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  • La pérdida de su mundo
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¡Despertad! 1996
g96 8/9 págs. 7-12

La pérdida de su mundo

LA HISTORIA de Estados Unidos se ha sintetizado durante muchos años en la expresión: “La conquista del Oeste”. Las películas de Hollywood evocan la época de los colonizadores blancos que atravesaron las llanuras y montañas de Norteamérica, con soldados tipo John Wayne, vaqueros y luchas entre los colonizadores y los feroces y salvajes indios que blandían su hacha de guerra. Mientras el hombre blanco buscaba tierras y oro, algunos sacerdotes y predicadores de la cristiandad se dedicaban supuestamente a salvar almas.

¿Cómo se ve la historia desde el ángulo de los indígenas de América, sus primeros habitantes? Con la llegada de los europeos, los indios “tuvieron que encararse al depredador más voraz que jamás había penetrado en su entorno: los invasores blancos procedentes de Europa”, dice el libro The Native Americans—An Illustrated History (Historia ilustrada de los amerindios).

La armonía condujo a la lucha

Al principio, los indígenas recibieron con bondad y cooperación a muchos de los primeros europeos que llegaron al nordeste americano. Un relato dice: “Sin la ayuda de los powhatan, el asentamiento británico de Jamestown (Virginia) —la primera colonia inglesa permanente en el Nuevo Mundo— no habría sobrevivido a su primer y terrible invierno de 1607-1608. Igualmente, la colonia que fundaron los ‘peregrinos’ en Plymouth (Massachusetts) habría fracasado de no haber sido por la ayuda de los wampanoag”. Algunos indígenas enseñaron a los inmigrantes la manera de fertilizar la tierra y cultivarla. ¿Y cuánto éxito habría tenido la expedición de Lewis y Clark en los años 1804-1806 (para encontrar una vía de transporte práctica que enlazara los territorios de Luisiana y Oregón) sin la ayuda e intervención de la india shoshone Sacagawea? Ella fue su “señal de paz” cuando se vieron cara a cara con los indios.

Sin embargo, debido a la manera de utilizar la tierra los europeos y a que los recursos alimentarios eran limitados, la enorme inmigración a Norteamérica provocó tensiones entre los invasores y los nativos. El historiador canadiense Ian K. Steele explica que en el siglo XVII había 30.000 indios narragansett en Massachusetts. Su jefe, Miantonomo, “percibiendo el peligro, [...] trató de expandir su alianza con los mohawk a fin de crear un movimiento de resistencia amerindio general”. Parece ser que en 1642 dijo lo siguiente a los montauk: “[Tenemos que] ser uno como ellos [los ingleses], de lo contrario desapareceremos pronto, pues sabéis que nuestros padres tenían muchos ciervos y pieles, nuestras llanuras estaban llenas de ciervos, al igual que nuestros bosques, y de [pavos], y nuestras calas llenas de peces y aves. Pero estos ingleses que tomaron nuestra tierra, cortan la hierba con guadañas y los árboles con hachas; sus vacas y caballos se comen la hierba, y sus cerdos echan a perder nuestros bancos de almejas, así que todos moriremos de hambre”. (Warpaths—Invasions of North America [En pie de guerra: Invasiones de Norteamérica].)

Los intentos de Miantonomo por formar un frente amerindio unido se malograron. En 1643, durante una guerra tribal, fue capturado por el jefe Uncas, de la tribu mohegan, quien lo entregó a los ingleses acusado de rebelde. Como estos no tenían poder legal para condenar y ejecutar a Miantonomo, buscaron una solución conveniente. Steele añade: “No pudiendo ajusticiar [a Miantonomo] por estar fuera de la jurisdicción de todas las colonias, las autoridades dispusieron que Uncas lo ejecutase ante testigos ingleses para constatar que se le había dado muerte”.

Este hecho ilustra no solo los constantes conflictos entre los colonos invasores y los nativos, sino también las rivalidades y traiciones recíprocas entre las tribus, que ya existían antes de que el hombre blanco llegara a Norteamérica. En las guerras por la dominación colonial de Norteamérica libradas entre los británicos y los franceses, estos tenían de su lado a algunas tribus, y aquellos a otras. Prescindiendo de quiénes perdieran, todas las tribus implicadas pagaban muy caras las consecuencias.

“Un abismo de incomprensión”

He aquí uno de los modos de ver la invasión europea: “Lo que los caudillos de las naciones indias no entendieron, a menudo hasta que fue demasiado tarde, era cómo veían los europeos a los indios. Para muchos, no eran ni blancos ni cristianos, sino solo unos salvajes —incivilizados y crueles—, un artículo peligroso y carente de sentimientos destinado a los mercados de esclavos”. Tal actitud de superioridad tuvo trágicas consecuencias en las tribus.

El criterio europeo era incomprensible para los amerindios. Según palabras de Philmer Bluehouse, consejero navajo, en una entrevista reciente concedida a ¡Despertad!, mediaba “un abismo de incomprensión”. Los indígenas no opinaban que su civilización fuera inferior, sino diferente, con unos valores totalmente distintos. Por ejemplo, el concepto de vender tierras era completamente ajeno a los indios. ¿Puede uno poseer y vender el aire, el viento o el agua? Entonces, ¿por qué la tierra? Estaba allí para que todos la utilizaran. Por eso los indios no cercaban los terrenos.

Con la llegada de los británicos, los españoles y los franceses, se produjo lo que se ha calificado de “encuentro cataclísmico de dos culturas distintas”. Los indígenas vivían en armonía con la tierra y la naturaleza desde hacía siglos, y sabían sobrevivir sin trastornar el equilibrio del medio ambiente. Sin embargo, los blancos tacharon a estos enseguida de seres feroces e inferiores, desviando así la atención, con oportunismo, del salvajismo con que ellos los habían sojuzgado. En 1831, el historiador francés Alexis de Tocqueville resumió la opinión imperante que tenían los blancos respecto a los indios como sigue: “El cielo no los ha hecho para que se civilicen; es necesario que mueran”.

El peor asesino

A medida que los nuevos pobladores cruzaban Norteamérica en dirección oeste, la violencia engendraba violencia. Sin importar quiénes atacaran primero, los indios o los invasores europeos, todos cometían atrocidades. Los indios eran temidos por su reputación de arrancar el cuero cabelludo, práctica que algunas personas creen que aprendieron de europeos que ofrecían recompensas a cambio de cueros cabelludos. Aun así, los indios luchaban por una causa perdida contra un enemigo muy superior, tanto en número como en armas. En la mayoría de los casos, las tribus acababan teniendo que abandonar sus tierras ancestrales o morir. Y muchas veces sufrían ambas consecuencias: después de abandonar sus tierras se les daba muerte o morían de enfermedad y de hambre.

Pero lo que más diezmó a las tribus indias no fueron las batallas. Ian K. Steele escribe: “Las armas más potentes durante la invasión de Norteamérica no fueron el rifle ni el caballo ni la Biblia ni la ‘civilización’ europea. Fueron las epidemias”. Respecto al efecto que tuvieron las enfermedades del Viejo Mundo en las Américas, Patrica Nelson Limerick, profesora de Historia, escribió: “Al ser introducidas en el Nuevo Mundo, estas mismas enfermedades [a las que los europeos habían desarrollado inmunidad con el paso de los siglos] —varicela, sarampión, gripe, paludismo, fiebre amarilla, tifus, tuberculosis y, sobre todo, viruela— encontraron poca resistencia. Las tasas de mortalidad eran muy elevadas, llegando a alcanzar el 80 o el 90% en una aldea tras otra”.

Russell Freedman describe así una epidemia de viruela que hubo en 1837: “Los mandan fueron los primeros afectados, seguidos en rápida sucesión por los hidatsas, los assiniboines, los aricaras, los siux y los pies negros”. Los mandan fueron casi totalmente exterminados. De una población de alrededor de 1.600 en 1834, quedaron reducidos a 130 en 1837.

¿Qué pasó con los tratados?

Hasta el día de hoy, los ancianos de las tribus todavía pueden recitar las fechas de los tratados que firmó el gobierno de Estados Unidos en el siglo XIX con sus antepasados. Pero ¿qué ofrecían realmente aquellos tratados? A cambio de buenas tierras, por lo general se les dio una reserva árida y ayuda gubernamental para subsistir.

Un ejemplo del desdén con el que se trató a las tribus indígenas lo tenemos en el caso de las naciones iroquesas (de este a oeste: mohawk, oneidas, onondagas, cayugas y senecas) después de la derrota de los británicos a manos de los colonos norteamericanos en la guerra de la Independencia, que finalizó en 1783. Los iroqueses se habían puesto del lado de los británicos, y, según Alvin Josephy, hijo, todo lo que recibieron en compensación fue insultos y abandono. Los británicos, “sin tener en cuenta a [los iroqueses], cedieron a Estados Unidos la soberanía sobre las tierras [iroquesas]”. Luego añade que hasta aquellos iroqueses que habían apoyado a los colonizadores en su lucha contra los británicos “fueron víctimas de codiciosos individuos y compañías que especulaban en terrenos y del propio gobierno estadounidense”.

Cuando en 1784 se convocó una reunión para firmar un tratado, James Duane, que había sido representante del Comité de Asuntos Indios del Congreso Continental, exhortó a los funcionarios del gobierno a “tratar a los iroqueses deliberadamente como seres inferiores para socavar cualquier indicio de confianza en sí mismos que todavía les quedara”.

Su arrogante proposición se llevó a cabo. Algunos iroqueses fueron tomados como rehenes, y se hicieron “negociaciones” a punta de pistola. Los iroqueses, aunque no se consideraban vencidos en guerra, tuvieron que renunciar a todas las tierras que tenían al oeste de Nueva York y Pensilvania y aceptar una reserva de dimensiones reducidas en el estado de Nueva York.

Se utilizaron tácticas similares contra la mayoría de las tribus indígenas. Josephy también dice que los funcionarios estadounidenses se valieron de “sobornos, amenazas, alcohol y manipulaciones de representantes no autorizados para tratar de arrebatar tierras a los delawares, los wyandot, los ottawas, los chippewas [u ojibwas], los shawnees y otras naciones de Ohio”. Es comprensible que los indios no tardaran en desconfiar del hombre blanco y de sus promesas vacías.

La “larga marcha” y la “senda de las lágrimas”

Cuando estalló la guerra de Secesión (1861-1865), hubo que retirar soldados del territorio navajo, en el sudoeste. Los navajos aprovecharon esta tregua para atacar los asentamientos estadounidenses y mexicanos en el valle del río Grande (Bravo), en el territorio de Nuevo México. En respuesta, el gobierno envió al coronel Kit Carson y sus Voluntarios de Nuevo México para reprimir a los navajos y llevarlos a una reserva situada en una árida franja de tierra denominada Bosque Redondo. Carson arrasó las casas y cosechas de los navajos para sacarlos del impresionante cañón de Chelly, en el nordeste de Arizona. Hasta destruyó más de cinco mil durazneros (melocotoneros).

Hizo prisioneros a 8.000 navajos y los obligó a emprender la “larga marcha” de unos 500 kilómetros hasta el campo de detención de Bosque Redondo en el fuerte Sumner (Nuevo México). Un informe dice: “Hacía un frío glacial, y muchos de los exiliados —mal vestidos y desnutridos— murieron en el camino”. Las condiciones que había en las reservas eran terribles. Los navajos tuvieron que cavar agujeros en el suelo para cobijarse. En 1868, tras reconocer su grave error, el gobierno concedió a los navajos 1.500.000 hectáreas de sus tierras ancestrales en Arizona y Nuevo México. Los navajos regresaron, pero ¡qué precio habían tenido que pagar!

Entre 1820 y 1845, decenas de miles de choctaw, cheroquis, chickasaw, creek y seminolas fueron obligados a abandonar sus tierras en el sudeste y a marchar hacia el oeste, más allá del río Misisipí, hasta lo que hoy es Oklahoma —a centenares de kilómetros de distancia—. Debido a las crueles condiciones invernales, muchos murieron. La marcha forzada hacia el oeste se hizo tristemente célebre con el nombre de la “senda de las lágrimas”.

Las injusticias perpetradas contra los amerindios quedan confirmadas aún más por las palabras del general estadounidense George Crook, quien persiguió a los siux y los cheyennes en el norte. Él dijo: “La causa del indio rara vez es reflejada con justicia. [...] De producirse entonces algún incidente, la atención pública se vuelca sobre los indios, sobre sus crímenes y atrocidades, [las únicas] que todo el mundo se apresura a condenar, [mientras que] aquellos cuya injusticia fue el origen del problema [quedan impunes]. Nadie conoce esta situación mejor que el indio mismo, el cual considera con asombro [comprensible] la iniquidad de un Gobierno que sólo castiga a él, en tanto que permite que el hombre blanco siga con sus desmanes”. (Enterrad mi corazón en Wounded Knee.)

¿Cómo les va hoy día a los amerindios después de más de cien años de dominación europea? ¿Se encuentran en peligro de desaparecer a causa de la integración? ¿Qué esperanza tienen para el futuro? El siguiente artículo responderá a estas y otras preguntas.

[Ilustración de la página 11]

Cañón de Chelly, donde empezó la “larga marcha”

[Ilustración y recuadro de la página 10]

Un animal que cambió su mundo

Los europeos introdujeron en Norteamérica un animal que cambió el estilo de vida de muchas tribus: el caballo. Los primeros que llevaron caballos al continente fueron los españoles, en el siglo XVII. Los amerindios aprendieron el arte de montarlos a pelo, como no tardaron en descubrir los invasores europeos. Los caballos facilitaron a los indígenas la caza del bisonte, y, con ellos, las tribus nómadas atacaban a las tribus cercanas que vivían en aldeas permanentes, las saqueaban y se llevaban bienes, mujeres y esclavos.

[Ilustraciones de la página 8]

Artesanía navaja: tejidos y joyas

[Mapa de la página 7]

(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)

Localización de algunas tribus de Norteamérica en el siglo XVII

Kutenais

Spokan

Nez Percé

Shoshones

Klamath

Paiutes del Norte

Miwok

Yokutos

Serranos

Mohaves

Pápagos

Pies negros

Salish

Cuervos

Cheyennes

Arapahos

Utes

Hopis

Navajos

Jicarillas

Apaches

Comanches

Mescaleros

Lipán

Crees de las llanuras

Assiniboines

Hidatsas

Mandan

Yanktonais

Aricaras

Teton

Siux

Yankton

Pawnees

Otos

Kansas

Kiowas

Osages

Quapaw

Caddos

Wichitas

Tonkawas

Atakapas

Santees

Iowas

Illinois

Missouris

Chickasaw

Alabamas

Choctaw

Ojibwas

Sauk

Fox

Kickapoos

Miamis

Shawnees

Cheroquis

Catawbas

Creek

Timucúas

Algonquinos

Ottawas

Hurón

Iroqueses

Potawatomis

Susquehannas

Eries

Delawares

Powhatan

Tuscaroras

Micmac

Malecites

Abnakis

Sokokis

Massachuset

Wampanoag

Narragansett

Mohegan

Montauk

[Reconocimiento]

Indígena: Ilustración basada en una foto de Edward S. Curtis; Norteamérica: Mountain High Maps® Copyright © 1995 Digital Wisdom, Inc.

[Recuadro de la página 9]

Una vida difícil para las mujeres

En la mayoría de las tribus, los hombres eran cazadores y guerreros, y a las mujeres les correspondía un sinfín de tareas, como por ejemplo criar a los hijos y sembrar y cosechar el grano para después molerlo. Colin Taylor escribe: “El principal papel de las mujeres indias de las praderas [...] era mantener la institución familiar, dar a luz hijos y cocinar. En las sociedades agrícolas las mujeres también se ocupaban de los campos, [...] y en las tribus nómadas occidentales que vivían de la caza del búfalo, ayudaban a sacrificar el animal, lo llevaban al campamento y preparaban la carne y la piel para uso futuro”. (The Plains Indians [Los indios de las praderas].)

Otra obra dice lo siguiente acerca de los apaches: “Las labores del campo eran responsabilidad de las mujeres y no se consideraban degradantes ni de poca importancia. Los hombres colaboraban en la agricultura, pero las mujeres la tomaban más en serio. [...] Siempre sabían seguir los ritos agrícolas. [...] La mayoría de las indias rezaban mientras regaban la tierra”. (The Native Americans—An Illustrated History.)

Las mujeres también fabricaban los tipis, viviendas temporales que solían durar unos dos años. Eran ellas quienes las montaban y las desmontaban cuando la tribu se trasladaba. No cabe la menor duda de que las mujeres llevaban una vida dura. Pero los hombres también, en su papel de guardianes de la tribu. Las mujeres eran respetadas y tenían muchos derechos. En algunas tribus, como la de los hopis, hasta hoy día la propiedad de los bienes corresponde a las mujeres.

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