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  • Jehová me ha sustentado con su amistad
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1989
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1989
w89 1/5 págs. 10-13

Jehová me ha sustentado con su amistad

Según lo relató Maria Hombach

CUANDO yo era una niñita de seis años, aprendí en la escuela una hermosa canción alemana que dice: “¿Sabes cuántas estrellas hay en el cielo azul? [...] Dios, el Señor, las ha contado todas, y no falta ninguna [...] Te conoce a ti, también, y te ama mucho”. (Traducción del alemán.) Yo la cantaba cierto día, cuando mi madre me dijo: “Él te conoce y te ama a ti también”. Desde ese momento Dios fue para mí un amigo. Decidí pagarle con amor. Eso fue antes de la I Guerra Mundial, cuando vivíamos en Bad Ems, en la ribera del río Lahn.

Diecisiete años después, durante unas vacaciones en 1924, conocí a una joven que tenía la misma edad que yo. Era de los Estudiantes de la Biblia, conocidos hoy como testigos de Jehová. Por cuatro semanas tuvimos discusiones acaloradas sobre asuntos religiosos. Entonces consideramos el “infierno”. “¿Tú no meterías un gato vivo en un horno ardiente, verdad?”, preguntó ella. Aquello fue como el azote de un rayo, y me di cuenta de que me habían engañado vergonzosamente. Desde entonces en adelante podría aprender todo lo que quisiera acerca de Dios... conocerlo realmente, ¡y enterarme de todo lo que quería saber sobre él desde mi niñez!

Para mí fue como descubrir “un tesoro escondido en el campo”. (Mateo 13:44.) Al regresar a casa, hablé con entusiasmo a mis vecinos, por el deseo intenso de compartir las cosas nuevas que había aprendido. Poco después me mudé al pueblo de Sindelfingen, en el sur de Alemania, donde vivía un grupo de unos 20 Estudiantes de la Biblia. Empecé a participar con ellos celosamente en esta nueva actividad de evangelizar de casa en casa.

La primera vez que oí sobre el servicio de precursor fue en 1929, en un discurso por un hermano que era ministro viajante. Él preguntó cuántos querían ser precursores. Yo levanté la mano al momento. No había indecisión de mi parte. “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”, dije desde el corazón. (Isaías 6:8.)

Renuncié a mi trabajo de oficina, y el 1 de octubre de 1929 empecé mi servicio de precursora especial —como hoy se llama a esa obra— en el sudoeste de Alemania. En Limburgo, en Bonn, en las barcazas de la bahía de Colonia y en otros lugares sembramos rápida y generosamente la semilla de la verdad en forma impresa. (Eclesiastés 11:1.)

Experimento la amistad de Dios

En 1933, cuando Adolf Hitler estableció su dictadura en Alemania, tuve que dejar de ser precursora y regresar a Bad Ems. Las autoridades pronto se enteraron de que yo no había votado en las elecciones. Dos días después, dos miembros de la policía vinieron a registrar mi habitación. En una esquina estaba el cesto de los papeles donde, precisamente poco antes, yo había echado un papel con todas las direcciones de mis compañeros Testigos. ¡Y no tuve tiempo para vaciar el cesto! La policía buscó en todas partes... menos en el cesto.

¡Cuánto aprecié que mi hermana Anna hubiera aceptado, mientras tanto, la amistad del Dios verdadero! En 1934 ella y yo nos trasladamos al pueblo de Freudenstadt, y allí empezamos a distribuir cautelosamente la literatura bíblica. En cierta ocasión, durante las vacaciones nos las arreglamos para hacer una visita relámpago por tren a nuestro pueblo de Bad Ems, y rápidamente distribuimos una caja completa de 240 folletos, y entonces desaparecimos. La hostigación de la Gestapo en Freudenstadt nos obligó a pasar a otra ciudad, y en 1936 fuimos a Stuttgart. Allí logré comunicarme con nuestra administración clandestina... e inmediatamente se me dio “trabajo” que hacer. Con regularidad recibía tarjetas postales con saludos. En verdad eran mensajes disfrazados. Mi trabajo era llevar las tarjetas a un lugar secreto en la ciudad. Para no poner en peligro esta actividad, se me dijo que no distribuyera literatura. Todo marchó bien hasta agosto de 1938.

Un día recibí una tarjeta con las instrucciones de que cierta noche esperara enfrente de una iglesia bien conocida. Allí recibiría más información. Fui a aquel lugar, que más oscuro no podía estar. Un hombre se presentó y dijo que era Julius Riffel. Yo sabía que así se llamaba un hermano fiel que trabajaba en la obra clandestina. El hombre me dijo, apresuradamente, que en cierta fecha fuera a Bad Ems para encontrarme con alguien. Y luego, rápidamente, desapareció.

Sin embargo, en la estación del tren en Bad Ems solo me esperaba la Gestapo. ¿Qué había sucedido? El hombre que estuvo frente a la iglesia —en realidad un ex hermano de la ciudad de Dresde, Hans Müller, quien conocía bien la obra clandestina en Alemania y había empezado a colaborar con la Gestapo— había preparado una trampa. Pero no le salió bien. Poco antes, mi madre me había informado que había tenido un leve ataque de parálisis, y yo, en respuesta, le había prometido que iría a Bad Ems para verla en cierta fecha. Resultó que esto coincidió con la “misión”, y nuestras cartas me sirvieron de pretexto en la audiencia judicial que me celebraron más tarde. Para sorpresa mía, me pusieron en libertad. Sí, en febrero de 1939, después de cinco meses y medio de detención, ¡me hallé libre de nuevo!

Mi respuesta a Su amistad

Por supuesto, yo no iba a permanecer inactiva, especialmente cuando la mayoría de los hermanos sufrían en campos de concentración o estaban bajo arresto en otros lugares.

Después que los hermanos alemanes responsables de la obra fueron arrestados con la ayuda de Müller, Ludwig Cyranek quedó a cargo de la distribución del alimento espiritual. Este hermano, quien había trabajado en el Betel de Magdeburgo, acababa de salir de un período de detención, y me visitó en Bad Ems. “¡Vamos, Maria! Tenemos que seguir la obra”, dijo. Me llevó de vuelta a Stuttgart, donde conseguí trabajo seglar. Sin embargo, mi verdadero trabajo, que empezó en marzo de 1939, era distribuir en Stuttgart y sus alrededores maletas llenas de copias duplicadas de La Atalaya. Otros Testigos valerosos participaban en esta obra.

Mientras tanto, el hermano Cyranek se encargaba de todo el país excepto la parte nordeste. Puesto que las casas de los Testigos estaban bajo vigilancia, él tenía que actuar con gran cautela, y a veces hasta dormía en el bosque. En ciertas ocasiones llegaba por tren expreso a Stuttgart, donde me dictaba informes especiales sobre nuestra situación en Alemania. Yo escribía cartas ordinarias y ponía estos mensajes entre las líneas con tinta invisible, y entonces enviaba las cartas por vía indirecta al Betel de los Países Bajos.

Lamentablemente, otro hermano se hizo traidor para que no lo enviaran a prisión. Un año después este traicionó a los grupos que teníamos en Stuttgart y otros lugares, y la Gestapo arrestó a los hermanos. El 6 de febrero de 1940 nos arrestaron a nosotros. Ludwig Cyranek fue al apartamento de Müller en Dresde —pensando que Müller todavía era Testigo— y fue arrestado allí. Después el hermano Cyranek fue sentenciado a muerte, y decapitado el 3 de julio de 1941a.

Ahora los enemigos creían que habían paralizado toda nuestra obra en Alemania. Pero ya se habían hecho arreglos para que el agua de la verdad siguiera fluyendo, aunque fuera como un chorrillo. Por ejemplo, el grupo de Holzgerlingen se las arregló para seguir activo hasta el fin de la guerra en 1945.

Él nunca abandona a sus amigos

Anna y yo y otras hermanas fieles habíamos sido enviadas a la cárcel de Stuttgart. Muchas veces oí que se golpeaba a los prisioneros. El encierro solitario y sin ocupación es una experiencia horrible. Pero porque nosotras nunca nos habíamos perdido una reunión cristiana y todavía éramos jóvenes, podíamos recordar casi todos los artículos de La Atalaya. Por eso nuestra fe se mantuvo fuerte, y pudimos aguantar.

Cierto día dos representantes de la Gestapo vinieron de Dresde para buscar a mi compañera de prisión, Gertrud Pfisterer (ahora Wulle), y a mí, para que allá nos identificaran. Por lo general se permitía que los prisioneros viajaran únicamente en trenes lentos, algo que tomaba días. Pero para nosotras se reservó un compartimiento entero en un tren expreso, a pesar de que el tren estaba atestado de gente. “Ustedes son muy importantes para nosotros. No queremos perderlas”, explicaron los agentes.

En Dresde la Gestapo me puso frente a otro traidor de entre nuestras filas. Me di cuenta de que algo no estaba bien, así que me quedé callada, y ni lo saludé. Entonces me pusieron frente a un hombre alto y fornido en uniforme de soldado: el traidor Müller, con quien me había encontrado enfrente de la iglesia. Salí de la habitación sin decir una palabra. La Gestapo no obtuvo nada de mí.

Todos estos traidores terminaron mal. Como los nazis decían, ellos amaban la traición, pero no al traidor. Los tres fueron enviados al frente oriental y nunca regresaron. ¡Qué diferente fue lo que les pasó a los que nunca dejaron de ser amigos de Dios y de su pueblo! Muchos de los leales, entre ellos Erich Frost y Konrad Franke, quienes sufrieron mucho por su lealtad al Señor y después llegaron a ser superintendentes de sucursal en Alemania, regresaron vivos del horno ardiente de la persecuciónb.

En mayo de 1940 la Gestapo de Stuttgart, muy orgullosa de habernos aprehendido, pidió a sus colegas de Dresde que nos devolvieran a Stuttgart. Nos iban a juzgar en el sur de Alemania. Pero aparentemente la Gestapo del norte y la del sur no se llevaban bien, de modo que la oficina de Dresde rehusó enviarnos, y los de Stuttgart vinieron y nos llevaron de regreso a aquella ciudad personalmente. ¿Qué pasaría ahora? El viaje a la estación se nos hizo un viaje agradable a lo largo del río Elba; en nuestras celdas no habíamos visto el verdor de los árboles ni el azul del cielo por muchísimo tiempo. Como antes, todo un compartimiento del tren se reservó para nosotras solamente, y hasta se nos permitió cantar canciones del Reino. Cuando cambiamos de trenes, pudimos comer en el restaurante de la estación. Imagínese: por la mañana solo habíamos comido un pedazo de pan seco, ¡y ahora teníamos esto!

Mi caso se vio ante el tribunal de Stuttgart el 17 de septiembre de 1940. Al escribir y enviar las cartas de Ludwig Cyranek, yo había informado a personas de países extranjeros acerca de nuestra actividad clandestina y la persecución de que éramos objeto. Aquello era alta traición, y tenía pena de muerte. Por lo tanto, ¡pareció un milagro que a mí, la reo principal en Stuttgart, se me sentenciara solamente a tres años y medio de prisión solitaria! Obviamente un agente de la Gestapo llamado Schlipf, que nos favorecía, y cuya conciencia le molestaba, había usado su influencia. Había mencionado en cierta ocasión que ya no podía dormir debido a nosotras, “las muchachas”. En Dresde no me habría ido tan relativamente bien.

Beneficios de una amistad duradera

Aunque en la prisión el alimento no era tan malo como en los campos de concentración, perdí mucho peso y al fin parecía un esqueleto. Pasaron los años 1940 a 1942, y yo solía pensar: ‘Cuando termines tu sentencia, te pondrán en un campo de concentración donde podrás tener la compañía de hermanas y ya no estarás sola’. No sabía lo que me esperaba.

Los guardias se sorprendieron mucho cuando, por una solicitud de mis padres católicos, fui puesta en libertad. (Yo me había negado constantemente a presentar una solicitud personal de aquella índole.) Mientras que se enviaba a compañeros de creencia míos a campos de concentración, yo —sentenciada por alta traición, sin haber transigido— ¡saldría libre tan fácilmente! De modo que quedé libre otra vez en 1943, y por eso, con mucho cuidado, pude recibir materia teocrática desde Holzgerlingen. Después de copiarla, la escondía entre las paredes de una botella de termos llena de café y la llevaba a los hermanos que vivían cerca del río Rin, en el sector de Westerwald, en Alemania. Desde aquel tiempo hasta el fin de la guerra pude trabajar sin perturbación. Después supe que miembros de la policía que favorecían nuestra obra no enviaban a la Gestapo las denuncias que recibían contra nosotros.

¿Y después de 1945? Quise ser precursora de nuevo, tan pronto como se me hiciera posible. Muy inesperadamente me vino la mejor invitación que había recibido. ¡Jamás había pensado que me invitarían a trabajar en el Betel de Wiesbaden!

Y desde el 1 de marzo de 1946 allí es donde he estado, en Betel (ahora en Selters/Taunus). Por mucho tiempo tuve el placer de trabajar en una oficina supervisada por Konrad Franke, quien fue superintendente de la sucursal. También trabajé gozosamente en otros departamentos; por ejemplo, en la lavandería. Aun hoy, a la edad de 87 años, trabajo allí varias horas a la semana doblando toallas. Si usted alguna vez ha pasado por nuestro Betel, puede que nos hayamos visto.

Con el transcurso del tiempo tuve el privilegio de ayudar a muchas personas a aceptar la verdad, incluso a mi madre y a otra hermana carnal. Las palabras de mamá: “Él te conoce y te ama”, resultaron verdaderas, así como las palabras del salmista: “Él mismo te sustentará”. (Salmo 55:22.) ¡Qué gozo ha sido amar a Jehová mientras él me ha sustentado con su amistad!

[Notas a pie de página]

a Véase el Anuario de los testigos de Jehová para 1974, páginas 179, 180.

b Véase La Atalaya del 15 de julio de 1961, páginas 437-443, y 1 de enero de 1965, páginas 28-31.

[Fotografías de María Hombach en la página 10]

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