El Tarawera. Catástrofe volcánica en Nueva Zelanda
Por el corresponsal de ¡Despertad! en Nueva Zelanda
¿SE PUEDE imaginar lo que sería que le despertara de madrugada el sonido de una montaña que se parte? ¿Cómo se sentiría si al mirar por la ventana viese a tan solo 30 kilómetros de su casa unas llamas altísimas y un chorro continuo de piedras al rojo vivo disparadas al aire? ¿Y si después notara que el suelo empezaba a temblar debajo de su cama? ¿Se sentiría aterrorizado? Pues eso es lo que sucedió a las dos de la madrugada del 10 de junio de 1886 en Rotorua (Nueva Zelanda), en la región central de la isla del Norte, cuando el monte Tarawera entró en erupción. En esa fecha la villa de Te Wairoa se convirtió en la Pompeya de Nueva Zelanda, sepultada por su propio Vesubio.
Para los sobrevivientes que vivían en la zona fue una experiencia espantosa. Un testigo ocular dijo: “Vimos una escena que nadie que la haya presenciado logrará olvidar jamás. [...] La montaña tenía tres cráteres, de los cuales salían llamas de fuego hasta una altura de por lo menos 300 metros”. Otra persona que salió de su casa para contemplar el espectáculo dijo: “El viento empezó a soplar con más fuerza, y apenas habíamos regresado a la casa, cuando comenzó lo que nos parecía una lluvia intensa. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos y cayeron hacia dentro; fue entonces cuando descubrimos que la lluvia era en realidad escorias y piedras. [...] Entre el temblor de tierra y el fuego, estábamos convencidos de que íbamos a morir”.
La explosión de los 19 kilómetros de cordillera creó una cadena de nueve cráteres profundos. Las cenizas que salieron disparadas al aire se mezclaron con vapor y cayeron en forma de lluvia. Los pueblos situados alrededor del lago quedaron sepultados, y con ellos alrededor de 155 personas entre maoríes y demás habitantes, en muchos casos bajo una capa de varios metros de lodo.
Unos 16.000 kilómetros cuadrados de monte y tierras de cultivo quedaron cubiertos de lodo, y los restos de la materia volcánica proyectada llegaron hasta la cubierta de barcos que se encontraban a 160 kilómetros de la costa. Con la erupción del Tarawera desapareció uno de los parajes más impresionantes del mundo, las terrazas blancas y rosadas (Pink and White Terraces), descritas como “maravillas arquitectónicas de la naturaleza hechas de lustroso sílice”. También desaparecieron los huesos sagrados de los antepasados de los maoríes. (Wild New Zealand, publicado por Reader’s Digest.) La erupción del volcán fue una catástrofe de proporciones gigantescas para aquella tranquila isla del Pacífico Sur.
La vida en un pueblo maorí
La gente de la antigua villa de Te Wairoa, a 14 kilómetros del monte Tarawera, llevaba una vida sosegada y próspera antes de la erupción. Te Wairoa estaba situada en pleno monte, a orillas de un frío lago —el Tarawera—, y carecía de la actividad termal que caracterizaba a los pueblos más próximos a Rotorua. Por ejemplo, el pueblo de Ohinemutu tenía zonas donde la hierba estaba caliente aun en los días fríos. Pero, para su época, Te Wairoa era singular en otras cosas. Estaba dispuesta por calles, y las casas se habían construido en parcelas cercadas de 2.000 metros cuadrados de superficie y eran de propiedad privada en lugar de encontrarse todas juntas en un terreno común compartido por toda la tribu.
En Te Wairoa, cerca del lago Tarawera, había dos hoteles que proporcionaban un grato descanso a los fatigados turistas europeos de los años ochenta del siglo pasado. Allí podían descansar de su viaje a caballo y en carruaje y de los senderos llenos de baches y deteriorados por la intemperie. Al día siguiente, ataviados con sus mejores ropas, como era la costumbre, emprendían el viaje hacia las terrazas blancas y rosadas, famosas en aquel entonces como una de las maravillas del mundo. Según una descripción, eran “unos grandes pilones blancos dispuestos en forma escalonada, de tamaño gradualmente inferior [...] hacia la cima, llenos de agua de un precioso tono azul y totalmente bordeados de incrustaciones blancas como la nieve [...], y las terrazas rosadas, con sus anchos pilones poco profundos de color rosa vivo y llenos de la misma agua de precioso tono azul”. Los niños maoríes chapoteaban en las cálidas charcas minerales esparcidas a lo largo de sus gradas, y los adultos se sumergían en ellas para aliviar el cansancio.
Al pie de las terrazas, en las verdes aguas cenagosas del lago Rotomahana, había burbujeantes fuentes termales. Algunas emergían de la superficie del lago como surtidores, y su temperatura era tan elevada que los cocineros maoríes podían hervir en ellas sus kumeras (unos tubérculos propios de la zona) y sus kouras (cangrejos de río). A los turistas les gustaba probar esos manjares cuando hacían comidas campestres a orillas del lago con las guías maoríes, como Kate y Sophia, que les llevaban a las terrazas en barcas hechas de troncos ahuecados.
Advertencias de la catástrofe
La erupción de las tres cumbres del monte Tarawera fue totalmente inesperada. Los nombres maoríes de dichas cumbres —Wahanga, Ruawhia y Tarawera— transmitían la idea de fuego, pero como no existía ningún cráter volcánico en todo el macizo montañoso, tampoco había indicios de peligro. De hecho, las cumbres del Tarawera (nombre con el que se llegó a denominar a todo el monte) habían sido consideradas durante siglos un cementerio seguro para los antepasados de los maoríes, y se decía que eran tapu (tabú), o sagradas. Así que es probable que los nombres de las tres cumbres simplemente hicieran referencia al tono rojizo del terreno. No obstante, sí se habían producido algunas actividades poco corrientes, como lo que ocurrió diez días antes de la erupción, cuando Sophia se dirigió al recodo donde se habían dejado las barcas y las encontró varadas en el lecho. Mientras se encontraba allí, una súbita entrada de agua, a modo de una ola, levantó las barcas y luego las volvió a dejar en el lecho del recodo. Las únicas verdaderas advertencias que hubo fueron los frecuentes temblores de tierra y la elevada actividad térmica en el lago Rotomahana. No obstante, aunque todo aquello provocó ciertos recelos, no dio ningún indicio de la devastación que se avecinaba.
Una visita emotiva
Hoy día, un siglo después, los turistas que llegan a las excavaciones de Te Wairoa, para las que se ha acuñado la denominación de “Pueblo sepultado”, al principio no piensan mucho en el terror de aquella noche.
Y lo mismo nos sucedió a nosotros cuando empezamos a seguir las sinuosas sendas entre los restos de las whares (casas pequeñas) maoríes, excavadas a partir de los años treinta.a Sobre nuestras cabezas revoloteaban pájaros cola de abanico atraídos por los insectos que levantábamos al caminar. Resultaba difícil imaginarse la calamidad y el terror que sobrevino a las personas que antaño vivieron en ese lugar.
Nos detuvimos a la entrada de una whare débilmente iluminada y descendimos a lo que había sido el nivel del suelo. Pensamos en los zapatitos cubiertos de lodo y en la oxidada cuna del siglo XIX que habíamos visto en una vitrina. ¿Pertenecieron a alguna niñita que vivió en esta misma casa? ¿Jugó ella en el mismo suelo de barro que estábamos pisando?
Nos llamó la atención ver en otras vitrinas una botella de vino desenterrada en 1949 y tres botes de nueces en vinagre desenterrados en 1963, todos con sus precintos intactos. ¿Qué sabor tendrían un vino y unas nueces de hace cien años? La idea de probar aquello no nos atrajo. Pero lo que más nos conmovió fue leer los relatos de los sobrevivientes publicados en los antiguos periódicos allí expuestos. La señora Haszard, madre de cuatro hijos, fue rescatada con vida, pero tres de sus hijos, uno a cada lado de ella y otro todavía en sus brazos, murieron asfixiados por el barro y las cenizas. Inmovilizada con todo el peso del barro y las vigas de la casa, aquella madre no pudo hacer nada para socorrerlos cuando lloraban pidiendo ayuda.
Las secuelas
A las 50.000 personas de Rotorua no les preocupa mucho pensar que viven en las proximidades de un monte tan violento. Tampoco les preocupa a los más de 800.000 turistas que visitan todos los años los lugares interesantes y gozan de las muchas y singulares actividades que ofrece esta región termal. Algunos neozelandeses canalizan vapores termales y agua mineral de las profundidades del suelo para calentar sus piscinas interiores y exteriores. Sin embargo, en lo más recóndito del pensamiento, saben que en un tiempo, hace muchos años, el agua sobrecalentada que ven ascender por las fisuras del suelo y acumularse en marmitas de lodo ardiente fue una manifestación de la energía oculta que hizo estallar un monte llamado Tarawera y sepultó la villa de Te Wairoa.
[Nota a pie de página]
a “Whare” se pronuncia “fori”.
[Fotografía en las páginas 16, 17]
El monte Tarawera con su hendidura de 6 kilómetros; a lo lejos, el lago Tarawera
[Fotografías en la página 18]
Una típica “whare”, o choza, maorí, que fue sepultada por las cenizas volcánicas
Interior de una “whare” maorí que fue desenterrada y en la que se puede ver la chimenea y unos utensilios
Restos de un horno de pan destruido en 1886
[Reconocimiento]
Fotos de arriba: Publicadas con el permiso de The Buried Village