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¡Despertad! 1990
g90 8/7 pág. 31

Una sombra sobre la luna

ERA una noche templada de mediados del mes de agosto, invierno en Brasil. Podía verse la luna llena en el cielo sin nubes. La gente había salido a los balcones o se había reunido a lo largo de las carreteras, colocando sus cámaras fotográficas sobre trípodes o enfocando sus prismáticos. Por todas partes se oía el murmullo de conversaciones, todas ellas con un mismo tono de expectación.

¿Por qué tanta emoción? Era el 16 de agosto de 1989, y a las 10.21 de la noche comenzaría un eclipse lunar total. Aquí en el campo, donde el aire no está tan contaminado, la vista prometía ser espectacular. Justo a la hora prevista, la Luna comenzó a entrar lentamente en la sombra que la Tierra proyecta en el espacio, que, debido a la forma esférica de la Tierra, es curva. En el siglo IV a. E.C., esa sencilla observación ayudó al filósofo griego Aristóteles a determinar que la Tierra tenía que ser esférica.

Cuando la Luna se fue introduciendo en la sombra, los espectadores empezaron a proferir exclamaciones de admiración. La Luna adquiría un tono anaranjado. Tal como sucede durante una hermosa puesta de sol, la atmósfera terrestre intercepta la luz solar, dispersa los rayos de luz azul y deja pasar sin estorbos los de luz roja y anaranjada. Después de noventa y siete minutos, la Luna quedó completamente sumergida en la sombra. Entonces empezó a aparecer de nuevo, saliendo lentamente hacia la luz solar.

Algunos de los que aquella noche observaron la Luna se quedaron hasta las 2.00 de la madrugada para ver todo el espectáculo. Sentían que había merecido la pena. Habían visto una muestra extraordinaria del poder y la sabiduría del Creador del universo. La Biblia dice que Él hizo ‘las dos grandes lumbreras, la mayor para dominar el día y la menor para dominar la noche’, y que estas tenían que “servir de señales y para estaciones y para días y años”. (Génesis 1:14, 16.)

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