El majestuoso cisne cantor
Por el corresponsal de ¡Despertad! en Gran Bretaña
LAS aguas del lago Grindon —situado en medio de las onduladas colinas northumbrianas, no muy lejos de la frontera entre Inglaterra y Escocia— reflejaban los tonos rojizos y pardos de los cerros circundantes cubiertos de helechos. Mientras contemplaba el paisaje, unos gansos grises picoteaban la parte superior de las plantas acuáticas junto a grupos de agachadizas, avefrías y chorlitos dorados.
De repente, mientras la neblina empezaba a disiparse lentamente, oí un sonido fuerte parecido al de una trompeta. Se trataba del reclamo de una bandada de cisnes cantores que sobrevolaba las colinas a poca altura. Verlos planear con sus alas de más de 2,5 metros de envergadura antes de posarse sobre el agua fue un espectáculo de imponente belleza. A mediados de octubre, cuando se congelan las aguas septentrionales, estas aves migran en dirección sur desde Rusia, Islandia y el norte de Europa en busca de alimento: agua, plantas, moluscos, semillas e insectos.
Los veintinueve cisnes que había en el lago ofrecían una escena preciosa cuando los enfoqué con los prismáticos para ver de cerca las manchas triangulares amarillas que tienen en la base del pico. La posición erguida del cuello les confería un aspecto solemne.
Hubo un tiempo en que el cisne cantor se reproducía en Gran Bretaña, pero en el siglo XVIII dejó de hacerlo, y hasta la fecha no ha vuelto a anidar en la isla. En la época de cría se vuelve muy agresivo y protege con pasión de cualquier enemigo potencial el nido, que contiene de cinco a siete huevos, y después los polluelos.
Macho y hembra construyen juntos el nido con palos sobre una isla o directamente encima del agua. Los nidos construidos en el agua constituyen islas flotantes que soportan el peso de un hombre. La hembra incuba los huevos, de color amarillento, por un espacio de treinta y cinco a cuarenta y dos días. Ambas aves también cuidan conjuntamente a las crías hasta que estas emprenden el vuelo, al cabo de unas diez semanas.
Mientras el esplendoroso sol carmesí se ponía tras las ruinas del fuerte romano de Vercovicium, tiñendo de rosa pálido el lago y los cisnes, pausé para reflexionar sobre la belleza de la vida y la maravilla de una obra creativa tan majestuosa.