La matriz: Nuestro maravilloso primer hogar
¡NUESTRO primer hogar! ¡Qué lugar tan maravilloso! Era cálido y acogedor. Estaba repleto de alimento, y en él nos encontrábamos seguros y protegidos.
Pasamos allí varios meses, durante los cuales nos desarrollamos y crecimos. Al poco tiempo se nos fue quedando más y más pequeño, hasta que un día casi no nos podíamos ni mover. ¡Hasta es probable que para entonces estuviésemos cabeza abajo! Después sentimos de repente que unas fuerzas poderosas ejercían presión sobre nosotros, y de un empujón salimos por la puerta de nuestra casa al frío, al ruido y a la claridad del mundo exterior.
¿No recordamos nada de eso? No es de extrañar. Sin embargo, hoy estamos vivos gracias a ese maravilloso lugar en el que pasamos nuestros primeros meses de existencia: la matriz de nuestra madre. Estaba perfectamente diseñada para nosotros, para suministrar toda la nutrición y protección que necesita una criatura que está desarrollándose. ¿Por qué no volvemos al pasado y visitamos la matriz, ese órgano maravilloso que nos sirvió de primer hogar?
Nos espera una calurosa acogida
Nuestra vida probablemente comenzó en camino a este excelente hogar. Un óvulo maduro de nuestra madre descendía por un estrecho conducto llamado trompa de Falopio. Mientras tanto, millones de espermatozoides de nuestro padre subían por el mismo conducto para encontrarse de frente con ese óvulo. Un espermatozoide consiguió fertilizar el óvulo, y así fue como llegamos a existir.
Para entonces ya se estaban haciendo los preparativos de nuestra llegada. Las paredes de la matriz —o útero (del latín uterus, “bolsa”)— se habían estado preparando y rebosaban de nutrimentos. El revestimiento interno del útero se había engrosado hasta convertirse en una capa suave y esponjosa dos veces más gruesa de lo normal.
Al cabo de tres o cuatro días cruzamos el umbral de nuestro nuevo hogar. Entonces no éramos más que una acumulación de unas pocas docenas de células llamada blastocisto, del tamaño de la cabeza de un alfiler, por lo que pudiera habernos parecido que entrábamos en una caverna profunda. El espacio interior del útero es bastante pequeño. En realidad, el útero es un órgano hueco, de superficie lisa y rosada, cuyo tamaño y forma es similar al de una pera invertida.
Ese iba a ser nuestro hogar durante los siguientes doscientos setenta días aproximadamente, y nuestra madre iba a suministrarnos los nutrimentos que necesitábamos para crecer y desarrollarnos hasta que llegara la hora de nuestro nacimiento, incluso en detrimento de su organismo. Transcurrieron varias semanas antes de que nuestra madre siquiera se enterase de que existíamos, y pasarían otros tres o cuatro meses antes de que su vientre aumentase de tamaño lo suficiente como para que otros se percatasen.
Llegamos a la cavidad uterina, y flotamos por allí durante otros tres días. Finalmente, nos adherimos a la pared uterina. Unas enzimas del blastocisto digirieron las células superficiales de este revestimiento afelpado —llamado endometrio— y nos sumergimos y acurrucamos bien en su aterciopelado interior. Si ningún óvulo se hubiese fertilizado ni implantado en este revestimiento, el útero finalmente lo habría desprendido y expulsado poco a poco a través de la vagina de nuestra madre. Este proceso recibe el nombre de menstruación.
Se evita el rechazo
A continuación empezaron a ponerse en marcha unos procesos que nos garantizarían una estancia agradable. Teníamos que ser protegidos del sistema inmunológico de nuestra madre. Los científicos todavía no entienden por qué razón su organismo no nos consideró un cuerpo extraño, un intruso, y nos atacó. Por lo general, el complejo sistema de rechazo se pone en acción a la primera señal de la presencia de cualquier invasor. Sin embargo, llegamos a crecer hasta convertirnos en un cuerpo extraño de proporciones gigantescas y de un peso de hasta más de tres kilogramos. ¿Por qué no fuimos atacados?
El investigador David Billington, de la universidad de Bristol (Gran Bretaña), explicó: “Fundamentalmente, existe un muro entre la madre y el feto. Ese muro detiene con bastante eficacia cualquier intercambio entre los dos”. El señor Billington se refería a una capa de tejido que rodea el feto y que recibe el nombre de trofoblasto. Esta barrera impidió todo contacto directo entre nuestra madre y nosotros. Pero, ¿a qué se debe que las defensas inmunológicas de nuestra madre no atacaran el trofoblasto, en vista de que era un tejido extraño? Es un misterio. La respuesta a esta pregunta también podría explicarnos por qué algunos de los embarazos terminan en malparto o aborto espontáneo. (Véase el recuadro de la página 16.)
La nutrición y el desarrollo continúan
Pensemos en el insaciable apetito que teníamos sobre todo durante esas primeras etapas. En las primeras ocho semanas de vida, nuestra longitud aumentó unas doscientas cuarenta veces, y llegamos a pesar un millón de veces más que en el momento de la concepción. Por fin, cuando nacimos, pesábamos unos dos millones cuatrocientas mil veces más, lo que explica que el asombroso claustro materno que nos acogía se fuera ensanchando como un globo para poder acomodarnos. (La matriz de una parturienta pesa unas dieciséis veces más que la de una mujer que no está embarazada, pero a las pocas semanas del parto se encoge hasta volver casi a su tamaño original.) Durante el primer trimestre de vida se formó la estructura básica de nuestro cuerpo, y quedaron listos los órganos y el sistema nervioso para las etapas de crecimiento posteriores.
En esta primera etapa se formó también el saco amniótico. Este suministra un lugar protegido y con una temperatura controlada donde dimos volteretas y jugueteamos durante el segundo trimestre. Con estos movimientos fortalecíamos músculos que íbamos a necesitar cuando nos encontrásemos fuera de la ingravidez de la bolsa de las aguas. Tragábamos bocanadas de fluidos amnióticos, al parecer para conseguir cierta nutrición. El líquido amniótico se reemplazaba cada dos o tres horas para nuestro beneficio.
En el lado exterior del blastocisto se estaba formando un intrincado tejido redondo y aplanado llamado placenta (palabra latina que significa “torta”). Veamos algunos de los servicios que la placenta desempeñó para nosotros.
Hizo las veces de pulmón, intercambiando el oxígeno y el dióxido de carbono entre nuestra madre y nosotros. En su función de hígado, procesó parte de las células de la sangre de nuestra madre para extraer los componentes que necesitábamos, como, por ejemplo, el hierro. En su papel de riñón, filtró la urea de nuestra sangre y la pasó a la corriente sanguínea de nuestra madre para que esta la expulsase a través de los riñones. También desempeñaba el papel de intestinos, pues digería las moléculas de alimento. Todos estos procesos tenían lugar a lo largo del cordón umbilical, de 55 centímetros de longitud.
En un tiempo se pensaba que la placenta era un sistema de seguridad inexpugnable, que no dejaba pasar nada perjudicial de la madre al niño. Lamentablemente, ahora sabemos que muchas infecciones pueden atravesar ese sistema de seguridad, al igual que algunas sustancias, como la talidomida, de triste recuerdo. Ciertas enfermedades, como la rubéola, también son una amenaza en ciertas etapas del embarazo.
La barrera sangre-cerebro, presente en los adultos, todavía no está bien establecida en el cerebro en formación del feto, por lo que es especialmente vulnerable a ciertos invasores, como el humo del tabaco, el alcohol, las drogas y otras toxinas químicas. Las investigaciones indican que el alcohol tiene efectos perjudiciales en una criatura no nacida. Y en vista de que la cafeína también puede atravesar la placenta, ¿influye en el desarrollo de la criatura? ¿Benefician de algún modo al feto los suplementos de vitaminas que tome la madre? Todavía quedan detalles que aprender para tener respuesta a tales preguntas.
De todo lo anterior se desprende que la protección de una criatura en el claustro materno debe empezar con el propio cuidado de la madre a fin de evitar cualquier sustancia que se sepa que puede perjudicar a la criatura. Entre las medidas que la madre debe adoptar están: tener una dieta equilibrada y hacer ejercicio también equilibrado, todo ello con la aprobación del médico, ya que contribuye a la salud y el bienestar generales de la madre y de la criatura que va a nacer.
Cuando dijimos adiós a nuestra casa
Cuando nos encontrábamos ya bien adentrados en el tercer trimestre, empezaron los preparativos para nuestra marcha. Los fuertes músculos de la pared uterina empezaron un ejercicio de contracción y relajación denominado a veces falso parto. Por otra parte, el útero se volvió más suave y elástico.
En lugar de decir que “el niño se ha encajado”, es más exacto decir que todo el útero, con el niño dentro, se ha encajado. Lo que sucede es que el útero se estira adoptando la forma de un cilindro y desciende un poco, de modo que la cabeza del niño queda encajada en la parte de la cavidad pelviana denominada pelvis menor o verdadera.
Nadie sabe qué decidió que había llegado el momento de que saliésemos. Puede que hayan sido hormonas de nuestra madre, o nuestras, las que comunicaron a la matriz el mensaje: “¡Que comience el parto!”.
La palabra “parto” se aplica al proceso de tres etapas que inició el útero. Primero, las paredes musculares del útero se contrajeron mientras el cuello de la matriz y la vagina se dilataban en preparación para nuestro descenso. En esta etapa probablemente se rompió la bolsa de las aguas.
En la segunda etapa, nuestra madre empezó a hacer esfuerzos para empujar nuestra cabeza a través del cuello de la matriz y la vagina. Las contracciones continuaron cada vez más fuertes y seguidas hasta que nuestra cabeza finalmente pasó por el canal del parto y salió al exterior. El resto de nuestro cuerpo salió a continuación con facilidad. En la tercera y última etapa del parto, nuestra madre expulsó la placenta y los restos del cordón umbilical, todo lo cual recibe el nombre de secundinas.
Así que allí estábamos, asustados, con frío y llorando. Seguramente lamentábamos nuestra repentina salida del lugar tan acogedor que nos había servido de hogar durante más o menos los últimos nueve meses. Pero, ¡qué contentos estamos de la dádiva de la vida y de poder apreciar el interés que manifestó en nosotros el Creador amoroso cuando se aseguró de que tuviésemos un excelente hogar desde el mismo principio!
[Ilustraciones en la página 15]
Feto de tres meses
Feto de seis meses
Feto de nueve meses
[Recuadro en la página 16]
El aborto espontáneo o malparto: un trágico “desahucio”
UNA tragedia puede sobrevenirle incluso a la madre más cuidadosa. Las causas de un aborto espontáneo resultan difíciles de determinar y los debates sobre este tema son acalorados. Los investigadores ni siquiera concuerdan en el porcentaje de óvulos fertilizados que terminan en aborto espontáneo. En el caso de la población femenina de Estados Unidos, se calcula que entre un 10 y un 20% de los embarazos, o puede que incluso más, termina en aborto espontáneo.
¿A qué se debe que a veces la matriz “desahucie” a la fuerza la nueva vida que se está formando en su interior, en lugar de cuidarla y protegerla? Es posible que el sistema inmunológico de la madre reaccione defendiéndose del trofoblasto —la capa de tejido que rodea el feto a modo de muro protector—, de modo que lo ataque y provoque el aborto. Muchos abortos pueden deberse a lo que se denomina accidentes genéticos, es decir, el embrión o el feto están tan dañados que no pueden sobrevivir. O puede darse el caso de anormalidades en el proceso reproductivo: el óvulo entra en el útero prematuramente, antes de que el revestimiento interior de este se encuentre listo para recibirlo, o demasiado tarde, por lo que el endometrio ya está empezando a desprenderse. Algunas mujeres quizás no puedan concebir debido a alguna deformidad del útero.
Un estudio efectuado en 1990 con casi doscientas mujeres de Gran Bretaña indicó que la infecundidad y los abortos espontáneos pueden estar vinculados a desequilibrios hormonales. Alrededor del decimocuarto día del ciclo menstrual suele aumentar la producción de LH (hormona luteinizadora), que se origina en la glándula pituitaria y que hace que un óvulo maduro se desprenda del ovario y empiece a descender por la trompa de Falopio a la espera de ser fertilizado. “El equipo británico descubrió grandes cantidades de LH en un momento no adecuado, en el octavo día del ciclo menstrual, antes de la ovulación”, informó el periódico The New York Times. No obstante, es necesario efectuar más pruebas para confirmar e interpretar estos hallazgos.