Mis reflexiones como historiador militar
París (Francia), 25 de agosto de 1944. Mientras recorríamos en nuestro todo-terreno la amplia avenida de los Campos Elíseos, tuvimos que saltar varias veces del vehículo y correr a refugiarnos en algún portal de las balas de los francotiradores nazis que cruzaban silbando de un lado a otro.
AQUEL día empezó la liberación de París de la ocupación de las tropas de Hitler durante la II Guerra Mundial, y yo fui uno de los primeros estadounidenses que entraron en la ciudad. Grandes multitudes de franceses y francesas entusiasmados corrían en tropel por las calles para darnos la bienvenida como libertadores. Pasamos la noche en un hotel de lujo que aquella misma mañana habían desalojado a toda prisa los oficiales alemanes de alta graduación que lo ocupaban.
Yo estaba en Europa como miembro del equipo de cronistas de guerra que escribía el diario de operaciones del III Ejército norteamericano, al mando del general George S. Patton, Jr.
Preguntas que suscitó la guerra
En los días previos a la entrada en París, circulamos por carreteras estrechas que poco antes habían sido despejadas de los cascos calcinados de los vehículos blindados alemanes. Nos detuvimos en una fortificación en el campo que acababa de ser invadida por las fuerzas estadounidenses. Por todas partes había tirados cadáveres de soldados alemanes retorcidos y destrozados. Las hebillas de sus cinturones llevaban la misma inscripción: “Dios está con nosotros”. Sin embargo, en una pared de piedra cercana, un soldado alemán había garabateado la súplica: “Caudillo [Hitler], ¡ayúdanos!”.
Aquellas dos frases grabaron una huella indeleble en mi recuerdo. Por un lado, el régimen nazi afirmaba que Dios estaba con ellos, pero por otro, un soldado suplicaba salvación a Hitler, su Führer. Me di cuenta de que esa paradoja no era privativa de los alemanes. Se producía en ambos bandos de aquel terrible conflicto. De ahí que me preguntase: “¿Toma Dios partido en la guerra? ¿De qué lado está Dios?”.
Guerras y presagios de guerra
Nací en Butte (Montana, E.U.A.) en 1917, el año en que Estados Unidos entró en la I Guerra Mundial. En 1936, una vez terminados mis estudios en una academia privada, me matriculé en la Universidad de Stanford (California). No obstante, las asignaturas obligatorias del primer curso de la carrera me parecieron aburridas en comparación con los emocionantes acontecimientos que ocurrían por toda la Tierra. Japón había invadido China, Mussolini había conquistado Etiopía y en España había estallado la guerra civil. En esta los nazis, los fascistas y los comunistas ensayaban sus armas y estrategias en preparación para la II Guerra Mundial mientras la Sociedad de Naciones, impotente, se cruzaba de brazos.
Después de dos semestres, abandoné los estudios y decidí, con el consentimiento de mi padre, que con el resto del dinero apartado para mi educación viajaría a Europa y África. En el otoño de 1938 atravesé el Atlántico en un buque alemán, el Deutschland, y mantuve largos debates con los jóvenes oficiales alemanes que estaban a bordo sobre la relativa fortaleza de la Alemania de Hitler y de los imperios rivales de Gran Bretaña y Francia. En París la gente hablaba de las últimas amenazas, jactancias y promesas de Hitler, pero la vida seguía igual. Mientras estuve en Tánger (África), oí de vez en cuando los cañonazos de la guerra civil que desgarraba España, al otro lado del estrecho de Gibraltar.
Al regresar a Estados Unidos, en 1939, tuve presentimientos acerca de nuestros tiempos. Después que los japoneses atacaron Pearl Harbor, en diciembre de 1941 —lo que hizo que Estados Unidos entrara en la II Guerra Mundial—, me incorporé como civil al Servicio de Transporte del ejército. En 1942, mientras estaba en Alaska recibí una citación de la junta de reclutamiento.
A las islas británicas
Tras regresar a casa de visita, me incorporé a filas, y me mantuvieron un año en Estados Unidos. Pero en la primavera de 1944 me embarcaron hacia Inglaterra en un convoy que partió de la costa este de Estados Unidos. Tuve mi primera experiencia bélica en el Atlántico Norte cuando un submarino alemán hundió el barco que navegaba junto al nuestro. Como consecuencia, los buques de nuestro convoy se separaron, y desde allí cada barco fue por su cuenta a Liverpool.
Mientras esperábamos destino en un cuartel de Inglaterra, se reunió a los soldados para escuchar el discurso de un capellán del ejército. Me molestó que los capellanes instaran a los hombres a pelear en la guerra contra miembros de su propia religión del otro bando, y que además afirmaran que Dios apoyaba su bando en aquel conflicto. Era obvio que ambos bandos no podían contar con el apoyo de Dios.
En la primavera de 1944, las islas británicas estaban atestadas de soldados y material de guerra estadounidenses y británicos. El general Patton (abajo), famoso por sus atrevidas estrategias en las campañas de Sicilia y el norte de África, enardecía de tal modo a los soldados con sus arengas que no les quedaba duda alguna de por qué estaban allí: para matar a tantos soldados enemigos como pudiesen con toda arma disponible hasta conseguir la victoria. Patton parecía un gladiador de tiempos modernos: muy alto, armado, con casco y perfectamente uniformado, su guerrera relucía de estrellas y condecoraciones. Además, tenía gran capacidad de liderazgo, era muy mal hablado y religioso, pues solía rezar antes de las batallas.
En su “Oración del soldado” del 1 de enero de 1944, Patton había rogado: “Dios de nuestros padres, que por tierra y mar nos has conducido siempre a la victoria, ten la bondad de continuar proporcionándonos tu inspiradora guía en esta contienda, la mayor de todas las que hemos tenido. [...] Señor, concédenos la victoria”.
Invasión de Europa
El 6 de junio de 1944, las fuerzas de invasión aliadas atravesaron el Canal de la Mancha con la mayor armada que el mundo había visto jamás, y desembarcaron en las playas de Normandía bajo intenso ataque alemán. La cabeza de playa todavía no era más que una estrecha franja cuando treinta días después desembarcó nuestro III Ejército. Pasamos la noche en trincheras individuales mientras los aviones alemanes bombardeaban intensamente la zona.
El 25 de julio las fuerzas aliadas empezaron a avanzar desde la cabeza de playa, y una semana después nuestro III Ejército pudo abrirse paso hacia la península de Bretaña. Luego actuamos como punta de lanza en dirección este, por entre las fuerzas alemanas que se retiraban, hasta llegar al río Sena, cerca de París. Para el mes de septiembre, los tanques y las tropas de Patton se habían adentrado bastante en la parte oriental de Francia, tras una de las campañas militares más sobresalientes de la historia moderna. Estábamos jubilosos y nos parecía que se aproximaba el fin de la guerra.
Sin embargo, tal posibilidad se desvaneció cuando la mayor parte de los suministros y de los soldados de pronto se destinaron a las fuerzas del mariscal de campo británico Montgomery, en el frente septentrional. Allí se lanzó un importante ataque contra las unidades alemanas destacadas en Holanda. Pero tuvimos la fatalidad de que una división aerotransportada aterrizó inadvertidamente en medio de un cuerpo del ejército alemán fuertemente armado y fue diezmada. El resto de las unidades aliadas no pudo avanzar y la ofensiva fracasó.
La batalla de las Ardenas
Hitler y sus generales aprovecharon la oportunidad de reagruparse, movilizando tropas de reserva adicionales y reuniendo en secreto una enorme división blindada Panzer cerca del lugar donde las fuerzas estadounidenses eran más escasas. La ofensiva nazi, denominada batalla de las Ardenas, empezó la noche del 16 de diciembre bajo un cielo muy encapotado. Lo que pretendían era conducir una formación en cuña de fuerzas blindadas alemanas hasta el mismo mar del Norte, dividiendo en dos los ejércitos aliados y capturando su principal puerto de entrada de suministros.
Un sinfín de vehículos blindados alemanes pasaron por la brecha abierta y poco después sitiaron a las fuerzas estadounidenses en Bastogne. Inmediatamente, el III Ejército, al mando del general Patton, cambió de dirección, y tras una larga marcha, finalmente llegamos y lanzamos fuertes ofensivas contra las columnas blindadas Panzer. Sin embargo, por culpa de las densas nubes y la fuerte lluvia, que duraron casi una semana, no se podía recurrir a la aviación.
La oración de Patton
El 22 de diciembre sucedió algo que tocó la llaga de mi confusión espiritual. Semanas antes, el general Patton había encargado a su jefe de capellanes que preparase una oración en una octavilla para utilizarla más adelante en las fortificaciones de la “Línea Sigfrido” alemana, que se extendía por el oeste del río Rin. Pero entonces, en cuestión de horas, Patton hizo que se distribuyeran unas trescientas cincuenta mil copias de la oración, una para cada soldado del III Ejército. En ella se suplicaba al Padre: “Detén estas lluvias torrenciales” y “concédenos buen tiempo para la batalla”, a fin de que el ejército estadounidense pueda “aplastar la opresión y la iniquidad de nuestros enemigos, y establecer Tu justicia entre los hombres y las naciones”.
Lo extraordinario es que aquella noche los cielos se despejaron súbitamente y permanecieron despejados durante los siguientes cinco días. Esta circunstancia permitió que los cazas y los bombarderos aliados diezmaran las columnas nazis. Esto supuso el fin de la última guerra relámpago de Hitler, y sus diezmadas fuerzas militares empezaron a retirarse.
Patton parecía en estado de éxtasis. “Pienso hacer imprimir otras cien mil de esas oraciones —dijo—. El Señor está de nuestra parte, y tenemos que mantenerle informado de lo que necesitamos.” Pero yo me preguntaba: “¿No se habrían despejado los cielos el 23 de diciembre tanto si se hubiera distribuido la oración como si no?”. El servicio meteorológico explicó que un frente frío procedente de las estepas rusas había despejado los cielos.
La rendición alemana y la Alemania de la posguerra
Las ofensivas aliadas de la primavera acabaron con el imperio de Hitler, y la rendición alemana se produjo el 7 de mayo de 1945. Ese día me encontraba en una aldea alemana de Renania, donde conocí a la encantadora joven que llegaría a ser mi esposa: Lilly, una belga expatriada. En noviembre de 1945 recibí la licencia absoluta del ejército y me incorporé a la sección histórica del ejército de ocupación estadounidense en Alemania. En diciembre nos casó el alcalde de Francfort.
La sección histórica tenía la misión de escribir la historia de la ocupación. A fin de redactar la historia de la guerra desde la óptica alemana, utilizó a centenares de generales alemanes capturados. Me quedé cinco años en Alemania como encargado de los archivos. Después nos trasladamos a Estados Unidos con nuestros dos hijos, Gary y Lizette.
Tras visitar a mis padres, me matriculé en la Universidad de Montana. Pensaba que mi relación con los militares había terminado. Pero en la primavera de 1954, cuando me encontraba a punto de recibir el máster en Antropología, dos de mis anteriores compañeros me notificaron que había una vacante para el puesto de director-conservador del Museo del Centro de Artillería y Misiles del Ejército Estadounidense en Oklahoma. Solicité la plaza y fui aceptado. Así que nos trasladamos a Oklahoma.
Un museo militar
Una vez más estaba ocupado con la historia militar. Me sumergí en la investigación, la adquisición de varios objetos, exposiciones, giras, conferencias, excavaciones arqueológicas y ceremonias militares e históricas. Organicé una unidad ecuestre con uniforme de gala a la antigua usanza que tomó parte en el desfile de investidura presidencial celebrado en 1973 en Washington, D.C. También fundé una sala de exposición de banderas, en la que se explicaba la historia y las tradiciones de la bandera nacional y de diferentes banderas de unidades militares. Con el paso de los años, el museo de artillería se fue ampliando, y de ser un solo edificio se convirtió en el mayor museo militar de todo el país.
Mientras tanto, nuestros hijos iban creciendo. El varón, Gary, se sentía desorientado y sin dirección cuando se graduó de la escuela secundaria. Se alistó en la Marina y luchó en la guerra de Vietnam. Dos años después nos sentimos agradecidos de tenerle de nuevo en casa sano y salvo. Es obvio que las guerras no sirven para conservar la paz. Al contrario, hemos visto continuamente que naciones miembros de la Organización de las Naciones Unidas luchan unas contra otras mientras el hambre y la enfermedad causan estragos en sus gentes.
Al jubilarme me sentía frustrado
Finalmente, después de treinta y tres años de relación con el estamento militar, decidí que ya era tiempo de retirarme. El general que estaba al mando y el resto del personal me prepararon una ceremonia especial con motivo de mi jubilación, y el gobernador del estado de Oklahoma señaló el 20 de julio de 1979 como un día en mi honor. Recibí cartas de encomio por mis contribuciones en los campos de la historia y los museos militares.
Tendría que haber estado rebosante de felicidad. Sin embargo, cuando reflexionaba en mi pasado, no me sentía complacido. En lugar de haber puesto al descubierto las horribles realidades de la guerra, mi carrera había estado dedicada a glorificarla, destacando las tradiciones, los uniformes y las medallas, las armas y las tácticas, el ritual y las ceremonias, la pompa y el boato. Hasta el general Dwight D. Eisenhower, quien más tarde llegó a ser el trigésimo cuarto presidente de Estados Unidos, dijo: “La esencia de la guerra es el fuego, el hambre y la peste. [...] He llegado a odiar la guerra. La guerra no zanja nada”.
Con el tiempo me enteré de que la madre de Eisenhower había sido testigo de Jehová, una religión que ya me estaba influyendo a través del estudio de la Biblia que mi esposa hacía con la ayuda de los Testigos. Ella se bautizó como Testigo en 1979, seis meses antes de mi jubilación. Parecía transformada. Tal era su regocijo y deseo de compartir lo que había aprendido que nuestro hijo y su esposa, Karin, empezaron a estudiar la Biblia, y en un año también llegaron a ser Testigos bautizados.
No obstante, yo era escéptico. Eso de que Dios intervendría en los asuntos humanos, pondría fin a este mundo e introduciría un nuevo mundo libre de guerras me parecía increíble. Sin embargo, también empecé a estudiar con los Testigos, principalmente para ver si sus convicciones religiosas tenían algún fundamento sólido. Con mis antecedentes y mi experiencia en el campo de la investigación, di por sentado que en seguida detectaría errores y contradicciones en sus creencias.
Una nueva forma de vivir
No obstante, progresé en el estudio de la Biblia y pronto descubrí lo equivocado que estaba. Cuando empezaron a caérseme de los ojos las escamas de la ignorancia religiosa, mi escepticismo se fue desvaneciendo. Pude ver que sin duda hay un fundamento sólido para confiar en la promesa de Dios de un mundo de justicia. (2 Pedro 3:13; Revelación 21:3, 4.) Y cuánto me alivió saber que las desgracias y las injusticias, tan extendidas hoy día entre la humanidad, se deben a que Satanás, no el Dios Todopoderoso, es el gobernante de este sistema de cosas. (Juan 14:30; 2 Corintios 4:4.) De modo que Jehová Dios no está de ningún lado en las guerras de las naciones, pero sí se interesa en los seres humanos. (Juan 3:16.)
En 1983 me bauticé en una asamblea de los testigos de Jehová que se celebró en Billings (Montana), y así simbolicé mi dedicación a Jehová. Mi hijo, Gary, y yo servimos de ancianos en nuestras respectivas congregaciones. Lilly y yo nos sentimos profundamente agradecidos de que Jehová, por medio de su Palabra y sus Testigos, haya abierto nuestro corazón a las verdades bíblicas para que entendamos el significado de los terribles sucesos que caracterizan esta generación. (Mateo 24:3-14; 1 Juan 2:17.)—Relatado por Gillett Griswold.
[Fotografía en la página 11]
Cascos destrozados y calcinados de vehículos blindados alemanes (Francia, 1944)
[Reconocimiento]
U.S. Department of Defense
[Fotografía en la página 12]
Con mi esposa y mi hija en 1947
[Reconocimiento en la página 9]
Parisinos se dispersan al abrir fuego unos francotiradores alemanes (agosto de 1944) (Foto U.S. National Archives)
[Reconocimiento en la página 10]
Foto U.S. National Archives