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  • g97 8/12 págs. 24-27
  • Jehová nos allanó el camino

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  • Jehová nos allanó el camino
  • ¡Despertad! 1997
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¡Despertad! 1997
g97 8/12 págs. 24-27

Jehová nos allanó el camino

NACÍ en 1924 cerca de la población de Cham, en el cantón suizo de Zug. Mis padres tuvieron trece hijos —diez varones y tres hembras—, de los cuales yo fui el primogénito. Dos de los varones murieron siendo muy pequeños; los demás nos criamos en una granja como católicos devotos durante la Gran Depresión.

Mi padre era un hombre honrado y afable, pero tendía a los arrebatos de ira. A veces incluso golpeaba a mi madre cuando esta, llevada de los celos, le reñía injustamente. Ella no consentía que él hablara con las vecinas, aunque no tenía motivos para dudar de su fidelidad. Esta situación me afligía mucho.

Mi madre era muy supersticiosa. Hasta los hechos más insignificantes los interpretaba como señales de “las pobres ánimas del purgatorio”. Yo detestaba tanta credulidad, pero los sacerdotes le alimentaban su superstición con lecturas que apoyaban sus creencias religiosas falsas.

Me hacía preguntas

Desde niño me hacía preguntas sobre Dios y el destino del hombre. Traté de llegar a conclusiones lógicas, pero había demasiadas contradicciones. Leí libros católicos sobre las vidas de santos, milagros, etc., sin que sus razones me convencieran. Era como si estuviera andando a tientas.

El cura del pueblo me aconsejó que no pensara más en dichos asuntos. Dijo que querer entenderlo todo era señal de orgullo y que Dios se oponía a los altivos. Me repugnaba en especial la enseñanza de que Dios atormentaría eternamente en un infierno de fuego a quien muriera sin confesar los pecados. Como eso significaba que la mayor parte de la humanidad sería atormentada para siempre, solía preguntarme cómo podía armonizar esto con el amor de Dios.

Asimismo ponía en tela de juicio la práctica católica de la confesión. Me asusté cuando en el colegio católico nos dijeron que los pensamientos impuros eran un pecado grave que había que confesar al sacerdote. Me preguntaba si me había acordado de confesarlo todo o si había olvidado algo, lo que invalidaría mi confesión y el perdón de los pecados. Así pues, en mi corazón brotaron dudas sobre la misericordia de Dios y su disposición a perdonar.

Luché por espacio de tres o cuatro años contra pensamientos deprimentes que me agotaban. Pensé en abandonar por completo la fe en Dios, pero luego reflexionaba: “Si persevero, de seguro hallaré el camino correcto”. Con el tiempo, mi fe en la existencia de Dios aumentó; sin embargo, seguía atormentado por las dudas sobre mis creencias religiosas.

Debido a la instrucción religiosa que recibí en la niñez, creía que Jesucristo estaba pensando en la Iglesia Católica Romana cuando dijo al apóstol Pedro: “Sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia”. (Mateo 16:18, Nácar-Colunga.) Llegué a creer que los aspectos positivos de la Iglesia finalmente triunfarían, y yo quería colaborar con ella en la consecución de dicho fin.

Matrimonio y familia

Como era el hijo mayor de la familia, trabajé con mi padre en la granja hasta que el hermano que me seguía estuvo en condiciones de tomar mi lugar. Entonces ingresé en una escuela agropecuaria católica, donde obtuve una maestría. Después, comencé a buscar esposa.

Conocí a Maria por medio de una de mis hermanas, y me enteré de que le había pedido a Dios un esposo con quien pudiera esforzarse por alcanzar la vida eterna. En nuestra participación de boda escribimos: “Unidos en el amor buscamos la felicidad, y los ojos en Dios fijamos. La vida es nuestro camino, y la dicha eterna, la meta que procuramos”. Nos casamos el 26 de junio de 1958 en el convento de Fahr, cerca de Zurich.

Maria y yo teníamos mucho en común. Ella venía de una familia profundamente religiosa y era la mayor de siete hermanos. Todos se criaron ocupados con las faenas de la granja, los deberes escolares y la iglesia, sin tener mucho tiempo para jugar. Los primeros años de nuestro matrimonio no fueron fáciles. Maria llegó a dudar de que yo fuera el hombre indicado para ella debido a la cantidad de interrogantes que tenía acerca de asuntos religiosos. Ella se negaba a cuestionar las enseñanzas de la Iglesia o la participación de esta en las guerras, cruzadas e inquisiciones. No obstante, ambos pusimos nuestra confianza en Dios, convencidos de que mientras procuráramos cumplir su voluntad, él nunca nos abandonaría.

En 1959 arrendamos una granja en las proximidades de Homburg, en el este de Suiza, la cual constituyó nuestro hogar por treinta y un años. El 6 de marzo de 1960 nació nuestro primer hijo, Josef, a quien le siguieron seis hermanos y una hermana, Rachel. Maria resultó una madre justa e imparcial, fiel a sus principios hondamente arraigados: una verdadera bendición para la familia.

Tras la verdad bíblica

Nuestra ignorancia religiosa se tornó cada vez más insoportable. A finales de los años sesenta empezamos a asistir a unas conferencias en una escuela católica para adultos, pero volvíamos a casa más confundidos que nunca. Los oradores exponían sus propios puntos de vista, carentes de fundamento bíblico. A comienzos de 1970 medité en las palabras de Jesús: “Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre [...]; pedid y recibiréis”. (Juan 16:23, 24, NC.)

Tal garantía de la Palabra de Dios me motivó a orar repetidas veces: “Padre, si la Iglesia Católica es la religión verdadera, por favor muéstramelo claramente; pero si es falsa, muéstramelo con la misma claridad y lo proclamaré a todo el mundo”. Se lo supliqué muchas veces, siguiendo la instrucción que Jesús dio en el Sermón del Monte de ‘seguir pidiendo’. (Mateo 7:7, 8.)

Mis conversaciones con Maria —particularmente sobre los cambios ocurridos en los años sesenta en las enseñanzas católicas con respecto a la adoración de los “santos”, comer carne los viernes, y así por el estilo— finalmente la hicieron dudar. Cierto día de la primavera de 1970, hallándose en misa, oró: “¡Dios mío, por favor, enséñanos el camino a la vida eterna! Ya no sabemos cuál es el correcto. Aceptaré lo que sea, pero, por favor, muéstranos el camino correcto para toda la familia”. Ni yo sabía de su oración ni ella de la mía, hasta que reconocimos que habían sido escuchadas.

Encontramos la verdad bíblica

Al volver de la iglesia un domingo por la mañana, a principios de 1970, alguien tocó a la puerta. Un hombre acompañado de su hijo de 10 años se presentó como testigo de Jehová. Acepté conversar con él sobre la Biblia. Me parecía que podía probar fácilmente que aquel hombre estaba equivocado, ya que por lo que me habían contado acerca de los testigos de Jehová, no creía que estuvieran muy bien informados.

La conversación duró dos horas sin resultados positivos, y lo mismo sucedió al domingo siguiente. Esperé ansioso la tercera visita, pero el Testigo no apareció. Maria dijo que debió haberse dado cuenta de que no valía la pena. Me alegré cuando volvió dos semanas después. Inmediatamente le dije: “Llevo treinta y cinco años preguntándome sobre el infierno. Simplemente no puedo aceptar que Dios, que es amor, torture a sus criaturas de un modo tan cruel”.

“Tiene razón —replicó el Testigo—. La Biblia no enseña que el infierno sea un lugar de tormento.” Me mostró que el término hebreo Seol y el griego Hades, que normalmente se traducen por “infierno” en la Biblia católica, se refieren sencillamente a la sepultura común. (Génesis 37:35; Job 14:13; Hechos 2:31.) También me leyó varios textos de las Escrituras que probaban que el alma humana es mortal y que el castigo por el pecado es la muerte, no el tormento. (Ezequiel 18:4; Romanos 6:23.) En ese momento empecé a ver con claridad que las enseñanzas religiosas falsas me habían mantenido ciego toda la vida. Entonces comencé a preguntarme si acaso otros dogmas de la Iglesia estaban equivocados.

Como no quería que me engañaran más, compré un diccionario bíblico católico y una obra de cinco tomos sobre la historia de los papas. Estos libros llevaban el imprimátur, es decir, la licencia de la autoridad episcopal católica para su impresión. Al leer la historia de los pontífices me di cuenta de que algunos de ellos figuraban entre los peores delincuentes del mundo. Y al consultar el diccionario bíblico aprendí que la Trinidad, el infierno, el purgatorio y muchas otras doctrinas de la Iglesia carecían de apoyo bíblico.

Ya estaba listo para un estudio bíblico con los Testigos. Al principio, Maria se sentaba a oír solo por cortesía, pero pronto abrazó las nuevas enseñanzas. A los cuatro meses renuncié a la Iglesia Católica y le informé al sacerdote que nuestros hijos ya no asistirían a las clases de religión. El domingo siguiente, el sacerdote previno a los feligreses contra los testigos de Jehová. Me ofrecí a defender mis creencias con la Biblia, pero él se negó a conversar.

Después de esto, progresamos rápidamente. Finalmente, mi esposa y yo simbolizamos nuestra dedicación a Jehová por bautismo el 13 de diciembre de 1970. Un año después, tuve que pasar dos meses en prisión por la cuestión de la neutralidad cristiana. (Isaías 2:4.) No fue fácil dejar a mi esposa sola con ocho hijos, ni siquiera por tan corto espacio de tiempo. Las edades de los niños oscilaban entre los cuatro meses y los 12 años; además, había que cuidar de la granja y el ganado. Mas con la ayuda de Jehová, pudieron arreglárselas sin mí.

Damos prioridad a los intereses del Reino

Nadie de la familia faltaba a una reunión de congregación a menos que estuviera enfermo; y repartimos el trabajo de tal manera que nunca dejáramos de asistir a una asamblea grande. Pronto, los juegos de los niños en el ático se centraban en representaciones de lo que observaban en las reuniones cristianas. Por ejemplo, se asignaban discursos estudiantiles y practicaban las demostraciones. Felizmente, todos respondieron bien a la instrucción espiritual que les dimos. Aún conservo el recuerdo de la vez que nos entrevistaron a mi esposa y a mí en una asamblea de circuito, con nuestros ocho hijos sentados en fila —de mayor a menor— escuchando atentamente.

Criar a nuestros hijos en “la disciplina y regulación mental de Jehová” fue nuestra mayor preocupación. (Efesios 6:4.) Decidimos deshacernos del televisor, y acostumbrábamos invitar a casa a hermanos cristianos celosos para que nuestros hijos se beneficiaran de sus experiencias y entusiasmo. Nos cuidábamos de no hablar de otros con falta de consideración y de no criticar. Si alguien cometía un error, hablábamos del asunto y buscábamos circunstancias atenuantes. Tratamos de ayudar a nuestros hijos a evaluar las situaciones de una manera razonable y justa. Procurábamos no compararlos con otros jóvenes, y reconocíamos la importancia de que los padres no mimen a los hijos ni los protejan de las consecuencias de sus actos. (Proverbios 29:21.)

Con todo, la crianza de nuestros hijos no estuvo libre de problemas. En una ocasión, por ejemplo, los compañeros de escuela los indujeron a llevarse dulces de una tienda sin haber pagado. Cuando nos enteramos, los hicimos regresar a la tienda a pagar y pedir perdón. Aquello fue vergonzoso para ellos, pero aprendieron una lección de honradez.

En vez de sencillamente obligar a nuestros hijos a acompañarnos en la predicación, les poníamos el ejemplo concediendo prioridad a esta obra. Ellos veían que anteponíamos las reuniones y el ministerio al trabajo que había que hacer en la granja. Los esfuerzos por criar a nuestros ocho hijos en el camino de Jehová ciertamente fueron bendecidos.

Nuestro hijo mayor, Josef, ahora es anciano cristiano y sirvió varios años en la sucursal suiza de los testigos de Jehová juntamente con su esposa. Thomas es anciano, y él y su esposa son precursores, como se llama a los ministros de tiempo completo. Daniel, que abandonó su carrera como campeón de ciclismo, es anciano y, junto con su esposa, es precursor en otra congregación. Benno y su esposa son ministros activos en el centro de Suiza. Nuestro quinto hijo, Christian, es anciano de la congregación a la que asistimos, está casado y tiene dos hijos. Franz es precursor y anciano de una congregación de Berna, y Urs, que en el pasado sirvió en la sucursal de Suiza, está casado y es precursor. Nuestra única hija, Rachel, y su esposo, también fueron precursores varios años.

Siguiendo el ejemplo de mis hijos, yo también me hice precursor cuando me jubilé en junio de 1990. Al repasar mi vida y la de mi familia, puedo decir con certeza que Jehová ha allanado nuestro camino y ha derramado sobre nosotros bendiciones “hasta que no haya más carencia”. (Malaquías 3:10.)

El texto favorito de mi esposa es: “Arroja tu carga sobre Jehová mismo, y él mismo te sustentará. Nunca permitirá que tambalee el justo”. (Salmo 55:22.) Y el mío es: “Deléitate exquisitamente en Jehová, y él te dará las peticiones de tu corazón”. (Salmo 37:4.) Ambos hemos experimentado la veracidad de estas hermosas palabras. Nuestra meta es alabar a nuestro Dios, Jehová, por toda la eternidad, en compañía de nuestros hijos y sus familias.—Relatado por Josef Heggli.

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