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  • ¡Despertad! 1993
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¡Despertad! 1993
g93 22/5 págs. 13-15

La ciencia: la búsqueda incesante de la verdad por el hombre

Parte 4

Revolución y renacimiento de la ciencia

DURANTE la segunda mitad del siglo XVIII, el mundo entró en un turbulento período debido al estallido de revoluciones que transformaron el panorama político, primero en América y después en Francia. Entre tanto, Inglaterra vivía el comienzo de otra revolución: la revolución industrial, muy relacionada a su vez con una cuyo cariz principal era de orden científico.

Hay quienes fechan el renacimiento científico a partir de la década que comenzó en 1540, cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico y el anatomista belga Andreas Vesalio publicaron unas obras que influyeron profundamente en el pensamiento científico. Otros sitúan el cambio aún antes, en 1452, año del nacimiento de Leonardo da Vinci. Este incansable investigador, que hizo numerosas aportaciones científicas, formuló ideas que en algunos casos fueron el germen de inventos perfeccionados siglos más tarde, como el avión, el tanque y el paracaídas.

No obstante, en palabras de Ernest Nagel, catedrático emérito de la Universidad de Columbia, la ciencia tal y como la conocemos hoy “no quedó firmemente constituida como institución permanente en la sociedad occidental hasta los siglos XVII y XVIII”. Logrado esto, se produjo un cambio decisivo en la historia del hombre. El libro The Scientist comenta: “Entre 1590 y 1690, poco más o menos, una pléyade de genios [...] dio lugar a un florecimiento en la investigación difícilmente igualable en cualquier otro siglo”.

Impostores oscurecen el camino

Sin embargo, también florecieron seudociencias, cuyas teorías actuaron como impostores que obstaculizaron el camino hacia verdaderos logros científicos. Uno de estos ‘impostores’ fue la teoría del flogisto, término griego que significa “inflamable”. Fue ideada en 1702 por George Ernst Stahl, quien sostuvo que cuando una materia inflamable ardía, se liberaba el flogisto por combustión. Aunque él pensaba que el flogisto era un principio más que una sustancia real, con el tiempo fue tomando más cuerpo la opinión de que se trataba de una sustancia. Hubo que esperar a los años de 1770 a 1790 para que Antoine-Laurent Lavoisier pudiera desmentir dicha teoría.

La obra The Book of Popular Science reconoce que si bien la teoría del flogisto “era completamente errónea, por algún tiempo proporcionó una hipótesis de trabajo que al parecer explicaba muchos fenómenos naturales. Fue simplemente una de las muchas hipótesis científicas que con el paso del tiempo se pesaron en la balanza y fueron halladas defectuosas”.

La alquimia fue otro de los impostores. La Enciclopedia Salvat de las Ciencias explica que la alquimia nació de “la conjunción [del] conocimiento técnico y de la doctrina filosófica del período helenístico”, y que los alquimistas buscaban ante todo un “hipotético reactivo capaz de transformar en oro o plata los metales más comunes, [...] o bien [...] crear el elixir de la larga vida, capaz de evitar [...] la muerte”. Antes de ser desestimada, la alquimia contribuyó a sentar las bases de la química moderna, un proceso de transformación consumado hacia finales del siglo XVII.

De modo que aunque la teoría del flogisto y la alquimia fueron impostores, tuvieron algunos aspectos aprovechables. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de los impostores humanos que alentaron actitudes anticientíficas por sus creencias religiosas. La rivalidad entre la ciencia y la teología —ambas afirmaban ser la autoridad exclusiva en cuestiones relativas al universo— desembocó con frecuencia en enfrentamientos abiertos.

Por ejemplo, en el siglo II E.C., el renombrado astrónomo Tolomeo formuló la teoría geocéntrica, que explicaba que mientras los planetas giraban en círculo, el centro del círculo, o epiciclo, describía a su vez la circunferencia de otro círculo. En el mejor de los casos, la teoría era matemáticamente ingeniosa y ofrecía una explicación del movimiento aparente en el cielo del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas que tuvo amplia aceptación hasta el siglo XVI.

Copérnico (1473-1543) elaboró una teoría diferente. Creía que si bien los planetas, incluida la Tierra, giraban alrededor del Sol, este permanecía inmóvil. De ser cierta la idea de una Tierra en movimiento —a la que dejaba de considerarse el centro del universo—, tendría consecuencias trascendentales. Menos de cien años después, el astrónomo italiano Galileo Galilei apuntó sus telescopios al cielo y sus observaciones le convencieron de que la hipótesis copernicana sobre la rotación de la Tierra alrededor del Sol era acertada. No obstante, la Iglesia Católica calificó sus conclusiones de heréticas y lo obligó a retractarse.

Los errores religiosos han hecho que los teólogos de la Iglesia hayan negado verdades científicas. Ha habido que esperar casi trescientos sesenta años para que la Iglesia rehabilitara a Galileo. En su edición semanal del 4 de noviembre de 1992, L’Osservatore Romano reconoció que hubo un “error subjetivo de juicio” en el caso seguido contra Galileo.

Aún existen impostores

También en este siglo XX las religiones de la cristiandad manifiestan una falta de respeto a la verdad similar al dar prioridad a teorías científicas no demostradas, en detrimento de la verdad, tanto científica como religiosa. El mejor ejemplo de ello es la indemostrable teoría de la evolución, fruto ilegítimo del “conocimiento” científico defectuoso y las enseñanzas religiosas falsas.a

Charles Darwin publicó El origen de las especies por selección natural el 24 de noviembre de 1859, pero la idea de la evolución procede en realidad de tiempos precristianos. El filósofo griego Aristóteles, por ejemplo, representó al hombre como el resultado final de una cadena evolutiva que partía de formas de vida animal inferiores. Aunque al principio el clero rechazó la teoría darwiniana, la obra The Book of Popular Science comenta: “La evolución se convirtió [más tarde] en algo más que una teoría científica [...]. Llegó a ser un atractivo reclamo y hasta una filosofía”. El concepto de la supervivencia del más apto atrajo a aquellos cuyo objetivo era llegar a lo más alto de la escala social.

El clero enseguida dejó de ofrecer resistencia. A este respecto, The Encyclopedia of Religion dice que “la teoría darwiniana de la evolución no solo alcanzó reconocimiento, sino una resonante aclamación”, y que “hacia [1882], el año en que murió [Darwin], los clérigos más previsores y elocuentes habían llegado a la conclusión de que la evolución era perfectamente compatible con un entendimiento profundo del texto bíblico”.

Se han adoptado estas posiciones pese a lo que se reconoce en la obra The Book of Popular Science: “Incluso los más firmes defensores de la doctrina de la evolución orgánica tienen que admitir que existen lagunas e inexactitudes notorias en la teoría original de Darwin”. El libro también menciona que “gran parte de la teoría original de Darwin ha sido renovada o desechada”, aunque reconoce que la teoría de la evolución ha “influido profundamente en casi todo campo de actividad humana”, y que “la historia, la arqueología y la etnología han experimentado cambios profundos por su causa”.

Muchos científicos actuales cuestionan seriamente la teoría de la evolución. Sir Fred Hoyle, fundador del Cambridge Institute of Theoretical Astronomy y miembro asociado de la American National Academy of Sciences, escribió hace unos diez años: “Personalmente no tengo ninguna duda de que a los historiadores de la ciencia del futuro les resultará misterioso que una teoría que puede considerarse impresentable, haya llegado a ser tan ampliamente admitida”.

Al atacar la mismísima base de nuestra existencia, la evolución roba al Creador el mérito que le corresponde, contradice su pretensión de ser científica y le hace un flaco favor a la incesante lucha del hombre por hallar la verdad científica. Karl Marx acogió con agrado dicha teoría y la premisa de la ‘supervivencia del más apto’ con el fin de alentar el auge del Comunismo. No obstante, la evolución es un impostor de la clase más vil.

¿Quiénes son las víctimas?

Cualquier persona que se deje engañar por teorías seudocientíficas se convierte en víctima. De todas formas, aceptar sin más las verdades científicas también puede entrañar ciertos riesgos. Los espectaculares avances de la ciencia, propiciados por la revolución científica, han hecho creer a muchos que ya no hay nada que la ciencia no pueda lograr.

Esta idea se ha visto reforzada a medida que el progreso científico ha socavado la postura anticientífica que en un tiempo adoptó la religión falsa. El comercio y la política empezaron a ver la ciencia como una herramienta utilísima para alcanzar sus fines: compensación económica o consolidación del poder político.

En pocas palabras, la ciencia se ha convertido paulatinamente en un dios, dando paso así al cientificismo. El Diccionario de la lengua española define cientificismo como la “tendencia a dar excesivo valor a las nociones científicas”, y “teoría según la cual los métodos científicos deben extenderse a todos los dominios de la vida intelectual y moral sin excepción”.

Con el ocaso del siglo XIX, la gente comenzó a preguntarse qué depararía el siglo XX. ¿Podría la ciencia implantar sobre la Tierra el “paraíso” que muchos la creían capaz de producir? ¿O seguirían sus impostores sembrando de nuevas víctimas el “campo de batalla” de su revolución? El artículo “La ‘magia’ del siglo XX”, que se publicará en nuestro próximo número, contestará estas preguntas.

[Nota a pie de página]

a Una de dichas enseñanzas es el concepto fundamentalista de que los días de la “semana” creativa mencionada en Génesis duraron veinticuatro horas literales cada uno. La Biblia muestra que en realidad fueron períodos cuya duración se cifra en miles de años.

[Fotografías en la página 15]

Nicolás Copérnico

Galileo Galilei

[Reconocimiento]

Fotos tomadas de Giordano Bruno and Galilei (edición alemana)

[Recuadro en la página 14]

Un mundo electrodependiente

HACE relativamente poco tiempo, a principios del siglo XIX, se pensaba que la electricidad era un fenómeno físico interesante, pero de poca utilidad práctica. Hombres de varios países y antecedentes, como H. C. Ørsted (1777-1851), M. Faraday (1791-1867), A. Ampère (1775-1836) y B. Franklin (1706-1790), hicieron importantes descubrimientos que, no obstante, como contrapartida colocaron el fundamento de un mundo electrodependiente, cuyas funciones vitales languidecerían si el fluido eléctrico se interrumpiera.

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