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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1961
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1961
w61 15/8 págs. 508-511

Siguiendo tras mi propósito en la vida

Según lo relató Giovanni DeCecca

CALITRE, Italia, fue el lugar de mi nacimiento, en diciembre de 1879. Mis padres devotos hicieron que yo fuera bautizado y más tarde confirmado como católico romano. Poco sospechábamos que hoy, a la edad de ochenta y un años, yo miraría afectuosamente atrás a cincuenta y cinco años como testigo de Jehová.

Después de mi confirmación, solía hacerme cierta pregunta y finalmente me dirigí a nuestro sacerdote: “¿Qué tengo que hacer como cristiano para complacer a Dios?” Él me respondió: “Ser hombre bueno asistir a misa regularmente, ir a la confesión, rezar el rosario, contribuir todo cuanto pueda a la iglesia y hacer lo que yo le diga.” Su respuesta no me satisfizo. Me parecía que era egoísta y malo el estar interesado solamente en mí mismo. ¿Por qué no tratar de ayudar a otros y hacer del mundo un lugar mejor?

Alrededor de este tiempo mi padre trajo a casa una Biblia y comenzó a leérnosla. Yo nunca había visto una antes y me preguntaba si acaso ella me ayudaría a ser buen cristiano. A medida que mi padre nos leía de día en día, llegué a estar profundamente interesado y anhelaba leer yo mismo la Biblia. Puesto que había sido pastorcillo desde la edad de cinco años y no había tenido educación escolar, no sabía leer. Cuando mi padre me enseñó a leer, pasé muchas horas felices leyendo este buen Libro. Aunque no entendía muchas cosas, me di cuenta de que lo que me decían los sacerdotes no concordaba con la Palabra de Dios. El tratar de hablar con mi sacerdote acerca de la Biblia fue muy descorazonador. Me dijo que no era asunto mío el entender y enseñar la Biblia; ¡eso era asunto de él! Él me diría todo cuanto necesitara saber para ser cristiano verdadero. Luego me dijo que me confesara. Fui a confesarme, pero no había nada que confesar. Muy disgustado, mi sacerdote hablo cosas terribles acerca del purgatorio y de tormento eterno y otros asuntos que no era bueno que los oyera un muchacho adolescente. Yo me disgusté mucho. Cuando se me dijo que colocara algo en la alcancía de colecta para pagar los servicios del sacerdote, contribuí dos centavos, y más tarde deploré aun eso.

Continuamos leyendo la Biblia y un día mi padre decidió que ya no iríamos a misa. Su decisión acarreó gran oposición de parte de nuestros parientes y amigos anteriores. Los sacerdotes les dijeron que no tuvieran nada que ver con nosotros porque los descarriaríamos. Nos unimos a la iglesia bautista local, donde aprendimos que el purgatorio no se menciona en la Biblia, ni decía nada acerca de ir a misa ni de orar a los “santos.” El ministro nos dijo que deberíamos orar a Dios y confesar nuestros pecados a Él. Me alegré al aprender estas cosas, pero la doctrina de tormento eterno me preocupaba. Nuestro ministro no podía dar una respuesta bíblica satisfactoria. Esto fue una gran desilusión para mí, porque la idea de sufrir para siempre en un lugar de tormento me angustiaba mucho. Seguí leyendo la Biblia, esperando encontrar a alguien que pudiera contestar mis preguntas.

En 1900, cuando yo tenía veintiún años nos mudamos a los Estados Unidos de la América del Norte, estableciéndonos en Connecticut. Conseguí trabajo para ayudar a sostener la familia e inicie mi estudio del inglés con la ayuda de un diccionario italiano-inglés. Al aprender a hablar y leer inglés, me sentí en casa en América. Aquí seguí leyendo la Biblia, todavía esperando que alguien me ayudara a entenderla.

En 1904 mi esperanza se realizó cuando una repartidora [colporteur] de la Watch Tower visitó el lugar de mi trabajo ofreciendo ayudas para el estudio de la Biblia. Obtuve los primeros tres tomos de Estudios de las Escrituras. El primer tomo, llamado “El plan divino de las edades,” abrió ante mí el glorioso mensaje de la Biblia de una manera extraordinaria. Me sentí tan feliz que quise contar a todo el mundo que yo había encontrado la verdad. ¡Qué maravillosa era! Mis preocupaciones acerca de tormento eterno se habían acabado, porque el Libro inspirado de Dios dice claramente que “el salario del pecado es muerte,” no tormento. Aprendí que el reino de Dios, por el cual Jesús nos enseñó a orar, traerá vida eterna y felicidad perfecta a todos los que creen en el Señor Jesucristo y le sirven fielmente. ¡Qué mensaje para llevárselo a la gente!

Mis primeros esfuerzos por repartir estos libros maravillosos no fueron muy fructíferos, porque no sabía cómo proceder. Cuando traté de interesar a mi ministro bautista por medio de decirle que el infierno no es un lugar de tormento eterno, me pregunto: “Si se quita de la Biblia el infierno, ¿qué nos queda?” Yo respondí: “Tenemos a Cristo nuestro Salvador, quien nos redimió de la maldición de la muerte, y su reinado de mil años que traerá paz, felicidad y vida eterna a los que le obedecen.” Eso terminó la discusión.

En Asbury Park, Nueva Jersey, durante la asamblea de estudiantes de la Biblia en 1906, conocí a varios centenares de cristianos dedicados bien versados en las Escrituras. Jamás me olvidaré del modo en que esta gente amistosa hablaba acerca de la Biblia todo el tiempo y estaba dispuesta y capacitada para contestar mis preguntas. Si yo pudiera estar siempre con esta clase de gente, ¡que feliz estaría yo! Allí conocí al hermano Carlos Russell, presidente de la Sociedad Watch Tower. Le pregunté si yo podría trabajar en la casa matriz de la Sociedad. Después de escuchar mis experiencias de ltalia y cómo yo había aprendido la verdad en América, me aconsejó que emprendiera el trabajo de repartidor primero y que tal vez más tarde se podría hallar un lugar para mí en la casa matriz. Me bauticé ese año, pero no me sentía listo para el servicio de repartidor. Entonces un hermano que entraba en esa obra me pidió que lo acompañara. Lo hice, y pronto aprendí a colocar las ayudas para el estudio bíblico. Mediante la bondad inmerecida de Jehová hasta pronuncié una conferencia pública en italiano a un auditorio de cuatrocientas personas en Roseto, Pensilvania.

Mientras tanto la casa matriz de la Sociedad se había mudado de Allegheny, Pensilvania, a Brooklyn, Nueva York. En diciembre de 1909 se me invitó a trabajar en el Betel de Brooklyn. ¡Qué privilegio el de ser miembro de esta familia dedicada! Antes que pasara un año se me asignó a servir a la gente italiana de los alrededores, que manifestaba mucho interés en el reino de Dios. Entre ellos no había quien pudiera pronunciar discursos públicos, de modo que hice lo que pude, y el Señor bendijo mis esfuerzos. Se hicieron arreglos para conferencias frecuentes en Connecticut, Nueva York, Massachusetts, Nueva Jersey y Pensilvania.

Después que conseguí algo de experiencia en esta obra, la Sociedad me envió en giras regulares de “peregrino” a lugares alejados. En una de estas asignaciones en San Luis varios jóvenes católicos vinieron a la reunión con piedras en sus bolsillos listos para tirármelas si no les gustaba lo que se decía. No se tiró ninguna piedra, pero después de escuchar la conferencia algunos permanecieron para hacer preguntas bíblicas y se interesaron en la verdad.

En Rochester, un señor se me acercó después de la conferencia y entabló conmigo una discusión acalorada de más de una hora. Se fue convencido de que teníamos la verdad y más tarde llegó a ser ministro precursor de tiempo cabal. Todavía se mantiene fiel en la obra de Jehová. Durante otra conferencia, en Springfield, Massachusetts, unos rufianes se subieron a la plataforma y trataron de interrumpir. Yo hablé más fuerte que ellos, y el auditorio siguió escuchando atentamente. Finalmente se fueron los alborotadores. Dos familias que asistieron a esa conferencia más tarde llegaron a ser ministros de las buenas nuevas.

A principios de 1914, el Fotodrama de la creación perteneciente a la Sociedad se exhibió a la gente de habla inglesa, acompañado de conferencias explicativas grabadas. Cuando estas conferencias se tradujeron más tarde al italiano, se me invitó a leerlas mientras se exhibían las películas. Sabiendo que tomaba dos horas el presentar cada una de las cuatro partes del Drama, me preguntaba si yo podría hacerlo. Ya que Jehová había bendecido mis esfuerzos débiles en hablar al público, tenía ansias de tratar. Él me dio fuerza, y me fue bien. Miles de personas asistieron a las exhibiciones y muchos dejaron sus nombres pidiendo más información bíblica. Otros participaron conmigo en la obra gozosa de visitar a estas personas en las cercanías de Betel y adelantar su interés.

Una hermana en la verdad, Graciela Harris, se impresionó por el celo y energía que yo desplegaba gozosamente en las conferencias del Drama y se enamoró del conferenciante. El hermano Russell nos casó en 1916. Graciela ha sido una verdadera ayuda idónea para mí durante más de cuarenta años y todavía lo es. Por todo esto estoy muy agradecido a Jehová.

Cuando hubo cumplido su propósito el Drama, tuve más tiempo para dedicarlo a mis deberes en el departamento italiano de la Sociedad traduciendo cartas y ayudando con la correspondencia. ¡Era maravilloso estar en la casa Betel! Entonces, en 1916, todos recibimos una sacudida. El hermano Russell murió en el tren que lo traía de regreso de una gira de conferencias en la costa occidental. ‘¿Qué haremos ahora?,’ se preguntaban muchos. Creíamos que el hermano Russell era “aquel siervo” de Mateo 24:45-47, en cuyo cuidado se habían confiado todos los intereses del Reino. ¿Había terminado nuestro trabajo o deberíamos seguir predicando las buenas nuevas como lo habíamos hecho durante su vida terrenal? Unos pocos se desanimaron y suspendieron su actividad, pero la mayoría siguió trabajando y fue bendecida ricamente por el Señor.

En la reunión de negocios en enero de 1917 el hermano José Rutherford fue elegido presidente de la Sociedad. Todo marchó bien por un tiempo hasta que unos cuantos hermanos que pensaban que eran directores legales de la Sociedad trataron de cambiar los estatutos y hacerse del mando de la obra. Su esfuerzo por hacer que el presidente fuera tal solo en nombre y que sirviera para las ambiciones de ellos no tuvo éxito, pero sí les causó mucha confusión y tristeza a los hermanos que habían sido leales a la Sociedad durante años. Al fracasar, los rebeldes abandonaron a Betel y la obra. Todo marchó bien entonces hasta el verano de 1918.

Ese año un grupo de ministros de la religión falsa instó al gobierno de los Estados Unidos a detener la obra de la Sociedad bajo la acusación de que sus oficiales eran desleales al esfuerzo bélico. Se aseveró que nuestra predicación del reino de Dios como la única esperanza y el señalar a la I Guerra, Mundial como cumplimiento de profecía probablemente descorazonaría a los hombres de ir a la guerra. Las acusaciones causaron el arresto y juicio de los oficiales de la Sociedad y de sus asociados por no tomar una parte activa en la guerra. Por aconsejar a mi hermano joven respecto a la manera correcta de solicitar la clasificación de ministro, lo cual era, llegué a ser acusado en el caso.

Se nos sometió a un juicio que más tarde habría de probarse injusto. Nos llevaron a la prisión federal de Atlanta, Georgia. Mientras que los otros recibieron sentencias larguísimas, la mía fue comparativamente corta. En la sastrería de la prisión hallé a varios italianos cumpliendo sentencia por falsificación de dinero. Les di el testimonio acerca del reino de Dios de paz y perfección para el género humano. Algunos escucharon con aprecio; a otros les parecía que era demasiado bueno para ser cierto.

La justicia comenzó a triunfar, y nos soltaron de Atlanta en la primavera de 1919, para ser totalmente exonerados más tarde. Regresamos a Brooklyn, y nos recibieron muchos hermanos que se reunieron para saludarnos. Fue una feliz reunión familiar. Ese septiembre, en Cedar Point, Ohío, más de 7,000 hermanos dedicados se reunieron en asamblea para aprender, si fuera posible, lo que el Señor quería que hiciésemos. Para deleite nuestro vimos de la Biblia que todavía había que hacer una gran obra en la predicación del mensaje del Reino a las naciones. Regresamos a Cedar Point para otra asamblea en 1922, donde todos nos emocionamos intensamente ante las perspectivas de mayores cosas por delante. Graciela y yo nos regocijamos de tener una parte de tiempo cabal en esta siempre creciente obra del Reino.

Estuvimos ocupados en nuestras asignaciones en Betel y los años pasaron rápidamente. Asistimos a muchas asambleas del pueblo de Jehová, como las de Columbus en 1931 y 1937, San Luis en 1941, Los Ángeles en 1947, y la primera asamblea grande en el Estadio Yanqui de Nueva York en 1950. Todas fueron experiencias gozosas a medida que veíamos que Dios prosperaba el crecimiento de su organización terrenal.

En 1951, y otra vez en 1955, la Sociedad y nuestros amigos nos facilitaron una visita a Italia, donde tuve el gozo de hablar a varias congregaciones de nuestros hermanos. Durante el viaje de 1955 nos contamos entre los varios miles que hicieron una gira por Europa asistiendo a asambleas en muchas ciudades. La asamblea en Roma en el hermoso salón hecho originalmente para glorificar a Mussolini redundó en alabanza al nombre de Jehová e impresionó profundamente a la gente de Roma.

De regreso en Brooklyn mi esposa y yo estamos felices de tener una parte regular en la obra de casa en casa, de revisitas y de estudios bíblicos en los hogares de la gente. También apreciamos la importancia de asistir a las reuniones y asambleas provistas por Jehová. Aunque a veces estamos cansados a la hora de reunión, siempre regresamos a casa grandemente refrescados.

Repasando los cincuenta y cinco años que he dedicado al servicio de Jehová, verdaderamente puedo decir que éstos han sido los años más felices de mi vida. Cincuenta y tres de ellos han sido como miembro de la familia Betel de Brooklyn—privilegio de servicio que yo sinceramente recomiendo a todo cristiano joven. Seguramente, ha habido algunas pruebas, pero éstas han aumentado nuestra fe en Jehová. Nunca he dudado que él está usando la Sociedad para dirigir la obra de dar el testimonio en toda la Tierra que Jesús predijo en Mateo 24:14. Así como dijo Pablo, cualesquier tribulaciones “no son de importancia en comparación con la gloria que va a ser revelada en nosotros.”—Rom. 8:18.

Nuestra gran esperanza es la de tener parte en el nuevo mundo de justicia de Dios, donde podremos alabarlo y servirle para siempre. Mediante la ayuda de Jehová, con éxito seguiremos tras este bendito propósito en la vida.

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