TORO
Varias palabras del idioma original, como por ejemplo la palabra hebrea par, han sido traducidas de diversas maneras: “toro”, “buey” y “ganado vacuno”. En español la palabra “buey” aplica especialmente a un toro castrado, pero las palabras de las que se traduce en el lenguaje original, y que a menudo se han vertido “buey” y “bueyes” en varias traducciones, no deben entenderse en este sentido restringido. Aunque la castración es el método que se emplea comúnmente para amansar a los toros con el fin de usarlos como animales de tiro, parece ser que los israelitas no la practicaban puesto que un animal mutilado no era aceptable como sacrificio. (Lev. 22:23, 24; Deu. 17:1; compárese con 1 Reyes 19:21.) Por lo tanto, se ha apuntado que la raza que usaban los israelitas era de genio dócil.
El macho del ganado vacuno ha ocupado un lugar prominente en las religiones de muchos pueblos paganos. Ha sido honrado, e incluso adorado, tanto por su gran fuerza como por su potencial para la procreación de una numerosa progenie. Los babilonios emplearon al toro como símbolo de su dios principal Marduk. En Egipto se veneraban toros vivos —Apis, en Menfis y Mnevis, en Heliópolis— como encarnaciones de un dios. En Grecia, el toro desempeñaba un papel importante en la adoración de Dionisio. El que uno de los signos primarios del Zodíaco sea el toro (Tauro) demuestra una vez más la importancia que se otorgaba al toro en las religiones paganas.
Poco después del éxodo, los propios israelitas, probablemente debido a que habían sido contaminados por los conceptos religiosos que conocieron en Egipto, cambiaron la gloria de Jehová por una “representación de un toro”. (Sal. 106:19, 20.) Más tarde, el primer rey del reino de diez tribus, Jeroboán, estableció la adoración de becerros en Dan y Betel. (1 Rey. 12:28, 29.)
Según la ley que Dios dio a Israel, no había de darse veneración alguna, ni siquiera de una manera representativa, ni al toro ni a cualquier otro animal. (Éxo. 20:4, 5; compárese con Éxodo 32:8.) Pero sí se ofrecían toros como sacrificio (Éxo., cap. 29; Lev. 22:27; Núm., cap. 7; 1 Cró. 29:21), y en ciertas fechas la Ley específicamente establecía que tenían que sacrificarse toros. Si el sumo sacerdote cometía un pecado que traía culpa sobre el pueblo, se requería que ofreciese un toro, la víctima más grande y más valiosa que se sacrificaba, debido, seguramente, a su posición de responsabilidad como el que llevaba la delantera en la adoración verdadera de Israel. También tenía que ofrecerse un toro cuando la entera asamblea de Israel cometía un error. (Lev. 4:3, 13, 14.) En el Día de Expiación se ofrecía un toro a favor de la casa sacerdotal de Aarón. (Lev., cap. 16.) En el séptimo mes de su calendario sagrado se requería que los israelitas ofreciesen más de setenta toros como ofrendas quemadas. (Núm., cap. 29.)
Los israelitas también usaban el toro en trabajos relacionados con las tareas agrícolas, como arar y trillar (Deu. 22:10; 25:4), pero lo tenían que tratar de manera humanitaria. El apóstol Pablo aplicó a los siervos cristianos de Dios el principio contenido en la Ley con respecto a no poner bozal a un toro mientras estaba trillando, indicando que al igual que el toro que estaba trabajando tenía derecho a alimentarse del grano que trillaba, de la misma manera el que comparte cosas espirituales con otros, es digno de recibir provisiones materiales. (Éxo. 23:4, 12; Deu. 25:4; 1 Cor. 9:7-10.) La legislación abarcaba los casos de robo de un toro y los daños causados a personas y propiedades por toros no vigilados. (Éxo. 21:28-22:15.)
Los toros que sacrificaron los israelitas simbolizaron la ofrenda inmaculada de Cristo como el único sacrificio adecuado para los pecados de la humanidad. (Heb. 9:12-14.) Los toros que se ofrecían como sacrificio también son una representación de otra clase de sacrificio, uno en el cual Jehová se deleita en cualquier tiempo y circunstancias, a saber: el espontáneo fruto de labios que, como vigorosos toros jóvenes, resulta en alabanza para el nombre de Dios. (Sal. 69:30, 31; Ose. 14:2; Heb. 13:15.)
En los simbolismos de la Biblia el toro denota poder y fuerza. El mar fundido frente al templo de Salomón descansaba sobre las representaciones de doce toros, en grupos de tres, mirando a cada uno de los cuatro puntos cardinales. (2 Cró. 4:2, 4.) Cada una de las cuatro criaturas vivientes que el profeta Ezequiel vio en visión junto al trono de Jehová parecido a carro tenía cuatro caras, de las cuales, una era la de un toro. (Eze. 1:10.) En la visión del apóstol Juan, una de las cuatro criaturas vivientes que estaban alrededor del trono era como un torillo. (Rev. 4:6, 7.) Por lo tanto, el toro representaría aptamente uno de los cuatro atributos básicos de Jehová, a saber: poder ilimitado. “La fuerza pertenece a Dios”, declaró el salmista. (Sal. 62:11.)
En las Escrituras, el toro también aparece como un símbolo de los agresivos enemigos de Jehová y de sus adoradores, los cuales intentan esclavizar o destruir a los siervos de Dios, pero que a su vez serán aniquilados en el día de venganza de Jehová. (Sal. 22:12; 68:30; Isa. 34:7, 8; Eze. 39:18.)
TORO SALVAJE
Hay buena base para traducir la palabra re’ém como “toro salvaje”, puesto que este es el animal designado por la palabra acádica rimu, muy similar a re’ém. Las representaciones del rimu en el arte de los asirios indican que esta criatura era un uro, un fiero e impresionante animal bovino cuya talla era de aproximadamente 1,8 m. En varios lugares de Europa se han hallado restos de estas poderosas criaturas, y su existencia en la Palestina de los tiempos antiguos queda indicada por los dientes que se han encontrado en cuevas del Líbano. Es evidente que los antiguos consideraban al toro salvaje como un animal muy fiero. Tal como observa el arqueólogo inglés Sir Austen Layard, en Nineveh and Its Remains, pág. 326: “De sus frecuentes representaciones en los bajorrelieves, se desprende que el toro salvaje era considerado una caza casi tan formidable y noble como la del león. Muchas veces se ve al rey contendiendo con aquel, y a guerreros persiguiéndole tanto a caballo como a pie”.
Las declaraciones de Julio César en sus Comentarios (De bello Gallico) dejan establecido que el toro salvaje era mucho mayor y más peligroso que los más grandes toros domesticados: “Su tamaño es un poco inferior al de los elefantes; son toros en su naturaleza, color y figura. Su fuerza y velocidad son grandes, no perdonan ni a hombre ni a bestia que hayan avistado [...]. No se les puede habituar al hombre, ni hacerlos dóciles, ni siquiera habiendo sido cazados muy jóvenes. La gran amplitud de sus cuernos, así como su forma y calidad, difieren mucho de los cuernos de nuestros bueyes”.
En las Escrituras se hace alusión a varias de las características del toro salvaje. Su disposición indómita (Job 39:9-12), su velocidad y el hecho de que es invencible (Núm. 23:22; 24:8), el poder de sus grandes cuernos (Deu. 33:17; Sal. 22:21; 92:10) y su retozo cuando aún es joven. (Sal. 29:6.) También se representa mediante toros salvajes a los enemigos obstinados de Jehová en contra de quienes Él dirige la ejecución de sus juicios. (Isa. 34:7.)
La palabra hebrea te’óh, que aparece en Deuteronomio 14:5 con referencia a un animal aceptable como alimento según la Ley, ha sido entendida de diversas maneras: “toro salvaje”, “antílope” o posiblemente “oveja salvaje”.