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  • “Feliz es la nación cuyo Dios es Jehová”
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1967
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1967
w67 15/8 págs. 506-510

“Feliz es la nación cuyo Dios es Jehová”

Según lo relató Roberto A. Winkler

CUANDO vino el año crucial de 1914 y estalló la I Guerra Mundial, yo estaba en la escuela en Alemania y se instó a los estudiantes a emprender el servicio militar. Para los que se ofrecieron voluntariamente, se preparó un examen especial, y todos lo pasaron con honores. Yo fui uno de aquellos estudiantes para quienes los estudios en las aulas habían terminado súbitamente.

Era yo un muchacho de dieciséis años cuando estuve en el frente en Francia, al otro lado de Reims como “voluntario de un año.” En el frente, se hizo provisión para instrucción religiosa. Observé que el capellán predicaba exactamente lo contrario de lo que yo había aprendido. Esta instrucción nos enseñaba y estimulaba a matar a tantos enemigos como fuera posible y que una muerte heroica sería considerada como algo muy honorable. Todo esto me hizo reflexionar. Esto, además de mi asociación con los del ejército, me condujo finalmente a perder la fe.

Cuando resulté herido de gravedad y regresé bien condecorado del frente, fui dado de baja del ejército. Luego conocí a un estudiante de filosofía, siendo el resultado de esta asociación que me hiciera ateo como él.

LLEGANDO A SER UNO DEL PUEBLO DE JEHOVÁ

Continué como ateo hasta 1924, cuando llegué a conocer a un Bibelforscher, es decir, un testigo de Jehová. Lo que me dijo acerca de la Biblia era enteramente nuevo para mí. Se me instó a buscar nuevos argumentos para poder refutar sus puntos de vista. Acepté toda la literatura que me presentó y la estudié hasta muy entrada la noche. Me interesó en particular el libro El Plan Divino de las Edades, ya que yo quería saber qué era ese “plan.”

Por pasar todas las noches estudiando esa literatura y hablar en cuanto a ella, todos los miembros de mi familia se volvieron contra mí. A lo último mi padre me quemó todos los libros. De allí en adelante toda la nueva literatura que pude obtener la tenía que mantener bien escondida.

Pronto me di cuenta que no había ningún argumento que pudiera hallar para refutar a los Bibelforscher y me vi obligado a comprender que realmente era la verdad de Dios. Indescriptible fue mi gozo al aprender cuáles son los propósitos de Jehová, al obtener un entendimiento de Dios y de las bendiciones que éste traería a la humanidad. Estas promesas, esta expectativa de bendiciones simplemente me deleitaron. Llegué a entender lo que dijo el salmista en el Salmo 33:12 y pude unirme a él al decir: “Feliz es la nación cuyo Dios es Jehová.”

Ansiosamente esperé la siguiente visita de este ministro cristiano. Pero yo quería predicar, no solo dentro del círculo de la familia, sino como él lo hacía, de casa en casa. Tuve mucho gozo cuando concordó en que lo acompañara de casa en casa. Después de haber ido juntos durante las primeras pocas casas convino en dejarme ir solo. Usualmente medito en los gozos y bendiciones que tuve el primer día de testificación.

También me gusta recordar el momento cuando yo, junto con el hermano de la oficina de sucursal de la Sociedad Watch Tower en Magdeburgo, me paré enfrente de un mapa grande y él me preguntó si quería yo ir a Bonn. “Bonn,” explicó, “es una ciudad difícil, una ciudad universitaria con muchos intelectuales, un territorio católico. Para que usted aguante en ese territorio,” continuó, “tendrá que ser firme en la fe y estar bien versado en las Escrituras.” Así Bonn llegó a ser mi primera asignación ministerial. Muy poco después vino mi novia y nos casamos. Pronto más predicadores de tiempo cabal del reino de Dios vinieron a ayudarnos. Jehová bendijo ricamente nuestros esfuerzos, y pronto, además de nuestro grupito de asistentes al estudio de La Atalaya, había muchas personas interesadas, y esto aumentó mes tras mes hasta que el salón se llenó, asistiendo más de ochenta personas a nuestras reuniones.

HOSTIGAMIENTO DE LA GESTAPO

De repente un gran cambio tomó lugar. La Gestapo de Hitler comenzó a visitarnos a cada instante, visitas que habíamos previsto y razón por la que habíamos escondido cuidadosamente nuestra literatura. Estas visitas se hacían durante el día, a medianoche o en la madrugada. Venían a conseguir nombres y direcciones de los Testigos y registraban cuidadosamente cada anaquel, los roperos, las camas y la ropa blanca.

Cuando trabajábamos de casa en casa, solo usábamos la Biblia. Un día llamé a la puerta de una mujer que era miembro del partido nazi y ésta telefoneó a la policía y le dio mi descripción.

Inmediatamente me detuvieron, después de lo cual fui transportado al Campo de Concentración de Esterwegen. ¡Cuán alentador fue el hacer felices con el mensaje del Reino a personas quebrantadas de espíritu y sin ninguna esperanza! El gran gozo de poder ayudar a personas semejantes a ovejas en el campo a entender la verdad de Dios y a dedicarse a Dios hizo que el trato cruel que infligía la Gestapo no significara nada. Sí, aquí en el campo aprendimos a apreciar el gran privilegio de estar entre el pueblo cuyo Dios es Jehová.

Después de mi liberación tenía que informar diariamente a la Gestapo, y exigían que hiciera el saludo de “Heil Hitler.” Al rehusar cada día, se enardecía la ira de ellos mucho más y una vez gritaron: “Usted no aprendió nada en el campo, absolutamente nada, ni siquiera el saludo alemán, y a su regreso mañana por la mañana si no hace el saludo alemán, jamás volverá a ver a su esposa. ¿Entiende eso?”

Ese mismo día el supervisor de circuito de la Sociedad Watch Tower vino a visitarnos, y le dije lo que me había dicho la Gestapo. Él dijo que se había enterado de casos semejantes y, en vista de que en cada puesto de la Gestapo del país había fotos de mí, sería prudente que yo continuara la obra de testimonio en Holanda. Aceptamos nuestra nueva asignación y gozosamente dejamos nuestra casa y todo lo que poseíamos a la Gestapo ladrona.

Al llegar a Holanda comenzamos nuestra nueva asignación sin saber nada de holandés. Jehová bendijo nuestros esfuerzos de servir en ese país. Al ir diariamente de casa en casa pronto llegamos a conocer a la gente. En 1938 recibí la asignación de visitar todas las congregaciones de Holanda. En 1939 mis privilegios aumentaron y fui llamado a la oficina de sucursal de la Sociedad Watch Tower. En 1940 las tropas alemanas ocuparon a Holanda, y ahora era evidente que la Gestapo pronto llevaría a cabo su campaña de registrar y robar también en este país.

El 21 de octubre de 1941 alguien me delató y fui detenido. La Gestapo se regocijó cuando finalmente me atrapó. Dieron a saber esta noticia a muchos puestos de la Gestapo en Alemania y Holanda.

ESFUERZOS POR HACERME TRAICIONAR AL PUEBLO DE JEHOVÁ

El deseo de la Gestapo era aplastar la organización de los testigos de Jehová, y, según ellos, yo sería un hombre inteligente cooperando en sus planes. “Este Jehová,” se mofaron, “está en decadencia en Alemania y lo mismo le está sucediendo en otros países.” El Führer, según ellos, fue enviado por Dios, y yo tendría que cambiar de parecer. Me dijeron que yo elevaría mi posición maravillosamente si apoyaba la causa del Führer y renunciaba a algo que verdaderamente no existía. Habría de decirles qué personas pertenecían al personal de la oficina y dónde estaban, dónde estaba mi esposa y quiénes eran los líderes de las congregaciones. Me aseguraron que ninguno de los que fueran delatados jamás llegaría a saber que yo les di la información ni detendrían a todos aquellos que denunciara. Simplemente les dirían que enmendaran sus caminos y sirvieran la causa del Führer.

Al decirles francamente que no cooperaría con ellos en su plan, bajaron las cortinas, prendieron el radio a todo volumen y me golpearon despiadadamente. Cuando uno de ellos no podía seguir más, otro bruto lo reemplazaba hasta que yo me desplomaba, y más tarde recobraba el conocimiento. “Así que,” escarnecieron, “no esperábamos que fuera tan irrazonable. Un hombre que ha sido un buen organizador e inteligente, que ha sido luchador tan ardoroso por una causa en decadencia, debería tener más juicio. Necesitamos gente como usted. Póngase a pensar cómo podría mejorar su suerte en la vida. Díganos dónde está su esposa, y le damos nuestra palabra de honor que no se le golpeará. Si es prudente y coopera con nosotros, usted puede cambiar la prisión por una villa y esa condición de vergüenza y oprobio por una de honor, dinero y prestigio.”

Puesto que quedé callado, comenzó el segundo asalto. Primero fue el Obersturmführer Barbie, y cuando se cansó lo reemplazó el Oberschaarführer Engelsman. Esto siguió hasta que nuevamente perdí el conocimiento. Esto continuó desde la una de la tarde hasta la medianoche. A la 1:00 a.m. fui entregado al guardia de la prisión. Habiendo perdido algunos dientes y con la mandíbula inferior dislocada y mi cuerpo golpeado hasta verse la carne viva, fui llevado a la celda oscura. “¿Sabe por qué lo traigo a la celda oscura?” me preguntó el guardia.

“No,” contesté.

“Porque no pudieron hacerle hablar a usted.”

“¿Cómo sabe esto?” pregunté.

El guardia contestó: “Porque cuando han maltratado a alguien como usted y ha accedido y ha dicho todo lo que sabe entonces obtiene una celda mejor, mejor comida y mejor trato. Usted va a la celda oscura porque ellos creen que este tipo de trato lo hará acceder. Pero dejaré que tenga luz y algo caliente que comer.”

Los pensamientos de las promesas de Jehová de ayudarlo a uno en toda clase de dificultad me dieron el consuelo y la fuerza para aguantar todo esto, de modo que pensamientos de cualquier transigencia con mis perseguidores endemoniados jamás entraron una sola vez en mi mente.

Cuando me miré ante el espejo al día siguiente, me sorprendí por la apariencia que tenía. Los dos policías secretos holandeses que me habían transportado de la prisión para ser interrogado por la Gestapo no me podían reconocer ahora. Habían ayudado a la Gestapo a detenerme y cuando me vieron se pusieron a preguntarme: “¿Es usted Winkler?”

“Sí.”

“¿Es usted aquel R. A. Winkler?”

“Sí,” contesté.

“¿Es usted Winkler, el testigo de Jehová?”

“Sí, yo soy.”

“¿Es usted el Testigo Winkler a quien detuvimos en el Wittenkade la semana pasada?”

Les dije que yo era el mismo. Me preguntaron qué me había hecho la Gestapo. Cuando les dije, dijeron que jamás me habrían detenido si hubieran sabido lo que me iba a hacer la Gestapo.

El sábado había sido detenido por la Gestapo, y el siguiente lunes iba a ser interrogado nuevamente por ellos. ¿Qué sucedería ahora y qué iba yo a hacer? Me dirigí a Jehová en oración, confiando en sus promesas. Sabía que esto significaba usar estrategia de guerra teocrática por causa de la obra del Reino y la protección de mis hermanos cristianos. Fue una gran prueba para que yo la aguantara y me sentía completamente agotado después de diecisiete días, pero le di gracias a Jehová porque pude aguantar con su fuerza esta prueba y retuve mi integridad.

FORTALEZA ESPIRITUAL A PESAR DE MALES FÍSICOS

Ahora sentí una necesidad muy grande de alimento espiritual. Dos días después este mismo guardia amigable de la prisión vino y me preguntó si podía hacer algo por mí. Le dije que sí; podía conseguirme una Biblia de parte de mi esposa. “Sí,” dijo, “escriba una nota. Le traeré un lápiz y papel.”

El 10 de febrero de 1942, es un día que jamás olvidaré. La puerta de mi celda se abrió de par en par y alguien arrojó una Biblia de bolsillo en la celda, y antes de darme cuenta de lo que pasaba la puerta fue cerrada nuevamente. ¡Qué gozosa ocasión! La Gestapo no me permitía tener nada que leer, y ahora, por la bondad inmerecida de Jehová, tenía una Biblia que podría leer. ¡Qué gozo el disfrutar diariamente de las palabras agradables de la verdad de Su Palabra! Aunque tenía que leer secretamente, yo mismo sentía que estaba recuperando fuerzas espiritualmente.

Me quedé con la misma Biblia hasta que me trasladaron a otro campo en Holanda, el Campo de Vught. Allí en Vught pude conseguir otra Biblia.

De Vught me trasladaron a Alemania, a un campo en Oraniënburg-Sachsenhausen. Allí fuimos metidos en barracas donde se nos obligaba a quitarnos la ropa y darnos una ducha. Nos quitaron la ropa y también los zapatos; solo los que tenían zapatos de madera pudieron quedarse con ellos. Escondí la Biblia en un zapato de madera sin que nadie me viera y así pude conservarla mientras estuve en el campo.

En este nuevo campo me enfermé. Poco después llegué a parar en el hospital del campo donde ya había unos 3.000 pacientes que estaban siendo atendidos por médicos que también eran prisioneros. Tan pronto como recuperaba de una enfermedad recaía en otra. Con el tiempo fui llevado a otras barracas, donde me atendió un médico sueco.

Este médico me preguntó si conocía a los Testigos Erich Frost, Konrad Franke y R. Braüning. Cuando le dije que sí, me dijo que ellos le habían salvado la vida en la isla de Wight, y ahora, en gratitud, iba a tratar de salvarme la mía. Era obligatorio que los doctores informaran a los guardias del SS de todo prisionero que, debido a enfermedad, no pudiera presentarse a trabajar durante los seis meses subsiguientes. Tales pacientes eran llevados a otras barracas y eran metidos en autobuses que no eran otra cosa sino cámaras de gas rodantes. Los gases del escape mataban a las víctimas en camino a los crematorios. Esto me hubiera sucedido, pero el médico sueco no hizo lo que los nazis esperaban de él, debido a las bondades que le mostraron mis hermanos cristianos.

También muchas veces me viene a la memoria la llamada “Marcha de la Muerte” desde el Campo de Sachsenhausen hasta Schwerin en abril de 1945. Nunca hubiera aguantado esta marcha si no hubiera sido por la atención amorosa de mis hermanos cristianos que habían arriesgado mucho para sacarme de las barracas de los enfermos que no podían moverse por sí solos. Los del SS querían quemar las barracas con los que estaban gravemente enfermos para no dejar que tal evidencia cayera en manos de los rusos. Los hermanos se apoderaron de una especie de carreta en la que me colocaron a mí y a otros Testigos que no podían andar. Halaron esta carreta con sus hermanos cristianos que no podían andar, hasta el fin de esta marcha de la muerte que era como una pesadilla. Cualquiera que se desplomaba durante esta marcha era eliminado por los SS, quienes le pegaban un balazo en el cuello. El cuidado amoroso de nuestros hermanos cristianos nos sirvió de ayuda para evitar semejante fin.

Por fin regresé al lugar de mi asignación teocrática en Holanda con el uniforme del campo y sin nada salvo hojas de papel como ropa interior y apenas andando con la ayuda de un bastón. Sin embargo, rápidamente me recuperé y poco después reasumí la obra en el servicio del Reino. Esto lo he hecho por más de veinte años desde mi liberación. Todavía tenemos el gran privilegio de trabajar en la oficina de sucursal de la Sociedad en Holanda.

De parte del gobierno alemán recibimos una compensación y así pudimos reemplazar cosas que habíamos perdido. Ahora que ya he cumplido 65 años, también recibo los beneficios de una pensión por la vejez. Así puedo tener un automóvil, que me facilita hacer tanto como sea posible en el ministerio.

Sí, Jehová no permite que ninguna prueba sea mayor de lo que podamos aguantar, y, además de esto, suministra la fuerza para aguantar. Por ningún precio en la Tierra me perdería yo de las pruebas que he aguantado con Su fuerza. Estas pruebas han aumentado mi fe en Jehová, mi aprecio por sus cualidades de amor, sabiduría, justicia y poder. Por experiencia verdadera aprendí la gran verdad que leemos en la Biblia: “Feliz es la nación cuyo Dios es Jehová.”

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