esposa explicará lo que sucedió.
CUANDO desperté aquella mañana, oí susurros y me di cuenta de que no estaba en mi cama. Continué con los ojos cerrados, escuchando. Oí la voz de mi marido, y también la de mi madre y la del médico. ¿Qué había pasado?
Abrí los ojos y noté su preocupación. Al tratar de incorporarme, un horrible dolor de cabeza me hizo ver que el motivo de su preocupación era yo. Así fue como se presentó en nuestra familia la epilepsia, una afección caracterizada por ataques convulsivos. Aquello sucedía en 1969, cuando David (mi marido) y yo teníamos tan solo veintitrés años.
Se alteran las metas de nuestra vida
Me crié en el seno de una familia de testigos de Jehová, y a los cinco años comencé a participar con mis padres en la obra de predicar públicamente. Mientras veía bautizarse a una de las personas que habían estudiado conmigo la Biblia, me puse la meta de ser misionera. Durante las vacaciones escolares participaba en el servicio de precursor, término que utilizamos para referirnos al ministerio de tiempo completo, y en 1964, cuando me gradué de la escuela secundaria, emprendí el servicio de precursor permanentemente.
Al escuchar los discursos bíblicos tan buenos que pronunciaba David y enterarme de que él también quería seguir una carrera de servicio especial a Jehová, pueden adivinar lo que sucedió. Nos casamos y juntos hemos tenido mucho éxito en ayudar a otros a aprender los caminos de Jehová.
¿Se imaginan la emoción que sentimos cuando en abril de 1970 recibimos la invitación de asistir a la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower para misioneros? Rellenamos nuestras solicitudes. A la mía adjunté una nota mencionando que aunque no creía que fuese preocupante, durante el pasado año había sufrido dos ataques convulsivos. Pronto recibimos una bondadosa carta diciéndonos que hasta que no pudiese estar tres años seguidos sin sufrir ningún ataque, no sería sensato enviarnos a un país extranjero. A los pocos días sufrí el tercer ataque.
Ya que no nos era posible ir a Galaad, esperábamos poder trabajar en la central mundial de los testigos de Jehová en Nueva York. En una reunión celebrada aquel verano y presidida por Nathan Knorr, el entonces presidente de la Sociedad Watch Tower, solicitamos ese servicio. Durante su entrevista con nosotros, él explicó con bondad las razones por las que el trabajo en Betel sería difícil para mí. Dijo que para que se nos aceptara como betelitas tendría que estar tres años sin sufrir ningún ataque. De todas formas, aceptó nuestras solicitudes y se las guardó en el bolsillo. Seis semanas después recibimos una asignación para servir de precursores especiales en Pensilvania.
Las dificultades de luchar contra la epilepsia
Al principio transcurrían meses entre un ataque y otro, pero luego se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Nunca he visto a nadie sufrir una crisis del gran mal, lo único que sé es cómo se siente la persona que lo sufre. Primero viene el aura epiléptica: una breve sensación de desorientación que puede compararse con la que se experimenta al ver titilar la luz del sol a través de las ramas cuando se pasa a mucha velocidad por una carretera flanqueada por árboles. Esta sensación dura poco, y entonces pierdo el conocimiento.
Me despierto con dolor de cabeza; puedo pensar, pero no me es posible expresar mis pensamientos, todo está confuso. Tampoco soy capaz de entender lo que me dicen. Estos efectos van desapareciendo a las pocas horas. Es desanimador y a veces bochornoso despertar en un lugar diferente y enterarse de que has tenido otra convulsión, sobre todo si ha sucedido durante una asamblea cristiana.
Si cuando me da un ataque la persona que me atiende no tiene experiencia en este campo, o si estoy sola en esos momentos, me muerdo la parte interior de la boca o me clavo los dientes en la lengua y luego pasan días hasta que se me cura. David se ha hecho muy diestro en cuidarme, así que es mucho mejor cuando está conmigo. Él sabe que me ha de poner algo dentro de la boca para protegerla, o de lo contrario estaré dolorida durante días o, peor aún, podría ahogarme.
Se necesita algo que proteja la boca y que no encierre peligro. David descubrió muy pronto que libros pequeños como La verdad que lleva a vida eterna son del tamaño perfecto y siempre están a mano. Tenemos una considerable colección de libros pequeños con señales de mis dientes en una esquina.
¿Cuáles son las causas?
Los ataques convulsivos pueden ser síntoma de muchos problemas de salud. Nuestras amistades, preocupadas por mi estado, recortaban artículos que trataban sobre las posibles causas de las convulsiones, como por ejemplo una columna vertebral desviada, un desequilibrio de vitaminas o minerales, un desequilibrio hormonal, hipoglucemia y hasta parásitos. Puse en práctica a rajatabla todos los remedios que me decían. Fui a muchos médicos diferentes y me hicieron un sinfín de pruebas. Lo único que nos dijeron es que estaba muy sana, pero yo seguía teniendo ataques.
Cuando sufría otro ataque, mi familia y mis amistades solían decirme: “Tendrías que cuidarte más”. Esas palabras llegaban a herir mis sentimientos. Era como si opinasen que hacía algo para provocar los ataques y la verdad es que precisamente me esforzaba todo lo posible por cuidar de mi salud. Al mirar atrás me doy cuenta de que la reacción de ellos era natural, pues lo que les ocurría, al igual que a mi marido y a mí, es que les costaba aceptar la epilepsia. Tal como el apóstol Pablo, yo también tenía problemas con mi “espina en la carne”. (2 Corintios 12:7-10.)
En 1971, al nacer nuestra primera hija, dejé el servicio de precursor y decidimos que tenía que ir a un neurólogo. Me sometieron a una serie de pruebas rutinarias. Primero me hicieron un escáner para determinar si había algún tumor cerebral con resultados negativos. Luego me examinaron las ondas cerebrales con un electroencefalógrafo, y esa prueba para mí tuvo su lado gracioso.
Me dijeron que no durmiera mucho la noche antes y que no tomase ninguna bebida estimulante. Al día siguiente tuve que acostarme en una incómoda camilla muy plana situada en una habitación fría, y me colocaron electrodos por el rostro, por la cabeza y hasta en los lóbulos de las orejas. Entonces el técnico me dejó sola en la habitación, apagó las luces y me dijo que me durmiese. Ante el más leve movimiento que hiciese, le oía a través de un altavoz diciéndome: “Estése quieta, por favor”. Incluso en esas condiciones, me dormí. David siempre se burlaba de mí diciendo que podía dormirme en cualquier lugar y en cualquier momento.
Llegó el diagnóstico. Se había descubierto una pequeña lesión en la parte delantera del lóbulo temporal del cerebro, causada, lo más probable, por un parto muy difícil cuando nací o por una fiebre muy alta durante los primeros meses de mi vida. Preguntaron a mis padres, lo cual fue muy doloroso para ellos, y dijeron que ambas posibilidades eran probables. Así que se nos comunicó que el tipo de epilepsia que padezco no es hereditario.
La lucha por controlarla
Ahora empezaron unos años de terapia a base de fármacos, una forma de tratamiento que para mí fue espantosa. El primer fármaco que probé me provocó una mala reacción y el segundo no me hizo nada. Con el tercero —Mysoline— conseguimos controlar hasta cierto grado los ataques convulsivos. Aunque era un sedante flojo, necesitaba cinco comprimidos diarios. Los demás notaban los efectos que ese fármaco producía en mí, pero pronto pude tolerarlo. Llevaba un brazalete que me identificaba como epiléptica y que ponía el nombre del fármaco.
Estuve el suficiente tiempo sin tener ataques como para que volvieran a concederme el permiso de conducción. Poder conducir era muy importante para mí, pues en esa época vivíamos en una zona rural y yo quería volver a emprender mi servicio de precursora. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de empezar, en el otoño de 1973, nos enteramos de que esperábamos otro hijo. Así que no empecé el precursorado y, en su lugar, decidimos trasladarnos a una pequeña congregación en la región apalachiana de Ohio (E.U.A.), donde se necesitaba la ayuda de algunas familias. Nos establecimos en una pequeña ciudad de 4.000 habitantes en la que entonces no había ningún testigo de Jehová.
Al poco de trasladarnos allí, fui a otro neurólogo. Aunque no tenía convulsiones ni pérdida de conciencia, todavía me daban crisis parciales que me dejaban confusa. El médico añadió un segundo fármaco —Fenobarbital— al que ya estaba tomando, lo que subió el total de comprimidos diarios a nueve.
Es difícil para mí hablar de los dos años siguientes, y debido a la deplorable condición en la que me dejaron los fármacos, no estoy demasiado segura de poder explicar adecuadamente lo que me pasó. Permítanme decir tan solo que Filipenses 4:7 se convirtió en mi texto favorito. Allí dice: “La paz de Dios que supera a todo pensamiento guardará [...] sus facultades mentales”.
Los fármacos me hacían hablar y actuar más despacio, y también afectaron mi memoria. Además, mi personalidad cambió, y me sentía deprimida y enfadada la mayor parte del tiempo. David era quien solía sufrir mi mal carácter y tuvo que orar mucho para no responder de la misma manera a ese comportamiento anormal. Además, teníamos dos niñitas de edad preescolar que atender. Los ancianos cristianos de nuestra congregación nos animaban mucho cuando nos encontrábamos muy decaídos.
En la primavera de 1978 decidí, en contra del buen juicio de David, interrumpir la medicación. Necesitaba desesperadamente un poco de alivio. Con cuidado eliminé medio comprimido cada dos semanas. Era como despertar de una pesadilla. Me sentía tan alegre que hasta el cielo me parecía más azul.
Como seguía sin ataques, el 1 de septiembre de 1978 empecé de nuevo el precursorado. David se sentía muy orgulloso de mí y yo estaba muy contenta. Lo que sucede es que como los sedantes se acumulan en el organismo, pasa un tiempo hasta que desaparecen por completo. La segunda semana de octubre, después de solo seis semanas de precursorado, volvieron las convulsiones, peores que nunca y con un intervalo de solo tres días. Después del quinto ataque fuimos a un nuevo neurólogo.
“Es mejor estar muerta que tomar tantos medicamentos”, le dije.
Y él contestó: “Y lo estará si no los toma. Y entonces, ¿qué será de sus hijas?”.
Aprendo a vivir con la epilepsia
Aquella semana comencé a tomar un nuevo fármaco para controlar los ataques convulsivos: Tegretol. La dosis diaria era de cinco comprimidos de 250 miligramos. Este fármaco es diferente de los demás que he tomado porque no se acumula en el organismo ni altera los procesos mentales.
No obstante, aún así tuve que estar otra temporada sin poder conducir, y como vivíamos aislados de cualquiera que pudiera llevarme a predicar entre semana, me hundí. David me animó diciendo: “¿Por qué no esperas hasta la primavera para dejar el precursorado? No hagas ningún cambio drástico ahora”.
Estaba determinada a comprobar si Jehová bendeciría mis esfuerzos si lo ponía a prueba. Las palabras registradas en Lamentaciones 3:24-30 significaron mucho para mí. Tenía algo ‘impuesto sobre mí’, e iba a mostrar “una actitud de espera”. También empecé a ver la medicación con otros ojos, como una amiga.
Cara ya iba a la escuela y Esther tenía cuatro años, así que Esther se convirtió en mi compañera de precursorado. Caminábamos con dificultad a través de gruesas capas de nieve y aguantando el frío. Para la primavera toda la ciudad sabía quiénes éramos.
Durante todo aquel tiempo tomé la medicación con mucho cuidado. Si tomaba los comprimidos demasiado seguidos, me provocaba un grave efecto de visión doble, pero con que olvidara dos o tres comprimidos, me daba una crisis del gran mal. Durante el primer año me hacían un nuevo análisis de sangre a intervalos de entre tres y seis semanas para asegurarse de que los medicamentos no me estuviesen produciendo graves efectos secundarios.
Para los epilépticos es importante que las actividades cotidianas como el comer, el dormir y otras sigan un buen horario, y yo tenía mucho cuidado al respecto. Eso me permitió cumplir con mis horas de precursora durante aquel invierno. Con el tiempo conseguí controlar los ataques, de modo que pude volver a conducir y he podido continuar en el servicio de precursor hasta hoy.
Cara ya se ha graduado de la escuela secundaria y ahora también es precursora. Y Esther, desde aquel invierno que me acompañó, siempre ha tenido el espíritu de precursora. En cierta ocasión, con motivo de una asamblea de distrito, se pidió que los precursores se pusieran en pie. Cuando miramos a nuestro alrededor vimos a Esther, que solo tenía cuatro años, de pie encima de la silla. Ella también se consideraba precursora.
Estoy muy agradecida de servir a Jehová con David y con muchos otros con los que hemos estudiado la Biblia. Mi oración de que David también pudiese emprender de nuevo el servicio de precursor ha sido contestada. Él sirve además de superintendente de asamblea en nuestras asambleas de circuito y también de superintendente viajero sustituto. Ambos tenemos la firme convicción de que pronto, en el justo nuevo mundo de Dios, Jesucristo llevará a cabo a escala mundial la curación de todos los afligidos, incluidos los epilépticos. (Mateo 4:24.)—Según lo relató Sandra White.
[Fotografía en la página 15]
Con mi marido e hijas