Ahora me alegro de estar viva
“Te das cuenta de que vas a morir, ¿verdad?”, preguntó el médico. Aunque parezca irónico, en dos ocasiones anteriores la muerte habría sido un grato alivio. Pero en aquella ocasión no la deseaba. Permítame explicarle por qué.
ME CRIÉ en un barrio residencial de Long Island (Nueva York), y mi padre era un conocido piloto de automóviles de carreras. Era un hombre perfeccionista que vivía para competir, de carácter temperamental y muy difícil de complacer. Mamá, por otro lado, tenía un carácter más pacífico y tranquilo; le daba tanto miedo que mi padre participara en las carreras, que no tenía el valor de verlo correr.
Mi hermano y yo aprendimos desde muy pequeños a no llamar la atención en casa, algo que mamá ya se había acostumbrado a hacer. Pero no era fácil. Todos vivíamos con miedo a papá. La situación me afectó hasta el punto de pensar que no podía hacer nada bien. Mi autoestima decayó aún más cuando, siendo apenas una adolescente, un “amigo” de la familia me sometió a abusos deshonestos. Incapaz de afrontar mis sentimientos, traté de suicidarme. Aquella fue la primera vez que la muerte habría sido un grato alivio para mí.
Me sentía inútil y rechazada, y desarrollé un trastorno del apetito común entre las jóvenes que tienen poco amor propio. Me entregué a la búsqueda de emociones fuertes y empecé a llevar una vida de drogas, fornicación y abortos, a “buscar amor en los lugares equivocados”; como dice la letra de una canción. Me dio por el motociclismo, las carreras de automóviles y el buceo, y viajaba regularmente a Las Vegas para jugar. También consultaba a una adivina y utilizaba la tabla ouija por diversión, sin reconocer los peligros del espiritismo. (Deuteronomio 18:10-12.)
Además, la búsqueda de emociones fuertes me llevó a involucrarme en actividades ilegales como traficar con drogas y hurtar en las tiendas. Mi ansia de cariño y aprobación también resultó en una larga sucesión de amigos y novios. Todos estos factores combinados contribuyeron a que llevara una vida mucho más peligrosa de lo que me imaginaba.
Una noche, después de consumir alcohol y drogas en las casetas de mantenimiento del circuito de carreras, acepté imprudentemente que mi amigo me llevara a casa en su auto. Me desmayé en el asiento delantero y, por lo visto, poco después él también perdió el conocimiento. Me desperté bruscamente por el impacto de una colisión. Me hospitalizaron debido a las muchas lesiones que sufrí, pero con el tiempo me recuperé y solo me quedó dañada la rodilla derecha.
Deseo algo mejor
Aunque estimaba en poco mi vida, estaba muy interesada en la seguridad y los derechos de los niños y los animales, y en la protección del medio ambiente. Ansiaba ver un mundo mejor y, para ayudar a crear tal mundo, milité en muchas organizaciones. Fue este deseo de un mundo mejor lo que hizo que al principio me atrajera lo que decía una compañera de trabajo que era testigo de Jehová. Siempre que algo iba mal en el trabajo mencionaba con tono de frustración “este sistema”. Cuando le pregunté a qué se refería, me explicó que pronto llegaría el día en que la vida estaría libre de toda inquietud. Como a esa chica la respetaba mucho, la escuchaba con interés.
Aunque lamentablemente perdimos el contacto, jamás olvidé las cosas que me había dicho. Me di cuenta de que, si quería agradar a Dios, algún día tendría que efectuar cambios importantes en mi vida. Pero todavía no me sentía preparada. Aún así, cuando mis relaciones con algún chico empezaban a formalizarse, le explicaba que algún día llegaría a ser Testigo y que si no le gustaba la idea, mejor sería romper el noviazgo.
Mi último novio me dijo que deseaba saber más, y que si a mí me interesaba quizás a él también le interesaría. De modo que empezamos a buscar a los Testigos. Pero fueron ellos quienes nos encontraron un día que llamaron a mi puerta. Empezamos a estudiar la Biblia, si bien con el tiempo mi novio decidió dejar de estudiar y regresar con su esposa.
El estudio bíblico era bastante irregular. Me tomó tiempo entender el criterio de Jehová sobre la santidad de la vida. Sin embargo, tan pronto como ajusté mi modo de pensar, vi la necesidad de abandonar el paracaidismo deportivo y de dejar de fumar. Cuando la vida llegó a ser más preciada para mí, fue el momento de sentar la cabeza y dejar de correr riesgos. El 18 de octubre de 1985 simbolicé mi dedicación a Jehová mediante el bautismo en agua. Poco me imaginaba entonces que mi vida pronto pendería de un hilo.
De nuevo deseo morir
A los pocos meses, la noche del 22 de marzo de 1986, me encontraba frente a mi casa sacando del auto la ropa que traía de la lavandería, cuando un vehículo que circulaba a toda velocidad me atropelló, me arrastró más de treinta metros y se dio a la fuga. Aunque sufrí lesiones en la cabeza, estuve consciente todo el tiempo.
Boca abajo y en medio de una carretera oscura, solo pensaba en lo horrible que sería que me volvieran a atropellar. El dolor era terrible, insoportable. Por eso le pedía sin cesar a Jehová que me dejara morir. (Job 14:13.) Pero apareció una mujer que resultó ser enfermera. Le pedí que me colocara bien las piernas, pues las tenía destrozadas. Las enderezó y también me hizo un torniquete con un trozo de su vestido para detener la hemorragia que tenía en una pierna a causa de las complicadas fracturas. Encontraron mis botas a una manzana de allí, llenas de sangre.
La gente que pasaba no se imaginaba que yo era una peatona y me preguntaba dónde estaba mi vehículo. Como yo no sabía que había sido arrastrada tan lejos, creía que el auto estaba a mi lado. Los paramédicos, al llegar, pensaron que iba a morir y llamaron a la policía, pues una muerte por atropello pudiera ser un delito grave. Finalmente localizaron al conductor y lo arrestaron. Acordonaron la zona como escena de un crimen y se llevaron mi vehículo como prueba. Las dos puertas de uno de los lados habían sido arrancadas.
Me enfrento a una crisis
Al llegar al centro traumatológico, no dejaba de repetir, incluso con la mascarilla de oxígeno puesta: “¡No quiero sangre, no quiero sangre. Soy testigo de Jehová!”. Lo último que recuerdo es el contacto de las enormes tijeras que me subían por la espalda cortándome la ropa y las voces del equipo de traumatología gritando órdenes desesperadamente.
Cuando desperté, me sorprendí de estar viva. Perdía y recobraba la consciencia. Cada vez que despertaba rogaba a mi familia que avisara al matrimonio con quien había estudiado la Biblia. Como a mis familiares no les agradaba la idea de que me hubiese hecho Testigo, se “olvidaban” de avisarlos. Pero yo persistía —era lo primero que decía cada vez que abría los ojos—. Con el tiempo mi persistencia logró su fin, y un día, cuando desperté, allí estaban. ¡Qué alivio! El pueblo de Jehová sabía dónde me encontraba.
Pero mi gozo duró poco pues el recuento sanguíneo empezó a descender y me sobrevino una fiebre muy alta. Me extirparon los huesos que parecía que me provocaban la infección y me colocaron cuatro férulas en la pierna. No obstante, la fiebre pronto volvió a subir y la pierna se me puso negra. Se había gangrenado, y mi vida dependía de que me la amputaran.
Me presionan para que acepte sangre
Como el recuento sanguíneo me había bajado mucho, decían que era imposible operarme sin transfundir sangre. Médicos, enfermeras, familiares y antiguos amigos trataron de presionarme. Luego oí que cuchicheaban algo en la puerta; los médicos planeaban algo, pero no logré captar lo que decían. Menos mal que una Testigo que me estaba visitando en aquellos momentos oyó que querían transfundirme sangre a la fuerza. Se puso en contacto inmediatamente con los ancianos cristianos y estos acudieron en mi ayuda.
Se contrató a un psiquiatra para que evaluara mi estado mental. Obviamente, el propósito era que me declarara incompetente y así poder pasar por alto mis deseos. Pero el plan fracasó. Luego alguien trajo a un sacerdote que en el pasado había aceptado una transfusión de sangre para que me convenciera de que no había nada malo en ponerse sangre. Finalmente, mi familia solicitó una orden judicial para transfundirme sangre a la fuerza.
Como a las dos de la mañana entraron en mi cuarto un equipo de médicos, una taquígrafa de los tribunales, un alguacil, varios abogados en representación del hospital y un juez. Empezó el juicio. No había recibido ningún aviso previo, no tenía Biblia ni había nadie que me representara, y estaba muy sedada por causa del dolor. ¿Cuál fue el veredicto? El juez denegó la orden judicial y dijo que admiraba la integridad de los testigos de Jehová aún más que antes.
Un hospital de la ciudad de Camden (Nueva Jersey) estuvo dispuesto a aceptar mi caso. Como la administración del hospital neoyorquino estaba furiosa, se me negó todo tratamiento, incluso los calmantes. Tampoco se permitió que aterrizara allí el helicóptero que me trasladaría al hospital de Nueva Jersey. Gracias a Dios sobreviví al viaje en ambulancia. Al llegar, oí las palabras que mencioné al principio de mi relato: “Te das cuenta de que vas a morir, ¿verdad?”.
La operación fue un éxito
Me encontraba tan débil que una enfermera tuvo que ayudarme a firmar con una X el documento de consentimiento para que me operaran. Fue necesario amputarme la pierna derecha por encima de la rodilla. Después, el nivel de hemoglobina bajó a menos de 2, y los médicos temían que hubiera sufrido graves daños cerebrales pues no obtuvieron ninguna respuesta cuando me decían al oído: “Virginia, Virginia”, el nombre que aparecía en los papeles de ingreso al hospital. Pero cuando un poco después oí que alguien me susurraba: “Ginger, Ginger”, abrí los ojos y vi a un caballero que no conocía.
Bill Turpin pertenecía a una de las congregaciones de los testigos de Jehová de Nueva Jersey. Había oído a los Testigos de Nueva York referirse a mí por el nombre de Ginger, apodo por el que se me había conocido toda mi vida. Me formuló preguntas que yo podía responder parpadeando, pues estaba en un respirador y me era imposible hablar. “¿Quieres que trate de seguir visitándote —preguntó— y que les diga a los Testigos de Nueva York cómo estás?” Parpadeé sin parar. El hermano Turpin había corrido un riesgo al entrar a escondidas en mi cuarto, pues mi familia había prohibido que recibiera visitas de los Testigos.
A los seis meses de estar hospitalizada únicamente podía efectuar por mí misma tareas cotidianas básicas como la de comer y lavarme los dientes. Con el tiempo recibí una pierna artificial y pude caminar un poco con la ayuda de un andador. Cuando salí del hospital en septiembre de 1986 y regresé a mi apartamento, una enfermera estuvo en casa para ayudarme durante unos seis meses más.
Ayuda de nuestra hermandad
Aun antes de regresar a mi domicilio empecé a darme verdadera cuenta de lo que significa formar parte de la hermandad cristiana. (Marcos 10:29, 30.) Los hermanos no solo se ocuparon con cariño de mis necesidades físicas sino también de las espirituales. Con su ayuda amorosa me fue posible reanudar mi asistencia a las reuniones cristianas y, con el tiempo, incluso pude participar en la faceta del ministerio que se conoce como precursorado auxiliar.
La demanda civil contra el conductor del vehículo, que normalmente tarda un mínimo de cinco años en siquiera constar en la lista de juicios, quedó resuelta en el plazo de unos meses, para sorpresa de mi abogado. Con la indemnización que recibí, pude trasladarme a una vivienda con mejores accesos. Además, compré una furgoneta provista de controles manuales y de un elevador para la silla de ruedas. En 1988 emprendí el servicio de precursora regular, para el que hay que dedicar un mínimo de mil horas anuales a la predicación. Con el paso de los años he predicado en los estados de Dakota del Norte, Alabama y Kentucky, y ha sido muy gratificante. He recorrido con mi furgoneta más de 150.000 kilómetros, casi todos en el ministerio cristiano.
He tenido muchas experiencias graciosas con mi escúter eléctrico de tres ruedas. He volcado dos veces mientras predicaba con esposas de superintendentes viajantes. En una ocasión, en Alabama, pensé que podría saltar con él un riachuelo y terminé en el suelo, cubierta de lodo. Pero gracias a mi sentido del humor y a que no me tomo demasiado en serio, he podido mantener una actitud positiva.
Una esperanza segura me sostiene
A veces los problemas de salud han sido casi irresistibles. Hace unos años me vi obligada a descontinuar el precursorado en dos ocasiones porque parecía que había que amputarme la otra pierna. Sigo en peligro constante de perder la pierna, y durante los últimos cinco años he estado totalmente confinada en una silla de ruedas. En 1994 me rompí el brazo y necesité ayuda para bañarme, vestirme, cocinar, limpiar y también para trasladarme a cualquier lugar. Sin embargo, gracias al apoyo de los hermanos, pude continuar con el precursorado durante aquel revés.
A lo largo de mi vida he buscado lo que parecían ser emociones, pero ahora me doy cuenta de que los días más emocionantes están por venir. Mi convicción de que Dios sanará todas las enfermedades en su nuevo mundo cada vez más próximo hace que me alegre de estar viva ahora. (Isaías 35:4-6.) Anhelo que llegue ese nuevo mundo para poder nadar con las ballenas y los delfines, explorar las montañas con una leona y sus cachorros, y hacer algo tan sencillo como pasear por una playa. Qué alegría siento cuando me imagino haciendo todas las cosas que Dios se proponía que hiciéramos cuando nos creó para vivir en aquel Paraíso terrestre.—Relatado por Ginger Klauss.
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Cuando el juego era parte de mi vida
[Ilustración de la página 23]
Las promesas de Dios me sostienen