Siguiendo tras mi propósito en la vida
Según lo relató Juan Errichetti
DURANTE el invierno de 1938 me puse a estudiar con sinceridad por primera vez las ayudas bíblicas de la Watch Tówer. Me había enfermado y anduve por toda la casa buscando algo que leer. Años antes de esto habíamos conseguido alguna literatura de Brooklyn, pero en ese tiempo no le dimos mucha atención. Ahora al leer folletos que trataban del infierno, el alma y otras doctrinas bíblicas me sentí conmovido, de la manera que se siente uno sólo cuando empieza a ver desde las tinieblas la maravillosa luz que jehová da a los que buscan la verdad. Puesto que se me había criado católico romano, no sabía nada acerca de los propósitos de Dios, y no había Biblia en nuestro hogar. Ese invierno leí muchísimo e, igual que todos los demás que empiezan a aprender la verdad, comencé a contar a mis amigos las maravillosas cosas que estaba aprendiendo. Algunos pensaban que me estaba volviendo loco, pero unos cuantos de mis amigos que prestaron atención están ahora en la verdad.
Esa primavera busqué a los testigos de Jehová y empecé a asistir a sus reuniones. Poco después de eso se celebró una asamblea de zona y salí al servicio por primera vez con nuestro siervo de congregación. Después de visitar cuatro o cinco hogares con él, se me animó a hablar en la próxima casa. Lo hice y resultó que el hombre estaba opuesto. Lo que dijo me desanimó un poco, pero crucé la calle y me puse a dar el testimonio solo y resultó que Jehová estuvo conmigo, porque pude seguir adelante hasta que llegó el tiempo para dejar de trabajar. Durante los meses que siguieron obtuve mucho conocimiento y experiencia trabajando con dos precursoras que eran de la clase ungida.
Unos cuantos años después, para seguir tras mi propósito en la vida, decidí ser precursor; y el 8 de enero de 1942 la Sociedad me envió mi carta de nombramiento. Por más o menos un año y tres meses trabajé de precursor en varias ciudades del este de los Estados Unidos. Llegué a tenerle más y más aprecio al servicio de tiempo cabal. Las bendiciones de Jehová se hacían manifiestas a todo tiempo. Nunca pasamos hambre, ni nos hizo falta ropa o un lugar en donde dormir.
En marzo de 1943 la Sociedad me envió una carta en la que me preguntaba si estaba dispuesto a ir a la escuela bíblica de Galaad de la Wátchtower. Le aseguro que no vacilé en cuanto a valerme de esa oportunidad. En la escuela de Galaad trabajamos, pero era trabajo agradable y llegamos a tenerle mayor aprecio a la organización de Jehová y también a la confianza que ésta depositaba en nosotros. Esos cinco meses fueron agradables, y en el día de graduación todos esperábamos ansiosamente saber adónde se nos enviaría. Yo estaba en un grupo de ocho destinado a Alaska. A mi compañero y a mí se nos asignó a Ketchikan.
Llegamos el 12 de octubre de 1944, después de un hermoso viaje por el famoso paso por el interior a Alaska. Los dos pasamos la mayor parte del día buscando a los suscriptores a La Atalaya y por fin encontramos a un matrimonio que nos alojó por la noche. El día siguiente seguimos nuestra búsqueda y esta vez encontramos a un matrimonio anciano que estaba muy interesado en el mensaje. Nos invitó a quedarnos en su hogar. Aceptamos la invitación y entretanto empezamos a dar el testimonio en el territorio y también a buscar un lugar donde quedarnos.
Un día una señora a quien le estaba dando el testimonio me preguntó si no sabía de dos jóvenes de noble disposición que desearan alquilar una casita. Contesté: “No sé; ¿qué clase de casa es?” Me la mostró. Le dije que si llegaba a saber de alguien se lo notificaría. Entonces fuí a buscar a mi compañero lo más pronto posible y le conté de la casa. Volvimos a esta señora y le dijimos: “Aquí están los dos jóvenes a quienes usted se refería.” La casa era mejor de lo que habíamos esperado—dieciséis dólares al mes y situada en una buena sección del pueblo.
Ese invierno mi compañero y yo trabajamos duro, colocando muchos libros y consiguiendo muchas suscripciones. Pero también era muy desanimador porque llovía de continuo, y con el viento soplando era imposible mantenernos secos o hacer que la literatura se mantuviera seca. Además, para hacer más difíciles las cosas, resultó que Ketchikan era muy religioso en un sentido y antirreligioso en otro. Los pescadores, principalmente de descendencia noruega, no querían tener nada que ver con la religión o la Biblia, habiéndose fastidiado de la religión en su país natal. No se les podía culpar por su actitud—pues los predicadores del pueblo siempre estaban pidiendo dinero y mezclándose en la política de la comunidad. Nos costó mucho trabajo conseguir la confianza de estos pescadores. Hoy día, sin embargo, ven a los testigos de Jehová desde un punto de vista muy diferente y les gusta mucho leer la revista ¡Despertad!
Al acercarse el verano mi compañero y yo pensamos en trabajar los pueblos y aldeas distantes que se pueden alcanzar sólo por barco y avión. Llevando con nosotros toda la literatura posible, partimos en el barco correo para la primera parada. Ayudamos con la descarga, y el capitán se mostró muy agradecido. Un anciano jefe indio nos dejó quedarnos con él mientras predicábamos en el pueblo acerca del reino de Jehová, colocando mucha literatura. Nuestro próximo paradero fué en un lugarcito que se llamaba Craig. Llegamos como a las dos de la mañana. La noche estaba negrísima y llovía a cántaros. No se veía ninguna luz en el pueblo. No pasó mucho tiempo antes que el hombre encargado del muelle viniera con un farol; y, como no teníamos adónde ir a esa hora, pusimos manos a la obra y le ayudamos con el descargo. Tanto agradeció esto el capitán que cuando le preguntamos cuánto le debíamos por el viaje dijo: “Nada, muchachos; no me deben ni un centavo y les agradezco mucho lo que hicieron.” Esto fué durante los años de la guerra, cuando había escasez de trabajadores. El hombre del muelle también expresó sus gracias, diciendo: “Pues, la pensión está cerrada a esta hora, de modo que pueden quedarse en mi tienda vacía. Hay una estufa y leña; así que están en su casa y quédense hasta que quieran irse.” Dicho y hecho. Desde este lugar nos fué posible caminar a otra pequeña aldea india situada a unos ocho kilómetros de allí, y otra vez colocamos mucha literatura.
Después de una semana abordamos el barco correo y partimos para Wrangell. Otra vez ayudamos con el descargo y otra vez el pasaje fué gratis. Puesto que era demasiado temprano para conseguir una habitación, echamos las mantas sobre el muelle y nos acostamos a dormir. Más tarde durante la mañana localizamos a un señor que por largo tiempo había estado suscripto a La Atalaya en griego, y él nos invitó amablemente a quedarnos en su choza. Nos quedamos como una semana. Dado que estos lugares que visitábamos no habían tenido la oportunidad de oír el mensaje del Reino por muchos años, naturalmente colocábamos mucha literatura.
Ahora mi compañero y yo comenzamos a preguntar a los pescadores si alguno de ellos iba a Petersburgo, a casi cincuenta kilómetros de allí. Sucedió que sí hubo uno, y nos recibió de buena gana en su barco. Así que pronto nos pusimos en camino a Petersburgo. Allí el alojamiento presentó un problema. Hablamos con una persona de buena voluntad que sugirió llevarnos al otro lado de la bahía para ver a dos noruegos—posiblemente ellos tuviesen una choza que pudiéramos usar. De modo que fuimos al otro lado de la bahía. El señor de buena voluntad preguntó a los dos hermanos si podíamos quedarnos en una de sus chozas y ellos contestaron: “Seguro que sí.” “Y, de paso, ¿qué hacen ustedes?” Les dijimos. “Oh, un par de predicadores,” dijeron, y su rostro mostró disgusto. Les dijimos que si había cosa alguna que pudiéramos hacer para ayudarles allí, nos agradaría mucho hacerlo. “Está bien, no se preocupen,” dijeron. Nos prestaron un bote pequeño también, para que pudiéramos remar a través de la bahía al pueblo para predicar allí de casa en casa.
Una mañana vi a uno de los hermanos tratando de pintar el techo de su casa con alquitrán de hulla. El techo era grande. Puesto que el señor era anciano y débil, no se atrevía subir al techo, sino que trataba de alcanzarlo desde una escalera, usando un palo largo que tenía un cepillo atado en la punta. Estaba teniendo dificultades. Me quedé mirándolo un rato, entonces dijo: “Nosotros haremos eso.” Me miró con asombro y dijo: “¿De veras?” Se le hacía difícil creer que un par de predicadores estuvieran dispuestos a trabajar. No conocían la diferencia entre clérigos y predicadores cristianos.
Le dijimos lo que precisábamos e inmediatamente nos pusimos a trabajar en su techo. La casa era grande y tenía laminado de hierro por techo con toda suerte de pendientes y ángulos. Mi compañero y yo trabajamos diligentemente todo el día para poder acabar, y como a las seis de la tarde los hermanos nos dijeron que bajáramos para comer algo. Les dijimos que queríamos acabar de pintar, porque parecía que iba a llover. “Acaben mañana,” dijo uno. “No, acabaremos esta noche,” contestamos, y así fué. Como media hora después que acabamos empezó a llover a cántaros. Estos dos hermanos eran las personas más felices del pueblo porque se les había pintado su techo. El día siguiente nos preguntaron si no queríamos pintar la barraca de los botes. Lo hicimos. “¿Y la otra barraca de botes?” Pintamos ésa también. “¿No quieren pintar el aserradero también?” “Sí, pintaremos el aserradero también.”
“Ahora, ¿qué les parece pintar la casa?” De modo que pintamos la casa. Entretanto habíamos acabado de predicar entre todos los hogares del pueblo y estábamos preparándonos para partir. Los dos hermanos nos llamaron a la casa y nos preguntaron cuánto nos debían. Les dijimos: “Nada; ustedes fueron bondadosos con nosotros dejándonos vivir en su choza, de modo que queríamos devolverles el favor.” No querían oír nada de eso. A fuerza nos metieron un rollo de billetes en la mano, y dijeron: “Estamos más que satisfechos, y en cualquier ocasión que vengan a este pueblo queremos que se queden con nosotros.” Cuando contamos el dinero descubrimos que nos habían dado 225 dólares.
Varios años después de eso cuando mi compañero actual y yo hicimos el mismo viaje llegamos otra vez a Petersburgo. Esta vez los dos hermanos noruegos nos invitaron a quedarnos en la misma casa con ellos. Ha sido un verdadero placer volver a este pueblo donde tenemos tantos amigos. Aunque estas personas no se han interesado de manera profunda en el Reino, les agrada mucho leer la revista ¡Despertad!
Siempre podemos conseguir trabajo seglar en Petersburgo, y esto ha hecho que la gente vea la diferencia entre los clérigos locales y los testigos de Jehová. Todos nos conocen como los dos muchachos que se quedan con los hermanos Knutson.
El primer invierno que mi compañero y yo pasamos en Anchorage fué uno que siempre recordaremos. Llegamos el día primero de enero y hacía frío. Nos fué difícil hallar un lugar donde quedarnos. Mi compañero conocía a un suscriptor a quien le gustaba leer ¡Despertad! Así que fuimos a ver si él tenía algún lugar para nosotros. Sí, él tenía una choza que estaba vacía; de hecho, la gente acababa de mudarse de ella esa misma tarde. Era el lugar más sucio que he visto en toda mi vida. Había botellas de whisky y cerveza regadas por dondequiera, y el hedor que había en la choza era uno que nunca en mi vida quiero volver a oler. Pero, ¿adónde podríamos ir a esta hora tan tarde? De modo que convenimos en alquilar el lugar. Aunque el lugar era una desgracia, sólo había una cosa que podíamos hacer: limpiarlo todo, incluyendo la estufa—que estaba tapada de hollín grueso. Y lo peor de todo era que el agua estaba a una distancia de cuatro manzanas. Era muy desanimador, si no algo peor. Esa noche dormimos con la ventana abierta de par en par, debido al terrible olor. La temperatura bajó a 30 grados bajo cero (Fahrenheit). Pero estuvimos cómodos en nuestros talegos árticos que usamos para dormir a la intemperie. Como un mes después nos mudamos para vivir con un hermano que tenía una choza alquilada, el cual arreglo fué mucho mejor.
Es sólo después que el siervo de Jehová se ha mostrado dispuesto a aguantar toda clase de inconveniencias que Jehová provee para él. Se nos ha hecho reconocer este hecho vez tras vez. Al llevar a cabo la obra misional en Alaska hemos dormido en el suelo de chozas abandonadas, en automóviles y barcos; también en camas muy cómodas. El precursorado nos ha ayudado a apreciar mucho más la bondad de Jehová. Hemos aprendido a estar satisfechos sean cuales fueren las circunstancias en que nos hallemos.
En un territorio tan vasto como Alaska el precursorado no puede menos que producir muchas experiencias interesantes, especialmente cuando uno se ve obligado a usar todo medio de transporte disponible—automóvil, tren y avión, así como también barcos grandes y pequeños.
Ahora cada otoño un hermano que pesca nos lleva por todas las muchas islas que componen la parte sudeste de Alaska. Este hermano es buen pescador y marinero. Un viaje que hicimos fué muy excitante. Partiendo de un puerto tranquilo, proseguimos a nuestro próximo paradero, una pequeña comunidad de más o menos seis personas. Teníamos que cruzar una extensión de agua que tenía como cuarenta kilómetros de ancho. El viento estaba bastante fuerte y el poderoso mar corría contra nosotros. Cuando habíamos viajado quince minutos desde el anclaje seguro el motor dejó de funcionar. Las baterías se habían inclinado, derramando algún ácido sobre el distribuidor, lo que puso en corto circuito el motor. Secando el distribuidor rápidamente, volvimos a empezar el motor, pero luego se detuvo otra vez. Empujamos el botón de arranque otra vez; el resorte de Bendix en el arranque se quebró, ¡todo lo que faltaba! Desesperadamente tratamos de mover el motor a mano, pero no dió resultado. Las aguas poderosas del mar empezaron a llevar el barco por su costado al mismo tiempo que nos daban fuertes golpes. Después de un tiempo los tres nos mareamos, y el barco fué adondequiera que lo llevó el viento y la marea. Pero poco a poco nos dejó el mareo y nos pusimos a usar el radioteléfono para comunicarnos con los guardacostas. Después de lo que pareció ser largo tiempo logramos comunicarnos con uno de sus barcos y éste nos notificó por radio que podrían llegar adonde estábamos como a las diez de la noche. Eran más o menos las cuatro de la tarde cuando la corriente empezó a llevarnos. Como a las once y media el proyector del barco guardacostas nos localizó y después que tiraron tres cuerdas por fin pudimos asegurar una. La corriente nos había llevado a unos veinticinco kilómetros en alta mar. Le aseguramos a usted que nuestras oraciones ascendieron a Jehová y que Él las oyó. Este bote de pesca en que íbamos medía casi trece metros de largo y era muy marinero. Después de ver el azotamiento que podía aguantar el barco empezamos a sentirnos mejor. El barco guardacostas nos remolcó por cuatro horas antes que llegáramos por fin a un puerto seguro. Fué una noche inolvidable.
Hemos vuelto a hacer el mismo viaje sin ningún contratiempo. Hemos viajado miles de kilómetros por avión y barco. Después de experimentar la protección que Jehová da uno pronto deja de preocuparse por la posibilidad de que se presente alguna dificultad.
Siguiendo tras mi propósito en la vida, sigo trabajando con la congregación de Ketchikan, Alaska, como misionero y disfrutando mucho del servicio aquí. Tenemos más de 200 publicadores en Alaska y los conozco a todos. Hay muchas personas de buena voluntad esparcidas en pequeños poblados que necesitan que las visiten ministros que estén dispuestos a hacerlo. Este territorio es vasto y hacen falta muchos trabajadores. Verdaderamente me regocijo en el privilegio que tengo de estar en el servicio de tiempo cabal, y me siento feliz de que la Sociedad Watch Tówer me haya enviado a Alaska. Digo yo: ¡Qué mayor privilegio puede uno recibir de Jehová que éste de ir a la escuela de Galaad y entonces recibir una asignación al extranjero y participar allí en la obra de expansión con todos los demás del pueblo de Jehová por toda la tierra!