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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1958
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1958
w58 1/9 págs. 524-527

Siguiendo tras mi propósito en la vida

Según lo relató Nellena G. Pool

¡HOLA! Hace algún tiempo que he tenido el deseo de escribirle pero hay tantas ovejas que piden ayuda que no parece haber tiempo para todo lo que quisiéramos hacer. Cuando supe que usted había emprendido el precursorado no pude resistir el decirle cuánto gusto me dió saber que había respondido a la llamada y tomado otro paso adelante en la actividad más grande y más importante del mundo, el ministerio avanzado de alabar a Jehová. ¡Qué gozos le esperan! Por supuesto, eso significa que usted tiene en mira Galaad y más privilegios de servicio. Entonces algún día usted estará con nosotros en un país extranjero cantando las alabanzas del Altísimo.

Al tratar de formarme una imagen mental de cómo usted debe haber estudiado y meditado para dar este paso, me vino a la memoria el tiempo cuando yo lo di. ¿Me permite contarle mis recuerdos? Tendrá que ser mediante apoderado, la organización de Jehová, porque actualmente estamos separados por tantos kilómetros. De manera que vuelva las páginas hacia atrás quince años o más. “¿‘¡Tanto tiempo!’ le oigo a usted decir?” y “¿Cómo lo hizo? ¿Cómo puede seguir?” En realidad no parece que haya sido tanto tiempo. Tantas cosas maravillosas han transcurrido (no, por supuesto, sin que hubiera lo desagradable y dificultoso) que parece que fuera un tiempo corto, y el decir quince años aun a mí me asombra.

¿Puede usted imaginarse que hubo un tiempo cuando yo no quería vivir? A menudo le hablaba a mi madre acerca de poner fin a mi vida. El que yo hablara de tal manera debe haberla asustado; y, fíjese, ¡mis padres estaban tratando de enseñarme la verdad! En aquellos días yo era tan tímida que solía esconderme de mis mejores amigos para no tener que hablarles. No se me ocurría nada que decir. Fuí a la universidad. ¡Vivan los exámenes escritos!; pasaba con calificaciones altas. Pero fracasaba en los repasos orales. ¿Sabe usted cómo al fin vencí ese temor que me perseguía de día y de noche? Fué por medio del entrenamiento teocrático tan cabal que me dieron mis padres, junto con el servicio.

Mi hermano, que me era muy querido e íntimo, murió en 1934 y dentro de menos de un año mi madre también murió. Todo esto me puso a pensar. Pocos meses más tarde, en junio de 1935, fuimos a Wáshington, D.C. Oí aquella explicación clara acerca de las “otras ovejas.” Eso era lo que yo quería—vida en esa nueva tierra. Allí, junto con otros centenares, me bauticé. Pero todavía estaba reteniendo algo. El viejo mundo casi me tragó. Yo todavía enseñaba en la escuela, pero sin que me gustara, y todo el tiempo estaba planeando otra gran empresa comercial. Esta falló. Yo estaba muy angustiada; cada día veía que el viejo mundo no me traía otra cosa que congoja.

Mientras tanto, la actividad teocrática se estaba organizando mejor, y esto resultaba también en servicio mejorado por parte mía. Cuando en 1938 se anunció la asamblea de Seattle no pude ni siquiera pensar en perdérmela. En ese momento supe lo que yo quería. Cuando le dije a mi padre que había ofrecido nuestro automóvil para ir al sector ribereño para que se usara la radio en conjunto con el sistema sonoro para transmitir la conferencia a la mucha gente que caminaba por las calles allí, ¡con razón se le llenaron los ojos de lágrimas! Él sabía que se había anunciado la posibilidad de que fueran arrestados y encarcelados los que fueran y sabía que yo iba adelante en la obra que él más deseaba que yo hiciera.

Después de comer de la mesa generosa preparada por Jehová en aquella asamblea volví a casa llena de nueva determinación de servirle en un proceder más adecuado. Había menos tiempo para amigos del viejo mundo. Cuando los veía les predicaba. (Jer. 20:9) A algunos no les gustaba mucho. Andábamos por senderos diferentes. Mi tiempo estaba ocupado con el trabajo de enseñar, manejar la casa y salir al servicio ministerial. Las horas en el servicio del Reino se remontaron hasta 40, 60, luego 80. Entonces supe que necesitaba más tiempo para el servicio y los intereses del Reino. Sólo había una cosa que hacer. Recibí una cantidad de dinero. Qué maravillosas ideas y sugestiones surgieron para inversiones que hubieran ocupado tiempo dedicado a Jehová. Mateo 6:33 retiñía en mis oídos de día y de noche. ¡Jehová primero! Eso quería decir una sola cosa y ésa era dejar el viejo mundo y hacerme precursora. Mi hermana y yo recibimos nuestra asignación el 15 de junio de 1940.

¿No sintió usted un placer y satisfacción interior cuando se dió cuenta de que iba a complacer a Jehová sirviéndole más abundantemente? Yo también. Y ahora cuando usted vaya a Galaad lo sentirá más profundamente. Y cuando más tarde llegue a un país extranjero ese placer anterior será superado de una manera imposible de describir. Tendrá que experimentarlo para conocerlo.

En ese tiempo el precursorado comenzó a adoptar un nuevo aspecto—revisitas, estudios y el ayudar a otros publicadores. Tratamos de mejorar nuestro ministerio, con la ayuda de Jehová. Nuestros esfuerzos fueron bendecidos. Hacia fines de 1941 se nos invitó a servir como precursoras especiales. Eso quería decir abandonar por completo el hogar y dejar a papá solo. ¿Podríamos hacerlo? ¿Cómo podríamos rehusar y retenernos? (Mat. 10:37; 19:29) Habíamos de ir a South Sioux City, Nebraska, más o menos a 150 kilómetros de nuestra casa. Cuando llegó el día para irnos mi hermana se había quebrado un tobillo; de modo que lloró porque no pudo ir, y yo lloré porque tenía que irme sola. No puedo explicar cómo tuve el valor necesario para irme sola; era únicamente el espíritu de Jehová, estoy segura. Sólo Jehová y yo sabemos cuántas lágrimas se derramaron durante esos 150 kilómetros.

Un grupo de diez o doce de nosotros emprendimos el precursorado más o menos al mismo tiempo. Algunos del grupo se alojaban en la casa de una hermana cuyo marido no estaba en la verdad. Él presentaba todos los argumentos que podía inventar cuando hablábamos de nuestras experiencias y temas bíblicos. ¡Qué emoción sentimos, después de formar y dejar allí una congregación nueva e ir a otra asignación especial, al oír que él ahora era uno de los muchos publicadores del Reino!

¿Estuvo usted en Cléveland en 1942? ¿Se acuerda de que se habló acerca de la necesidad de enviar ministros a otras tierras? Oímos retiñendo en nuestros oídos las palabras de Isaías: ‘Jehová, aquí estoy yo; envíame a mí.’ No tuvimos que esperar mucho. Ese año, en diciembre, recibimos el formulario de solicitud de ir a Galaad. Habría sido fácil decir: “No, mi padre está solo; tengo que quedarme con él.” También, durante todo este tiempo yo estaba sufriendo terriblemente de jaqueca; y eso podría haber sido una excusa excelente. Sí, hubo mucha meditación y pensamiento profundos; pero como fué la respuesta de Isaías fué la nuestra. Parte de nuestro grupo había de entrar en la primera clase de Galaad, y nosotras fuimos llamadas para la segunda. Nos reunimos para nuestra despedida; pensando, por supuesto, que nunca, probablemente, volveríamos a vernos hasta después del Armagedón. Tristes estuvimos al separarnos, pero regocijándonos en las promesas de Jehová.

Llegó septiembre de 1943 y Galaad. Luego, seis meses más tarde, Woonsocket, Rhode Island, para trabajar allí como precursoras especiales hasta que recibiéramos una asignación al extranjero. Este territorio era de una clase diferente; lento, difícil al principio. Abatidos, muchas veces pensábamos acerca de lo agradable que sería ir a casa. Entonces comenzamos a percibir el aumento que Jehová daba. Nuestro trabajo no había sido en vano. ¡Qué emoción la de ver crecer una congregación desde cinco publicadores hasta cuarenta, entonces cuarenta y cinco! Y pensar que nosotras habíamos tenido una pequeña parte en esa gran obra; ¡y qué bueno ver ahora a algunas de las personas a quienes ayudamos en el precursorado y otras en Betel!

La jaqueca no me dejaba; busqué alivio, pero no vino ninguno. Yo no veía cómo podría ir a algún país extranjero; de modo que oré, medité, y casi retraje mi nombre del grupo. Pero Jehová nunca está lejos, y él oye nuestras plegarias.

En mayo de 1946 recibimos una invitación para trabajar en Cléveland en las tareas de antes de la asamblea. ¡Trabajar! Le aseguro que sí trabajamos, pero allí hallé algo de alivio de aquella terrible jaqueca y, también, un buen levantamiento espiritual. De modo que cuando se nos dijo que hiciéramos arreglos finales para ir a Lima, Perú (asignación que habíamos recibido un año antes), yo sabía que tenía que ir.

El 20 de octubre de 1946—eso fué hace más de diez años ya. Pensé entonces que había venido hasta el extremo de la tierra y que nunca volvería a casa otra vez. ¿Podía yo ir a casa y rehusar hacer la obra que Jehová me había asignado que hiciese aquí en el Perú lejano? ¡No!

Lágrimas, angustia mental debido a la lucha con el idioma español, nostalgia y el acostumbrarnos a la vida en un hogar misional—por todo esto nos tocó pasar. Felizmente, para contrarrestar las dificultades había las bendiciones que Jehová derramaba sobre nosotros, tales como el constante ingreso de nuevos publicadores en la congregación recién formada, concurrencia aumentada a las reuniones y las experiencias en el campo. Estos nuevos hermanos llegaron a ocupar un lugar muy especial en nuestro corazón al ayudarnos durante esos primeros años, así como nosotros les ayudamos a ellos. Nuestra familia, como grupo, juntos lloramos, juntos sufrimos, juntos reímos y juntos gozamos de la emoción de una maravillosa cosecha.

¿Me permite contarle lo que seis de nosotros experimentamos y de lo cual hablamos vez tras vez? En 1950 tuvimos la oportunidad maravillosa de ir a la asamblea que se celebró en el estadio Yanqui, primera vez en cuatro años que volvíamos “a casa.” Los publicadores estaban muy tristes, diciéndonos al salir que no volveríamos, que los vínculos del lugar de origen eran demasiado fuertes. Otros se habían ido a casa y no habían vuelto. El cien por ciento de nosotros regresó, y seis de nosotros llegamos antes que los demás. Nuestra primera reunión fué una reunión de servicio. Quisiera que usted hubiera visto los abrazos y besos y lágrimas que recibimos al regresar. Ahora sabían que poníamos a Jehová primero.

Es difícil describir la sensación que se tiene cuando uno ve la tierra que una vez era desierto comenzar a ‘florecer como una rosa’—de ovejas, aquellos a quienes uno ha ayudado. Sí, el verles acercarse a la organización de Jehová, deseando ansiosamente renovar su mente para vivir en conformidad con el nuevo mundo, para llegar a ser predicadores del Reino, siervos en centros de servicio, precursores regulares y especiales—¡una escena hermosa! ¡El ver crecer asambleas desde 80 hasta 1,044 en 1956!

¡Cómo puede uno contenerse de ayudar a la señora que llora y llora porque la religión la ha abandonado y dejado sin esperanza y ella no quiere perder fe en Dios! Ella habla de poner fin a su vida porqué ha perdido su hijo, pero por medio del estudio ella vuelve a su tierra natal, dejando atrás los restos de su hijo, y pide que alguien por favor la visite y siga estudiando con ella.

¿Puede usted contenerse de ayudar a la joven que, en el momento en que usted entra en la casa de ella, comienza a hacer preguntas, y al salir usted a las 11:30 de la noche le obliga a decir si la próxima semana usted podrá quedarse más tiempo, añadiendo: ‘Necesito su ayuda; amo la vida y quiero más de ella; amo a Jehová y él me ama a mí, pero tengo que conocerlo mejor para servirle en verdad. ¡Ayúdeme!’?—sí, ¿puede usted contenerse?

¿Puede usted contenerse de ayudar al señor que en sus oraciones pedía morir, puesto que la vida le había dado tantos golpes duros que ni siquiera quería que se le mencionara la vida? Luego, con el estudio, verlo avanzar y decir: ‘Apenas puedo creer que soy el mismo, ¡estoy tan feliz ahora!’

Durante todos esos doce años y más que estuvimos lejos de casa papá nos escribió fielmente cada semana. Entonces un día llegó una carta diciéndonos que él se estaba muriendo. Se nos instó a volver a casa si queríamos verlo. Pero entre las cartas también había una que él había dictado: ‘¡Quédense allá! Usen el tiempo ayudando a otros y predicando el nombre y reino de Jehová. Continúen fieles hasta el fin, y espérenme en la resurrección.’ Dos semanas más tarde un cable: ‘Papá ha muerto.’ ¡Qué fácil hubiera sido volvernos a casa! Lo más difícil era quedarnos. Fué durante esos días que personas a quienes nosotras habíamos ayudado previamente vinieron y nos leyeron palabras de consuelo de la Biblia—consejo consolador que ellas mismas habían aprendido muy recientemente. Uno no puede menos que amarlas. Era la recompensa por habernos quedado.

Esos son algunos de los gozos que hemos vivido. Sabemos que nos esperan muchos acontecimientos aun más maravillosos. ¿Por qué no piensa usted en el futuro? ¿Por qué no viene a gozar de ellos con nosotras?

¿Quisiera usted preguntar: ‘¿Lo haría usted otra vez?’ Siguiendo tras mi propósito en la vida, ¡ciertamente que sí lo haría! ¿Por qué no? ¿Qué he perdido? ¡Nada! ¿Qué cosa mejor pudiera haber hecho?

El dar a Jehová todo lo que uno tiene paga los dividendos más grandes. Con todas sus lágrimas, angustias, dolores de cabeza, dificultades, gozos aumentantes, privilegios—eso es vivir; sí, vivir a través de este tiempo del fin. No es fácil; pero ¿es fácil la vida hoy día?

Vaya a Galaad; no tenga temor de que fracase; no se vuelva atrás. Siempre sea de ánimo correcto, apegándose a Jehová y a su organización, y ¡DÉ! Usted hallará que es certísimo lo que escribió Salomón: “Echa tu pan sobre la haz de las aguas; que después de muchos días lo hallarás.”—Ecl. 11:1, Mod.

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