Por fin encontré la verdad
A finales de agosto de 1939, cuando regresaba a Budapest (Hungría), me detuve en Moscú. Unos días antes, el 23 de agosto, se había firmado el pacto germano-soviético de no agresión, y las banderas nazis con la esvástica decoraban las paredes del Kremlin. ¿Por qué me encontraba en Rusia, y qué me esperaba en mi país natal?
EMPECEMOS por el principio. Nací el 15 de enero de 1918 en la pequeña ciudad húngara de Veszprém, y fui el primero de cuatro hijos. Nuestros padres nos hacían ir a la iglesia con regularidad. A los cinco años, ya ayudaba a misa en un convento católico romano. En casa, jugaba a decir misa para mis hermanos vestido con una sotana de papel que yo mismo había confeccionado.
Cuando tenía ocho años, mi padre nos abandonó, y mamá cuidó de nosotros con la ayuda de su madre. Al cabo de un año, mamá murió de cáncer. Con el transcurso de los años, los cuatro hermanos fuimos separados y enviados a diversos orfanatos y hogares de acogida. El último orfanato en el que viví estaba cerca de Budapest. Lo dirigían los Hermanos Maristas, un instituto religioso católico fundado en Francia y dedicado a la enseñanza. Como amaba mucho a Dios, cuando cumplí los 13 años acepté el ofrecimiento de cursar estudios con ellos.
Una extensa educación religiosa
Al año siguiente me enviaron a Grecia, a una escuela de magisterio de los Hermanos Maristas en la que la enseñanza se impartía en francés. Cuatro años después, en 1936, me gradué y recibí un certificado que me facultaba para ser maestro de enseñanza primaria. Después de la graduación ingresé en la institución religiosa e hice el voto triple de pobreza, obediencia y castidad. Aunque los hermanos llevábamos hábito y enseñábamos catecismo, nunca estudiamos la Biblia.
Aquel verano solicité ejercer el magisterio en China, y mi petición fue aprobada. El 31 de octubre de 1936 zarpé de Marsella (Francia) en un transatlántico, y llegué a Shanghai el 3 de diciembre. Desde allí seguí en tren hasta Pekín, la capital, en el norte de China.
Los Hermanos Maristas tenían una gran escuela, dormitorios y una granja en una región montañosa, a unos 25 kilómetros de Pekín. El lugar estaba cerca de la residencia de verano del emperador, y en él había árboles frutales y huertos muy bien cuidados. Allí me dediqué al estudio intensivo del chino y el inglés; pero nunca estudiamos la Biblia.
En medio del caos
A principios de los años treinta, Japón se apoderó de Manchuria, que pertenecía a China. En julio de 1937 se enfrentaron las tropas japonesas y chinas cerca de Pekín. Los japoneses vencieron y establecieron un nuevo gobierno constituido por dirigentes chinos de su elección, lo que impulsó a los guerrilleros chinos a luchar contra él.
Aunque nuestro monasterio quedaba cerca de Pekín, ningún bando lo atacó directamente porque se consideraba territorio francés. De todas formas hubo balas perdidas, incluidas varias de cañón, que hirieron a algunos de los más de cinco mil chinos que se habían refugiado en el monasterio. Mientras tanto, los guerrilleros chinos gobernaban la región rural.
En septiembre de 1937, unos trescientos guerrilleros chinos armados atacaron nuestras instalaciones en busca de armas, dinero y comida. Fui uno de los diez europeos que tomaron como rehenes. Al cabo de seis días empezaron a liberar rehenes, y yo estuve entre los primeros. Había enfermado por comer alimentos contaminados, y tuve que pasar un mes en el hospital.
Cuando me dieron de alta, fui trasladado a otra escuela marista ubicada en una zona de Pekín menos peligrosa. En enero de 1938 me enviaron a Shanghai para dar clases, y en septiembre regresé a Pekín con el fin de seguir enseñando en esa ciudad. Sin embargo, cuando terminó el curso escolar, no renové los votos religiosos. Durante siete años me había dedicado a la vida y enseñanza religiosas, pero mi búsqueda de la verdad no me había satisfecho. Así que dejé la institución y decidí regresar a Budapest.
Para entonces se estaban formando los nubarrones de la II Guerra Mundial. Mis superiores franceses me animaron a tomar el ferrocarril Transiberiano, que atravesaba partes de la Unión Soviética. Fue en aquel viaje cuando, el 27 de agosto de 1939, llegué a Moscú y vi las paredes del Kremlin decoradas con banderas nazis.
Un mundo en guerra
Llegué a Budapest el 31 de agosto de 1939. Al día siguiente los alemanes invadieron Polonia, lo que dio comienzo a la II Guerra Mundial. Posteriormente, Alemania rompió el pacto de no agresión que había firmado con la Unión Soviética y, el 22 de junio de 1941, los ejércitos de Hitler la invadieron. Aunque penetraron hasta las mismas puertas de Moscú, no lograron tomar la ciudad.
El primer ministro de Hungría firmó un acuerdo de paz con Alemania, el cual concedía libertad a sus ejércitos para pasar por Hungría. En 1942 me casé, y en 1943 fui reclutado para servir en el ejército húngaro. En marzo de 1944, Alemania invadió Hungría porque Hitler no estaba satisfecho con el apoyo de este país a su esfuerzo bélico. Aquel año nació nuestro hijo. Para evitar el intenso bombardeo de Budapest, mi esposa y mi hijo se fueron a casa de mis suegros, que vivían en el campo.
El curso de la guerra cambió, y el ejército soviético avanzó hacia Budapest, adonde llegó el 24 de diciembre de 1944. Fui capturado por los rusos, que me hicieron prisionero de guerra. A miles de prisioneros se nos obligó a marchar unos 160 kilómetros hasta la ciudad húngara de Baja. Una vez allí nos hacinaron en vagones de ganado y nos llevaron a Timisoara, donde nos recluyeron en un enorme campo de concentración. De los 45.000 prisioneros, no menos de veinte mil murieron a principios de 1945 a causa de una epidemia de fiebre tifoidea.
En el mes de agosto se trasladó a los 25.000 supervivientes del campo hasta el mar Negro. Desde allí, unos veinte mil fueron deportados a la Unión Soviética; a los 5.000 restantes, entre ellos yo, como estábamos enfermos, nos devolvieron a Hungría y nos dejaron en libertad. Así terminaron ocho terribles meses de cautiverio. Unas semanas después, me reuní con mi esposa y mi hijo, y regresamos a Budapest.
En el caso de muchas personas, el sufrimiento no acabó al terminar la guerra. El alimento escaseaba y la inflación era terrible. Lo que en 1938 costaba un pengö húngaro, en 1946 llegó a costar ¡un quintillón (1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000) de pengö! Con el tiempo conseguí trabajo de oficinista en la compañía de ferrocarril, y nuestra vida mejoró.
Encuentro la verdad
En 1955, un testigo de Jehová que vivía en nuestro mismo edificio de apartamentos en Budapest empezó a hablar de la Biblia a mi esposa, Anna. Cuando Anna me dijo que la Biblia no enseñaba que el infierno fuera un lugar de tormento, se me despertó el interés. (Eclesiastés 9:5, 10; Hechos 2:31.) Siendo católico, nunca había estudiado la Biblia, ni siquiera cuando recibí educación especializada en las escuelas de la Iglesia. Me había limitado a aceptar las enseñanzas católicas antibíblicas, como la del fuego del infierno. De modo que llegué a amar las verdades de la Biblia, especialmente las relacionadas con el Reino de Dios y con su forma de realizar el propósito divino de convertir la Tierra en un paraíso. (Mateo 6:9, 10; Lucas 23:42, 43; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4.) Sentí una felicidad como la que nunca antes había sentido.
En aquel tiempo, a los testigos de Jehová de Hungría se les perseguía y encarcelaba por enseñar valerosamente las verdades del Reino de Dios. Leí todas las publicaciones de los Testigos que me fue posible encontrar en húngaro, y hasta pude hacerme con aquellas en inglés y francés que no se habían traducido al húngaro. ¡Qué agradecido me sentí de haber aprendido esos idiomas!
En octubre de 1956, los húngaros se alzaron contra el régimen comunista impuesto por los rusos. En Budapest la lucha fue muy intensa. Se puso en libertad a gran cantidad de presos, entre ellos los testigos de Jehová. Durante ese tiempo mi esposa y yo nos bautizamos en símbolo de nuestra dedicación a Jehová Dios. Una semana después, las tropas rusas sofocaron la revolución, y los Testigos que habían sido puestos en libertad, volvieron a ser encarcelados.
Un privilegio inestimable
Como casi todos los Testigos que estaban al cargo de la predicación se encontraban en la cárcel, un compañero de creencia me preguntó si yo podría efectuar algunos trabajos de traducción de nuestras publicaciones bíblicas. Al principio me dieron cartas particulares procedentes de Suiza que contenían artículos de La Atalaya mecanografiados en francés. Yo los traducía al húngaro, y después se hacían copias para las congregaciones.
En 1959, cuando János Konrád, el siervo de la sucursal de Hungría, salió en libertad tras doce años de prisión por motivo de su neutralidad cristiana, me nombraron traductor. Entonces empezaron a mandarme la información en inglés para que la tradujera. Solía traérmela una mensajera cuyo nombre no me revelaron. De esa manera, si alguna vez me aprehendían y torturaban, no podría divulgar su identidad.
Cuando terminaba de traducir La Atalaya, el hermano Konrád comprobaba la fidelidad de la traducción. Después, unas hermanas la mecanografiaban en hojas muy finas y sacaban hasta doce copias al carbón. De ese modo, a veces, todo el que asistía al Estudio de La Atalaya tenía su propia copia mecanografiada de la lección; y cuando terminaban, las pasaban a otro grupo. Pero muchas veces solo podíamos proporcionar una copia a cada grupo. En esos casos, los presentes tenían que prestar mucha atención y tomar notas a fin de beneficiarse al máximo del estudio bíblico.
Desde 1956 —cuando empecé a traducir— hasta 1978, La Atalaya en húngaro solo estaba disponible en páginas mecanografiadas. De 1978 a 1990, las copias que llegaban a las congregaciones ya estaban mimeografiadas. Y desde enero de 1990 hemos tenido la bendición de disponer de ambas revistas —La Atalaya y ¡Despertad!— en húngaro y bellamente impresas a cuatro colores.
Bajo el régimen comunista, toda persona debía tener empleo. Así que durante veintidós años —hasta que me jubilé en 1978—, el trabajo de traducción lo desempeñaba durante las horas que no estaba en mi lugar de empleo. Solía hacerlo muy de mañana y ya adentrada la noche. Al jubilarme, empecé a trabajar de jornada completa como traductor. En aquel entonces cada traductor trabajaba en su domicilio y, debido a la proscripción, nos era muy difícil comunicarnos unos con otros. En 1964 la policía registró simultáneamente las casas de los traductores y confiscó nuestro material de trabajo. Desde entonces, y durante años, la policía nos visitó a menudo.
Maravillosas bendiciones
En 1969 me concedieron el pasaporte, y János Konrád y yo pudimos viajar de Hungría a París para asistir a la Asamblea Internacional de los Testigos de Jehová “Paz en la Tierra”. Fue una gran bendición conocer a Testigos de otros países y pasar algunos días en la sucursal de los testigos de Jehová en Berna (Suiza). En los años setenta, a muchos Testigos húngaros les fue posible asistir a asambleas en Austria y Suiza.
Después de muchos años de restricciones oficiales, en 1986 celebramos en Budapest nuestra primera asamblea con aprobación del gobierno, en el Parque de la Juventud Kamaraerdő. Los más de cuatro mil asistentes tenían los ojos anegados en lágrimas de alegría al saludar a sus hermanos y ver el llamativo letrero de bienvenida en la puerta de entrada al parque.
Finalmente, el 27 de junio de 1989, el gobierno otorgó reconocimiento legal a los testigos de Jehová. La noticia se difundió por la televisión y la radio húngaras, con la consiguiente alegría de nuestros hermanos. Aquel año celebramos, sin ningún tipo de restricción, nuestras primeras asambleas de distrito desde que se proscribió nuestra obra casi cuarenta años antes. Más de diez mil personas asistieron a la asamblea de Budapest, y miles más acudieron a las otras cuatro que se celebraron en el país. ¡Qué bendición fue para mí ver a mi hermano menor, László, y su esposa, bautizarse en Budapest!
Más adelante, en julio de 1991, experimentamos otra bendición que superó nuestros más acariciados sueños: tuvimos una asamblea en el enorme Népstadion de Budapest, con una asistencia de más de cuarenta mil personas. En ella tuve el privilegio de interpretar los discursos pronunciados por miembros del personal de la sede mundial en Brooklyn.
En la actualidad, Anna y yo trabajamos con más de cuarenta hermanos queridos en la hermosa sucursal de los testigos de Jehová, situada en las afueras de Budapest. Yo trabajo en el Departamento de Traducción, junto a un magnífico equipo de hermanos más jóvenes, y Anna efectúa labores domésticas.
Pese a nuestros esfuerzos por inculcar la verdad bíblica en nuestro hijo, de mayor decidió no aceptarla. Pero últimamente su actitud hacia la verdad es favorable, y esperamos que con el tiempo llegue a servir a Jehová.
Mi esposa y yo estamos sumamente agradecidos por haber encontrado la verdad de nuestro amoroso Dios, Jehová, y por haber podido servirle durante más de cuarenta años.—Relatado por Endre Szanyi.
[Ilustración de la página 21]
Con mi esposa