ISRAEL
(“Dios Contiende; Contendiente [El Que Persevera] con Dios”).
1. Nombre que Dios le dio a Jacob cuando este tenía aproximadamente noventa y siete años de edad. Esto aconteció la noche en que Jacob cruzó el valle torrencial de Jaboq cuando iba en camino para encontrarse con su hermano Esaú. Aquella noche Jacob empezó a luchar con alguien que resultó ser un ángel. Debido a la perseverancia de Jacob al luchar, se le cambió el nombre a Israel, como símbolo de la bendición de Dios. En conmemoración de esos acontecimientos, Jacob llamó al lugar Peniel o Penuel. (Gén. 32:22-28; véase JACOB.) Posteriormente, en Betel, Dios le confirmó este cambio de nombre, y desde entonces hasta el final de su vida frecuentemente se le llamó Israel. (Gén. 35:10, 15; 50:2; 1 Cró. 1:34.) Sin embargo, el nombre de Israel, que aparece más de dos mil quinientas veces en las Escrituras, hace referencia muy a menudo a la nación compuesta por los descendientes de Jacob. (Éxo. 5:1, 2.)
2. El conjunto de los descendientes de Jacob en cualquier momento de la historia. (Éxo. 9:4; Jos. 3:7; Esd. 2:2b; Mat. 8:10.) Como prole y descendientes de los doce hijos de Jacob, muy a menudo se les llamaba “hijos de Israel” y, más esporádicamente, “casa de Israel”, “pueblo de Israel”, “varones de Israel”, “estado de Israel”, o “israelitas”. (Gén. 32:32; Mat. 10:6; Hech. 4:10; 5:35; Efe. 2:12; Rom. 9:4; véase ISRAELITA.) En el año 1728 a. E.C. un hambre hizo que la casa de Jacob viajase a Egipto, donde sus descendientes permanecieron como residentes forasteros durante doscientos quince años. Todos los israelitas “de la casa de Jacob que entraron en Egipto”, sin contar a las esposas de los hijos de Jacob, fueron setenta. Pero durante su residencia allí, llegaron a ser una sociedad muy grande de esclavos, llegando tal vez a los dos o tres millones, o incluso más. (Gén. 46:26, 27; Éxo. 1:7; véase ÉXODO.)
En su lecho de muerte, Jacob bendijo a sus doce hijos por este orden: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, José, Benjamín; y por medio de ellos continuó el sistema patriarcal tribual. (Gén. 49: 2-28.) Sin embargo, durante el período de esclavitud de Israel, los egipcios establecieron su propio sistema de superintendencia, independiente del sistema patriarcal, designando a algunos israelitas como oficiales. Estos llevaban la cuenta de los ladrillos que se producían y ayudaban a los jefes egipcios, que obligaban a trabajar a los israelitas. (Éxo. 5:6-19.) No obstante, cuando Moisés dio a conocer las instrucciones de Jehová a la congregación, lo hizo por medio de los “ancianos de Israel”, los cuales eran los cabezas hereditarios de las casas paternas. Estos fueron los que le acompañaron cuando se presentó delante del faraón. (Éxo. 3:16, 18; 4:29, 30; 12:21.)
Al debido tiempo, al final del período predeterminado de cuatrocientos años de aflicción, en el año 1513 a. E.C., Jehová aplastó a Egipto, la potencia mundial dominante en aquel entonces, y con un gran despliegue de su soberanía todopoderosa sacó a su pueblo Israel de la esclavitud. Con ellos salió una “vasta compañía mixta” de no israelitas, que estaban contentos de compartir su suerte con el pueblo escogido de Dios. (Éxo. 12:37, 38, 40, 41; Gál. 3:17.)
NACIMIENTO DE LA NACIÓN
Bajo el pacto hecho con Abrahán, la congregación de Israel era vista como un solo individuo y, por lo tanto, un pariente cercano podía reclamarla o recomprarla de su esclavitud. Jehová era ese pariente cercano por medio de su pacto legal; de hecho, era su Padre, y como el Recomprador que tenía el derecho a ello, usó su poder punitivo para matar al primogénito del faraón por rehusar soltar a su hijo “primogénito”, Israel. (Éxo. 4:22, 23; 6:2-7.) Por lo tanto, legalmente librado de Egipto, Israel llegó a ser propiedad exclusiva de Jehová. “Solo a ustedes he conocido de todas las familias del suelo”, dijo. (Amós 3:2; Éxo. 19:5, 6; Deu. 7:6.) Sin embargo, Dios juzgó conveniente no tratar con ellos estrictamente como una sociedad patriarcal, sino como el estado de Israel, creado por Él, y al que dio un gobierno teocrático fundado en el pacto de la Ley como su constitución.
Tres meses después de que Israel saliese de Egipto llegó a ser una nación independiente bajo el pacto de la Ley inaugurado en el monte Sinaí. (Heb. 9:19, 20.) Las Diez Palabras o Diez Mandamientos escritos “por el dedo de Dios” formaban el armazón de ese código nacional, al cual se añadieron aproximadamente otras seiscientas leyes, estatutos, regulaciones y decisiones judiciales. Fue el conjunto de leyes más abarcador de cualquier nación antigua, leyes que explicaban con gran detalle la relación del hombre con su Dios y con su semejante. (Éxo. 31:18; 34:27, 28.) Al ser una teocracia absoluta, toda la autoridad judicial, legislativa y ejecutiva descansaba en Jehová. (Isa. 33:22; Sant. 4:12.)
Los diversos puestos civiles, judiciales y militares fueron ocupados por los cabezas hereditarios de las tribus, hombres de mayor edad que eran experimentados, sabios y discretos. (Deu. 1:13-15.) Estos hombres de mayor edad estaban delante de Jehová como representantes de toda la congregación de Israel, y por medio de ellos Jehová y Moisés hablaron al pueblo en general. (Éxo. 3:15, 16.) Eran hombres que pacientemente escuchaban causas judiciales, ponían en vigor los diversos rasgos del pacto de la Ley (Deu. 21:18-21; 22:15-21; 25:7-10), acataban las decisiones divinas que ya se habían declarado (Deu. 19:11, 12; 21:1-9), proporcionaban jefatura militar (Núm. 1:16), confirmaban tratados ya negociados (Jos. 9:15) y, como comité bajo la jefatura del sumo sacerdote, desempeñaban otras responsabilidades. (Jos. 22:13-16.)
Este nuevo estado teocrático de Israel, con su autoridad centralizada, todavía retenía el sistema patriarcal de doce divisiones tribuales. Pero a fin de librar a la tribu de Leví de prestar servicio militar (de manera que pudiese dedicar su tiempo exclusivamente a asuntos religiosos ) y todavía contar con doce tribus que tuviesen doce porciones en la Tierra Prometida, se hicieron ajustes en las listas genealógicas oficiales. (Núm 1:49, 50; 18:20-24.) También había que resolver la cuestión de los derechos de primogénito. Rubén, el primogénito de Jacob, tenía derecho a una porción doble de la herencia (compárese con Deuteronomio 21:17), pero perdió este derecho al tener relaciones inmorales incestuosas con la concubina de su padre. (Gén. 35:22; 49:3, 4.) Había que llenar la vacante de Leví entre los doce, así como la vacante del que tenía los derechos de primogénito.
De una forma relativamente sencilla Jehová ajustó ambos asuntos por medio de una sola acción. Los dos hijos de José, Efraín y Manasés, recibieron reconocimiento completo como cabezas tribuales. (Gén. 48:1-6; 1 Cró. 5:1, 2.) De esta manera, volvía a haber doce tribus, aparte de la de Leví, y así se le dio representativamente una porción doble de la tierra a José, el padre de Efraín y Manasés. De este modo, los derechos de primogénito le fueron quitados a Rubén, el primogénito de Lea, y dados a José, el primogénito de Raquel. (Gén. 29:31, 32; 30:22-24.) Ahora, con estos ajustes, los nombres de las doce tribus (no levitas) de Israel fueron: Rubén, Simeón, Judá, Isacar, Zabulón, Efraín, Manasés, Benjamín, Dan, Aser, Gad y Neftalí. (Núm. 1:4-15.)
DEL SINAÍ A LA TIERRA PROMETIDA
Solamente dos de los doce espías enviados a la Tierra Prometida regresaron con fe suficientemente fuerte como para animar a sus hermanos a invadir y conquistar la tierra. Por lo tanto, Jehová determinó que por esta falta de fe general todos aquellos que habían salido de Egipto y tuvieran más de veinte años de edad, con pocas excepciones, morirían allí en el desierto. (Núm. 13:25-33; 14:26-34.) Y efectivamente, durante cuarenta años el vasto campamento de Israel vagó por la península del Sinaí. Incluso Moisés y Aarón murieron sin haber pisado la Tierra Prometida. Poco después de haber salido de Egipto un censo mostró que había 603.550 hombres físicamente capacitados, pero aproximadamente treinta y nueve años después la nueva generación sumó 1.820 menos, es decir, 601.730. (Núm. 1:45, 46; 26:51.)
Durante esta vida nómada en el desierto, Jehová fue un muro de protección alrededor de los israelitas, un escudo en contra de sus enemigos. Dios únicamente permitió que les sobreviniera el mal cuando se rebelaban contra Él. (Núm. 21:5, 6.) Jehová también cubrió todas sus necesidades. Les dio maná y agua, un código sanitario para proteger su salud e incluso impidió que su calzado se gastase. (Éxo. 15:23-25; 16:31, 35; Deu. 29:5.) Pero a pesar de tal cuidado amoroso y milagroso por parte de Jehová, Israel repetidas veces murmuraba y se quejaba, y de vez en cuando surgían rebeldes que desafiaban los nombramientos teocráticos, haciéndosele necesario a Jehová disciplinarlos severamente a fin de que el resto aprendiese a temer y a obedecer a su Gran Libertador. (Núm. 14:2-12; 16:1-3; Deu. 9:24; 1 Cor. 10:10.)
Los cuarenta años que Israel vagó por el desierto estaban concluyendo cuando Jehová dio en sus manos a los reyes de los amorreos: Sebón y Og. Con esta victoria, Israel heredó una gran cantidad de territorio al este del Jordán en el cual se establecieron las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés. (Deu. 3:1-13; Jos. 2:10.)
ISRAEL BAJO LOS JUECES
Después de la muerte de Moisés, Josué condujo a los israelitas a través del Jordán en el año 1473 a. E.C. a la tierra que se describió como una “que mana leche y miel”. (Núm. 13:27; Deu. 27:3.) Entonces, en una campaña arrolladora de seis años de duración, conquistaron el territorio que había estado controlado por treinta y un reyes al oeste del Jordán, territorio en el que había ciudades fortificadas como Jericó y Hai. (Jos., caps. 1-12.) Las llanuras costeras y ciertas ciudades enclave, como la fortaleza jebusea que posteriormente llegó a ser la ciudad de David, fueron excepciones. (Jos. 13:1-6; 2 Sam. 5:6-9.) Esos elementos desafiadores de Dios a los que se les permitió permanecer en la tierra resultaron ser para Israel como espinas y cardos en su costado, y los matrimonios entre ellos y los israelitas solamente aumentaron el dolor. Durante un período de más de trescientos cincuenta años, desde la muerte de Josué hasta que fueron completamente subyugados por David, esos adoradores de dioses falsos actuaron “como agentes para probar a Israel, para saber si obedecerían los mandamientos de Jehová”. (Jue. 3:4-6.)
El territorio recientemente conquistado se dividió entre las tribus de Israel por sorteo. Se seleccionaron seis “ciudades de refugio” para la seguridad de los homicidas involuntarios. Esas y otras cuarenta y dos ciudades y su terreno agrícola circundante fueron asignadas a la tribu de Leví. (Jos., caps. 13-21.)
Cada ciudad nombró jueces y oficiales en sus puertas para llevar los asuntos judiciales tal como estaba previsto bajo el pacto de la Ley (Deu. 16:18), así como hombres de mayor edad que representaban al pueblo al administrar los intereses generales de la ciudad. (Jue. 11:5.) Aunque las tribus mantuvieron su identidad y sus herencias, una buena parte del control centralizado que se había ejercido durante la estancia en el desierto desapareció. La canción de Débora y Barac, los enfrentamientos bélicos relacionados con Gedeón y las actividades de Jefté revelan los problemas que surgieron por no actuar en unidad después que Moisés y su sucesor Josué desaparecieron de la escena y el pueblo dejó de buscar la guía de su cabeza invisible, Jehová Dios. (Jue. 5:1-31; 8:1-3; 11:1-12:7.)
Con la muerte de Josué y la de los hombres de mayor edad de su generación, el pueblo empezó a vacilar en su fidelidad y obediencia a Jehová, como un gran péndulo que se desplaza de un lado para otro entre la adoración verdadera y la falsa. (Jue. 2:7, 11-13, 18, 19.) Cuando abandonaban a Jehová y se volvían a servir a los Baales, Él quitaba su protección y permitía a las naciones circundantes que se lanzasen al saqueo de la tierra. Tal opresión les hacía ver la necesidad de acción unificada, por lo que el descarriado Israel clamaba a Jehová y Él, a su vez, levantaba jueces o salvadores para librar al pueblo. (Jue. 2:10-16; 3:15.) Hubo una sucesión de esta clase de jueces valientes después de Josué, como Otniel, Ehúd, Samgar, Barac, Gedeón, Tolá, Jaír, Jefté, Ibzán, Elón, Abdón y Sansón. (Jue., caps. 3-16; 1 Sam. 4:16-18; 7:15.)
Cada liberación tuvo un efecto unificador en la nación. También hubo otros incidentes unificadores. En una ocasión, cuando la concubina de un levita fue violada cruelmente, once tribus actuaron unidamente en contra de la tribu de Benjamín, reflejando un sentimiento de culpa y responsabilidad nacional. (Jue., caps. 19, 20.) Todas las tribus fueron congregadas en Siló y allí situaron el arca del pacto y el tabernáculo. (Jos. 18:1.) Por lo tanto, como nación sintieron la pérdida cuando los filisteos capturaron el Arca debido a la disolución y mala conducta del sacerdocio en ese tiempo, especialmente por parte de los hijos del sumo sacerdote Elí. (1 Sam. 2:22-36; 4:1-22.) Con la muerte de Elí, y siendo Samuel profeta y juez de Israel, hubo un efecto unificador en Israel, a medida que Samuel recorría en circuito varias ciudades de Israel para encargarse de las preguntas y disputas del pueblo. (1 Sam. 7:15, 16.)
UN REINO UNIFICADO
Samuel se disgustó mucho cuando en el año 1117 a. E.C. Israel suplicó: “Nómbranos un rey que nos juzgue, sí, como todas las naciones”. Sin embargo, Jehová le dijo a Samuel: “Escucha la voz del pueblo [...] porque no es a ti a quien han rechazado, sino que es a mí a quien han rechazado de ser rey sobre ellos”. (1 Sam. 8:4-9; 12:17, 18.) Por consiguiente, Saúl el benjamita fue escogido como el primer rey de Israel, y aunque empezó bien su gobernación, no mucho después su presuntuosidad le condujo a la desobediencia, la desobediencia a su vez a rebelión, y la rebelión a que finalmente consultase a una médium espiritista. De manera que, después de cuarenta años, demostró ser un completo fracaso. (1 Sam. 10:1; 11:14, 15; 13:1-14; 15:22-29; 31:4.)
David, de la tribu de Judá, un ‘hombre agradable al corazón de Jehová’ (1 Sam. 13:14; Hech. 13:22), fue ungido rey en lugar de Saúl, y bajo su mandato capaz las fronteras de la nación se extendieron hasta los límites prometidos, desde “el río de Egipto hasta el gran río, el río Éufrates”. (Gén. 15:18; Deu. 11:24; 2 Sam. 8:1-14; 1 Rey. 4:21.)
Durante el reinado de cuarenta años de David, se crearon varios cargos especializados, además del sistema tribual. Aparte de los hombres de mayor edad, que eran hombres influyentes al servicio del gobierno central, el rey tenía su propio círculo íntimo de consejeros. (1 Cró. 13:1; 27:32-34.) Luego había un cuerpo administrativo del gobierno, más amplio y compuesto de príncipes tribuales, jefes, oficiales de la corte y personal militar que tenía responsabilidades administrativas. (1 Cró. 28:1.) Para que se manejasen de manera eficaz ciertos asuntos, David nombró 6.000 levitas como jueces y oficiales. (1 Cró. 23:3, 4.) Se establecieron otros departamentos con sus superintendentes nombrados para supervisar el cultivo de los campos y para administrar cosas tales como viñas y lagares, olivares y suministros de aceite y el ganado y los rebaños. (1 Cró. 27:26-31.) Los intereses financieros del rey se atendían de manera similar por medio de un departamento de tesorería central, distinto del que supervisaba los tesoros almacenados en otros lugares, como, por ejemplo, en ciudades adyacentes y pueblos. (1 Cró. 27:25.)
Salomón sucedió a su padre David como rey en el año 1037 a. E.C. Reinó “sobre todos los reinos desde el Río [ Éufrates] hasta la tierra de los filisteos y hasta el límite de Egipto” durante cuarenta años. Su reino se destacó especialmente por la paz y la prosperidad, puesto que las naciones circundantes siguieron “llevándole regalos y sirviendo a Salomón todos los días de su vida”. (1 Rey. 4:21.) La sabiduría de Salomón fue proverbial, siendo el rey más sabio de tiempos antiguos, y durante su reinado, Israel alcanzó el apogeo de su poder y gloria. Uno de los mayores logros de Salomón fue la construcción del magnífico templo, cuyos planos había recibido David de su padre, quien, a su vez, los recibió por inspiración divina. (1 Rey., caps. 3-9; 1 Cró. 28:11-19.)
Y a pesar de toda esta gloria, riquezas y sabiduría, Salomón terminó fracasando, puesto que permitió que sus muchas esposas extranjeras lo desviasen de la adoración pura de Jehová a las prácticas profanas de las religiones falsas. Al final, Salomón murió bajo la desaprobación de Jehová, y le sucedió su hijo Rehoboam. (1 Rey. 11:1-13, 33, 41-43.)
Rehoboam, con falta de sabiduría y previsión, incrementó las ya pesadas cargas gubernamentales sobre el pueblo. Esto a su vez hizo que las diez tribus norteñas se separasen bajo Jeroboán, como el profeta de Jehová había predicho. (1 Rey. 11:29-32; 12:12-20.) Así fue como el reino de Israel se dividió en el año 997 a. E.C.
ISRAEL DESPUÉS DEL EXILIO EN BABILONIA
Durante los siguientes trescientos noventa años que siguieron a la muerte de Salomón y la división del reino, y hasta la destrucción de Jerusalén en el año 607 a. E.C., la expresión “Israel” generalmente aplicaba solamente a las diez tribus bajo la gobernación del reino norteño. (2 Rey. 17: 21- 23; véase NÚM. 3 más adelante.) Pero con el regreso del exilio de un resto de las doce tribus, y hasta la segunda destrucción de Jerusalén en el año 70 E.C., el término “Israel” volvió a abarcar de nuevo a la totalidad de los descendientes de Jacob que vivían en ese tiempo. Se volvió a hablar de las doce tribus otra vez como de “todo Israel”. (Esd. 2:70; 6:17; 10:5; Neh. 12:47; Hech. 2:22, 36.)
En 537 a. E.C., casi 50.000 personas regresaron a Jerusalén con Zorobabel y el sumo sacerdote Josué (Jesúa), y empezaron a reedificar la casa de adoración de Jehová. (Esd. 3:1, 2; 5:1, 2.) Posteriormente, en el año 468, otros israelitas regresaron con Esdras (Esd. 7:1-8:36), y más tarde, en el año 455, probablemente hubo otros que acompañaron a Nehemías a Jerusalén con la asignación especial de reedificar los muros y las puertas de la ciudad. (Neh. 2:5-9.) Sin embargo, muchos israelitas se hallaban esparcidos a través del imperio, como puede verse en el libro de Ester. (Est. 3:8; 8:8-14; 9:30.)
Aunque Israel no recuperó su antigua soberanía como nación independiente, sin embargo llegó a ser un estado hebreo con considerable libertad bajo la dominación persa. Se nombraron gobernantes diputados y gobernadores (como Zorobabel y Nehemías) de entre los mismos israelitas. (Neh. 2:16-18; 5: 14, 15; Ageo 1:1.) Los hombres de mayor edad de Israel y los príncipes tribuales continuaron actuando como consejeros y representantes del pueblo. (Esd. 10:8, 14.) Se restableció la organización sacerdotal, basada en los registros genealógicos antiguos que habían sido cuidadosamente preservados y, al funcionar de nuevo tal organización levítica, se observaron los sacrificios y otros requisitos del pacto de la Ley. (Esd. 2:59-63; 8:1-14; Neh. 8:1-18.)
Con la caída del imperio persa y el surgimiento de la potencia mundial griega, Israel se vio perjudicada por el conflicto entre los tolomeos de Egipto y los seléucidas de Siria. Estos últimos, durante la gobernación de Antíoco IV Epífanes, intentaron erradicar la adoración y las costumbres judías. Sus esfuerzos alcanzaron su punto máximo en el año 168 a. E.C. cuando erigieron un altar pagano sobre el altar del templo de Jerusalén y lo dedicaron al dios griego Zeus. Sin embargo, este ultrajante incidente, tuvo un efecto contrario, puesto que fue la chispa que desembocó en el levantamiento de los macabeos. Tres años después, en el mismo día, el victorioso líder judío Judas Macabeo volvió a dedicar el templo limpiado a Jehová con una fiesta que desde entonces ha sido conmemorada por los judíos como Hanukah.
El siglo siguiente fue un período de gran desorden interno en el cual Israel se alejó más y más de las provisiones administrativas tribuales del pacto de la Ley. Durante este período, la suerte de la autonomía de los macabeos o asmoneos fue muy variable, y se desarrollaron dos grupos: los saduceos proasmoneos, y los fariseos antiasmoneos. Finalmente se acudió a Roma, que para entonces era la potencia mundial, con el fin de que interfiriese. En respuesta, se envió al general Cneo Pompeyo, y después de un sitio de tres meses, tomó Jerusalén en 63 a. E.C. y anexionó Judea al imperio. Herodes el Grande fue nombrado rey de los judíos por Roma en 40 ó 39 a. E.C., y en el año 37 consiguió aplastar la gobernación asmonea. Poco antes de la muerte de Herodes, en el año 2 a. E.C., Jesús nació como “una gloria de tu pueblo Israel”. (Luc. 2:32.)
La autoridad imperial de Roma sobre Israel durante el primer siglo de la era común estaba distribuida entre los gobernantes de distrito (a veces con el título de reyes) y gobernadores o procuradores. La Biblia menciona a gobernantes de distrito, Filipo, Lisanias y los Herodes (los reyes Agripa I y II [Hech. 12:1; 25:13]), así como los gobernadores Poncio Pilato, Félix y Festo. (Luc. 3:1; Hech. 23:26; 24:27.) Todavía quedaba en Israel algo del sistema genealógico tribual, tal como lo evidencia el que César Augusto hiciese que los israelitas se registrasen en las ciudades respectivas de sus casas paternas. (Luc. 2:1-5.) Los “ancianos” y los funcionarios sacerdotales levitas todavía tenían mucha influencia entre el pueblo (Mat. 21:23; 26:47, 57; Hech. 4:5, 23), aunque a un grado considerable habían sustituido los requisitos escritos del pacto de la Ley por las tradiciones de los hombres. (Mat. 15:1-11.)
En este ambiente nació el cristianismo. Primero apareció Juan el Bautista, el precursor de Jesús, e hizo que muchos de los israelitas se volviesen a Jehová. (Luc. 1:16; Juan 1:31.) Luego siguieron en la obra de rescate Jesús y sus apóstoles, trabajando entre “las ovejas perdidas de la casa de Israel”, abriendo los ojos ciegos para ver las falsas tradiciones de los hombres y los sobrepujantes beneficios de la adoración pura de Dios. (Mat. 15:24; 10:6.) Sin embargo, solamente un resto aceptó a Jesús como el Mesías y se salvaron. (Rom. 9:27; 11: 7.) Estos fueron los que gozosamente le aclamaron como el “Rey de Israel”. (Juan 1:49; 12:12, 13.) La mayoría, rehusando poner fe en Jesús (Mat. 8:10; Rom. 9:31, 32), se unieron a sus líderes religiosos en gritar: “¡Quítalo! ¡Quítalo! ¡Al madero con él!”, “no tenemos más rey que César”. (Juan 19:15; Mar. 15:11-15.)
El tiempo pronto demostró que esta sólida fidelidad que pretendían tener para con el César era falsa. Los elementos fanáticos de Israel fomentaron una revuelta tras otra, y cada vez la provincia sufría duras represalias de parte de los romanos, represalias que, a su vez, aumentaron el odio de los judíos por la gobernación romana. La situación finalmente llegó a ser tan explosiva que las fuerzas romanas de la zona no pudieron contenerla más y entonces Cestio Galo, gobernador de Siria, avanzó contra Jerusalén con fuerzas más poderosas para mantener el control romano.
Después de incendiar Bezeta o la ciudad nueva, Galo acampó frente al palacio real, en la parte alta de la ciudad. En ese momento, dice Josefo, podría haber entrado fácilmente por la fuerza en la ciudad; sin embargo, su demora fortaleció a los insurrectos. Las unidades de avance de los romanos hicieron con sus escudos una cobertura protectora, como el caparazón de una tortuga, sobre sí mismos y empezaron a socavar los muros. Cuando los romanos estaban a punto de lograr su fin, se retiraron. Eso sucedió a finales del año 66 E.C. Concerniente a esta retirada, Josefo dice: “Cestio retiró repentinamente sus tropas, renunció a sus esperanzas de tomar la plaza, aunque no hubiese sufrido ningún fracaso, y sin razones válidas abandonó la ciudad”. (La Guerra de los Judíos, Libro II, cap. XIX, sec. 7.) Este ataque en contra de la ciudad, seguido de la súbita retirada, proveyó la señal y la oportunidad para que los cristianos ‘huyeran a las montañas’, tal como les había dicho Jesús. (Luc. 21:20-22.)
Al año siguiente (67 E.C.), Vespasiano intentó sofocar el levantamiento judío, pero la inesperada muerte de Nerón en el año 68 abrió el camino para que Vespasiano llegase a ser emperador. De modo que regresó a Roma en el año 69 dejando que su hijo Tito continuase la campaña, y al año siguiente, 70 E.C., Jerusalén fue tomada y destruida. Tres años más tarde, la última fortaleza judía, Masada, cayó ante los romanos. Josefo dice que durante toda la campaña contra Jerusalén murieron 1.100.000 judíos, muchos de peste y hambre, y los 97.000 cautivos fueron esparcidos como esclavos a todas partes del imperio. (La Guerra de los Judíos, Libro VI, cap. IX, secs. 2, 3.)
3. Las tribus que en dos ocasiones formaron un reino norteño independiente. La primera división del gobierno nacional aconteció cuando murió Saúl, en 1077 a. E.C. La tribu de Judá reconoció a David como rey, pero el resto de las tribus hicieron rey a Is-bóset, el hijo de Saúl; dos años más tarde, Is-bóset fue asesinado. (2 Sam. 2:4, 8- 10; 4:5-7.) Con el tiempo la brecha fue cerrada y David llegó a ser rey de las doce tribus. (2 Sam. 5:1-3.)
Posteriormente, durante el reinado de David, cuando la revuelta por parte de su hijo Absalón había sido sofocada, todas las tribus reconocieron de nuevo a David como rey. Sin embargo, al regresar el rey a su trono, surgió una disputa acerca del protocolo, y en este asunto las diez tribus norteñas llamadas “Israel” estuvieron en desacuerdo con los hombres de Judá. (2 Sam. 19:41-43.)
Las doce tribus apoyaban unidamente a Salomón, el hijo de David, en su gobernación. Pero cuando murió, en 997 a. E.C., ocurrió la segunda división del reino. Solamente las tribus de Benjamín y Judá apoyaron al rey Rehoboam, quien se sentó en el trono de su padre Salomón en Jerusalén. Israel, compuesta de las otras diez tribus al norte y al este, escogieron a Jeroboán como su rey. (1 Rey. 11:29-37; 12:1-24.)
Al principio la capital de Israel se estableció en Siquem. Posteriormente se trasladó a Tirzá, y durante el reinado de Omrí fue trasladada a Samaria, donde permaneció durante los siguientes doscientos años. (1 Rey. 12 :25; 15:33; 16:23, 24.) Jeroboán sabía que la adoración unificada mantiene junto a un pueblo, y por lo tanto, para evitar que las tribus disidentes fuesen al templo de Jerusalén para adorar, estableció dos becerros de oro, no en la capital sino en los dos extremos del territorio de Israel: uno al sur, en Betel, y el otro al norte, en Dan. También instaló un sacerdocio no levita para conducir e instruir a Israel en la adoración de becerros de oro y de demonios en forma de cabra. (1 Rey. 12:28-33; 2 Cró. 11:13-15.)
A los ojos de Jehová el pecado que cometió Jeroboán fue muy grande. (2 Rey. 17:21, 22.) Si hubiera permanecido fiel a Jehová y no se hubiese vuelto a tal idolatría crasa, Dios habría permitido que su dinastía continuase, pero como no fue así, su casa perdió el trono cuando su hijo Nadab fue asesinado menos de dos años después de la muerte de su padre. (1 Rey. 11:38; 15:25-28.)
Tal como era el gobernante, de esa forma era la nación de Israel. Diecinueve reyes, sin contar a Tibní (1 Rey. 16:21, 22), reinaron desde el año 997 al 740 a. E.C. Únicamente a nueve de ellos les sucedieron sus hijos, y sólo uno tuvo una dinastía que se extendió hasta la cuarta generación. Siete de los reyes de Israel gobernaron dos años o menos; algunos, tan solo unos pocos días. Uno se suicidó, tres sufrieron una muerte prematura y seis fueron asesinados por hombres ambiciosos que luego ocuparon el trono de sus víctimas. Aunque el mejor de todos, Jehú, agradó a Jehová por medio de quitar la vil adoración de Baal que Acab y Jezabel habían patrocinado, sin embargo, “Jehú mismo no puso cuidado en andar en la ley de Jehová el Dios de Israel con todo su corazón”, pues permitió que la adoración de becerros fomentada por Jeroboán continuase por toda la tierra. (2 Rey. 10:30, 31.)
Ciertamente Jehová fue muy sufrido con Israel. Durante los doscientos cincuenta y siete años de historia de su pueblo, continuó enviando a sus siervos para advertir a los gobernantes y al pueblo de sus caminos inicuos, pero en vano. (2 Rey. 17:7-18.) Entre esos siervos devotos de Dios estuvieron los profetas Jehú (no el rey), Elías, Micaya, Eliseo, Jonás, Oded, Oseas, Amós y Miqueas. (1 Rey. 13:1-3; 16:1, 12; 17:1; 22:8; 2 Rey. 3:11, 12; 14:25; 2 Cró. 28:9; Ose. 1:1; Amós 1:1; Miq. 1:1.)
Israel tenía más dificultad que Judá en protegerse contra las invasiones, puesto que aunque contaba con el doble de población, también tenía que defender casi el triple de extensión de tierra. Además de luchar contra Judá de vez en cuando, frecuentemente estuvo en guerra a lo largo de sus fronteras septentrionales y orientales con Siria, y bajo la presión de Asiria. El sitio final de Samaria lo empezó Salmanasar V en el año séptimo del reinado de Hosea, pero se necesitaron unos tres años antes de que la ciudad fuese tomada por los asirios en el año 740 a. E.C. (2 Rey. 17:1-6; 18:9, 10.)
La política de los asirios, empezada por Tiglat-piléser III, el predecesor de Salmanasar, consistía en llevarse a los cautivos del territorio conquistado y colocar en su lugar pueblos de otras partes del imperio. Así, desanimaban futuros levantamientos. En este caso, los otros grupos nacionales llevados al territorio de Israel con el tiempo se entremezclaron tanto racial como religiosamente y llegaron a constituir un pueblo conocido como los samaritanos. (2 Rey. 17:24-33; Esd. 4:1, 2, 9, 10; Luc. 9:52; Juan 4:7-43.)
Sin embargo, con la caída de Israel, las diez tribus norteñas no desaparecieron por completo. Algunas personas de esas tribus fueron dejadas por los asirios en el territorio de Israel. Otras sin duda huyeron de Israel por causa de la idolatría al territorio de Judá antes de 740 a. E.C., y sus descendientes debieron estar entre aquellos cautivos que fueron llevados a Babilonia en 607 a. E.C. (2 Cró. 11:13-17; 35:1, 17-19.) Obviamente también hubo algunos descendientes de los que habían sido llevados cautivos por los asirios (2 Rey. 17:6; 18:11) que fueron contados entre el resto que regresó y que compuso las doce tribus de Israel a partir del año 537 a. E.C. (1 Cró. 9:2, 3; Esd. 6:17; Ose. 1:11; compárese con Ezequiel 37:15-22.)
4. La Tierra Prometida o territorio geográfico asignado a la nación de Israel (a las doce tribus), en contraste con el territorio de las otras naciones (1 Sam. 13:19; 2 Rey. 5:2; 6:23), y sobre el cual gobernaron los reyes israelitas. (1 Cró. 22:2; 2 Cró. 2:17.) Proféticamente Daniel habla de la tierra restaurada de Israel como “la tierra de la Decoración”. (Dan. 11:16, 41.)
Después de la división de la nación, la expresión “tierra de Israel” a veces se usaba para referirse al territorio del reino norteño, distinguiéndolo del de Judá. (2 Cró. 30:24, 25; 34:1, 3-7.) Después de la caída del reino norteño, el nombre de Israel fue mantenido vivo por Judá, el único reino que quedaba de los descendientes de Israel (Jacob). Por lo tanto, es principalmente con referencia a la tierra del reino de Judá y su capital Jerusalén que el profeta Ezequiel utiliza la expresión “suelo de Israel”. (Eze. 12:19, 22; 18:2; 21:2, 3.) Esta fue la zona geográfica que quedó completamente desolada durante setenta años a partir de 607 a. E.C. (25:3), pero a la cual un fiel resto sería reunido otra vez (11:17; 20:42; 37:12).
Para una descripción geográfica de Israel y sus características climatológicas, así como su tamaño, ubicación, recursos naturales y otros rasgos relacionados, véase el artículo PALESTINA.