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  • “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1993
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1993
w93 1/5 págs. 28-31

“¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”

SEGÚN LO RELATÓ WILFRED JOHN

Los guardias militares birmanos cargaron contra nosotros desde ambos lados del río. Alzando sus bayonetas y rifles, se arrojaron al agua, que les llegaba hasta la cintura, y nos rodearon debajo del puente de la autopista.

MI COMPAÑERO y yo estábamos aterrados. ¿Qué sucedía? Aunque no comprendíamos el idioma, pronto captamos el mensaje: nos estaban arrestando. Nos cubrimos con una toalla alrededor de la cintura y fuimos escoltados sin ningún miramiento a la comisaría de policía más cercana, donde un agente que hablaba inglés nos interrogó.

Era el año 1941, rabiaba la segunda guerra mundial, y pensaban que éramos saboteadores. Cuando explicamos en qué consistía nuestra obra de predicación cristiana, el oficial quedó satisfecho y nos dijo que habíamos sido afortunados de salir con vida de aquel incidente. A la mayoría de los sospechosos les disparaban sin hacer preguntas. Le dimos gracias a Jehová, y tomamos a pecho la advertencia del agente de no andar rondando debajo de los puentes en lo sucesivo.

¿Cómo llegué a estar en esa situación en Birmania (ahora Myanmar)? Permítame explicarle y contarle algo sobre mi pasado.

Tomé una decisión en mi juventud

Nací en Gales en 1917, pero cuando tenía 6 años, mis padres, mi hermano menor y yo nos mudamos a Nueva Zelanda, donde me crié en la granja lechera de mi padre. Un día, él llevó a casa un montón de libros viejos que había comprado en una tienda de libros usados. Entre ellos estaban los dos tomos de Studies in the Scriptures (Estudios de las Escrituras), publicados por la Sociedad Watch Tower Bible and Tract. Estos libros se convirtieron en el tesoro de mi madre, y, como Eunice, la madre de Timoteo, me inculcó el deseo de dedicar mi juventud a servir al Reino de Jehová y adelantar sus intereses. (2 Timoteo 1:5.)

En 1937 me vi ante la disyuntiva de cuidar de la granja de mi padre o decirle a Jehová, como Isaías: “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”. (Isaías 6:8.) Era joven, disfrutaba de buena salud y no tenía compromisos. Había probado la vida de la granja, y me gustaba. Por otra parte, no tenía experiencia en el servicio de tiempo completo o de precursor. ¿Qué debería escoger?: ¿trabajar en la granja, o ser precursor?

Los discursantes de la sucursal australiana de los testigos de Jehová fueron una fuente de estímulo. Nos visitaron en Nueva Zelanda y me exhortaron a usar mi valiosa mocedad para servir a Dios. (Eclesiastés 12:1.) Hablé con mis padres al respecto, y estuvieron de acuerdo en que lo mejor sería poner la voluntad de Dios en primer lugar. También pensé en lo que Jesucristo dijo en su Sermón del Monte: “Sigan, pues, buscando primero el reino y la justicia de Dios, y todas estas otras cosas les serán añadidas”. (Mateo 6:33.)

Había tomado mi decisión. Puesto que no había sucursal en Nueva Zelanda, se me invitó a servir en la sucursal australiana de Sidney. Por lo tanto, en 1937 me embarqué con rumbo a Australia deseoso de ser ministro de tiempo completo de Jehová Dios.

Me preguntaba cuál sería mi asignación. Pero qué importaba en realidad si ya había dicho a Jehová: ‘¡Aquí estoy yo! Utilízame donde desees’. Durante dos años ayudé en la fabricación de los fonógrafos que los testigos de Jehová usaban en aquel tiempo para que los amos de casa escucharan discursos grabados. Sin embargo, en la sucursal me prepararon principalmente para trabajar en el almacenaje de las publicaciones.

Rumbo a Singapur

En 1939 recibí una asignación para servir en el Extremo Oriente, en el almacén que la Sociedad tenía en Singapur. El almacén era el depósito donde se recibían las publicaciones de Australia, Gran Bretaña y Estados Unidos, que posteriormente se enviaban a varios países asiáticos.

Singapur era una ciudad plurilingüe donde se mezclaban las culturas orientales y europeas. El malayo era el idioma común, y los extranjeros debíamos aprenderlo para predicar de casa en casa. Teníamos en varios idiomas lo que llamábamos tarjetas de testimonio. Estas llevaban impresa una breve presentación del mensaje del Reino.

Al principio aprendí de memoria la presentación de la tarjeta de testimonio en malayo, y después fue aumentando poco a poco mi vocabulario. Sin embargo, también llevábamos publicaciones en otros idiomas. Por ejemplo, para la población india teníamos publicaciones en bengalí, gujarati, hindi, malayalam, tamil y urdu. Tratar con personas de tantos grupos lingüísticos era una nueva experiencia para mí.

Recuerdo muy bien el anuncio espantoso que se dio en septiembre de 1939: se había declarado la guerra en Europa. Nos preguntábamos si se intensificaría hasta llegar al Extremo Oriente. Me parecía el preludio del Armagedón; justo a tiempo, pensaba. Me satisfacía el hecho de que estaba usando mi juventud del modo debido.

Además de trabajar en el almacén, participaba de lleno en las reuniones de congregación y el servicio del campo. Dirigía estudios bíblicos, y algunas personas progresaron y se bautizaron. Las llevábamos a una playa cercana y allí las sumergíamos en las aguas templadas del puerto de Singapur. Hasta decidimos celebrar una asamblea, y discretamente hicimos circular invitaciones entre los interesados. Fue un placer ver a veinticinco personas presentarse a lo que considerábamos nuestra última asamblea antes del Armagedón.

La guerra limitó mucho la comunicación entre las sucursales. Un ejemplo: en el almacén de Singapur se recibió la breve notificación de que tres precursores alemanes llegarían a Singapur en un barco cuyo nombre desconocíamos con rumbo a una asignación no identificada. Se presentaron semanas después, y pasaron unas diez horas con nosotros. Fue una experiencia emocionante. Aunque el idioma era un obstáculo, pudimos entender que iban con destino a Shangai.

Mi asignación en Shangai

Un año después yo también recibí la asignación de servir en Shangai. No se me dio ningún domicilio, solo el número del apartado postal. Después de aclarar mi identidad a satisfacción en la oficina de correos, pude conseguir el domicilio de la Sociedad. Sin embargo, el chino que entonces vivía allí me informó que la sucursal se había mudado sin dejar la nueva dirección.

‘¿Qué haré ahora?’, me preguntaba. Le pedí a Dios que me guiara. Cuando alcé la vista, vi a tres hombres un poco más altos que la mayoría de los transeúntes y de apariencia diferente. Sí, se parecían a los alemanes que habían pasado unas cuantas horas en Singapur. Rápidamente me acerqué a ellos.

“Discúlpenme, por favor”, les dije tartamudeando. Se detuvieron mirándome con ojos inquisitivos. “Singapur. Testigos de Jehová. ¿Me recuerdan?”, les pregunté.

Después de breves momentos contestaron: “Ya!, Ya!, Ya!”. Nos abrazamos espontáneamente, y no pude contener las lágrimas de gozo. ¿Cómo era posible que habiendo millones de personas en la ciudad, aquellos tres hombres pasaran en aquel momento por allí? Sencillamente dije: “Gracias, Jehová”. Tres familias chinas, los tres alemanes y yo éramos los únicos Testigos en Shangai.

A Hong Kong, y después a Birmania

Tras servir en Shangai por unos cuantos meses, se me asignó a Hong Kong. El australiano que habría de ser mi compañero nunca se presentó, así que yo era el único Testigo en aquel lugar. Una vez más tuve que recordarme que había dicho a Jehová: “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”.

Mi actividad estaba dirigida principalmente a los chinos de habla inglesa, pero se me hacía difícil pasar más allá de las puertas de las residencias porque los sirvientes que salían solo hablaban chino. Así que aprendí un poco de los dos dialectos chinos principales. ¡Dio resultado! Me acercaba a los sirvientes que estaban a la entrada, les enseñaba mi tarjeta de presentación, les decía unas cuantas palabras en chino y, por lo general, me dejaban entrar.

Un día visité una escuela, y quise seguir este procedimiento para hablar con el director. Una maestra me recibió en el vestíbulo. La seguí por un par de salones, respondí a los saludos de los niños y me preparé para conocer al director. La maestra tocó una puerta, la abrió, se hizo a un lado y... ¡qué vergüenza! ¡Me señaló amablemente el inodoro! Por lo visto, mis palabras en chino se habían interpretado erróneamente, pues, como después me explicó el director, se me había tomado por inspector de aguas residuales.

Después de servir por cuatro meses, la policía de Hong Kong me notificó que se había proscrito la obra, y que tendría que escoger entre dejar de predicar o ser expulsado del país. Preferí que me echaran del país para seguir predicando en cualquier otro lugar. Mientras permanecí en Hong Kong distribuí 462 libros y ayudé a dos personas a iniciarse en el ministerio.

Después de Hong Kong, se me asignó a Birmania. Allí serví de precursor y colaboré en el trabajo del almacén de Rangún (ahora Yangon). Una de las experiencias más interesantes fue la predicación en las aldeas dispersas a lo largo de la carretera principal de Rangún a Mandale y más allá de la ciudad fronteriza de Lashio. Mi compañero y yo nos dedicamos principalmente a predicar a la comunidad de habla inglesa, y suscribimos a centenares de personas a la revista Consolación (ahora ¡Despertad!). Por cierto, este camino de Rangún a Mandale llegaría a conocerse después como el Camino de Birmania, la ruta que se utilizó para enviar los suministros de guerra americanos a China.

Después de caminar con el polvo hasta los tobillos, nos sentaba bien un buen baño. De ahí el incidente que mencioné al principio, cuando nos arrestaron mientras nos bañábamos en el río, debajo de un puente. Al poco tiempo, las operaciones militares y la enfermedad nos forzaron a volver a Rangún. Logré permanecer en Birmania hasta 1943, año en que la intensificación de las hostilidades me obligó a regresar a Australia.

De regreso en Australia

Mientras tanto, en Australia se había proscrito la obra de los testigos de Jehová. Sin embargo, la proscripción se levantó enseguida, y posteriormente se me invitó a servir de nuevo en la sucursal. Más tarde, en 1947, me casé con Betty Moss, quien había estado sirviendo en la sucursal australiana. Los padres de Betty eran precursores, y les habían animado a ella y a su hermano Bill a hacer del servicio de precursor su carrera en la vida. Betty se hizo precursora cuando dejó la escuela, a los 14 años de edad. Pensé que haríamos buena pareja, pues ella también había dicho a Jehová: “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”.

Después de un año de matrimonio, se me invitó a visitar las congregaciones de los testigos de Jehová en la obra de circuito. Trabajar de nuevo en Australia presentaba un verdadero desafío. Las inundaciones repentinas obstaculizaban con frecuencia los viajes, especialmente en los caminos de barro resbaladizos. Las temperaturas alcanzaban en verano los 43 °C a la sombra. Como vivíamos en tiendas de campaña, los calurosos veranos eran casi insoportables, y los inviernos, extremadamente fríos.

Fue un deleite servir de superintendente de distrito cuando solo había dos distritos en Australia. Donald MacLean atendía un distrito y yo el otro. Después intercambiábamos los distritos. Me emociono cuando leo sobre las congregaciones que existen hoy en las zonas donde servimos. Las semillas de la verdad ciertamente han crecido y han producido fruto.

De vuelta a donde empezó todo

En 1961 tuve el privilegio de asistir a la primera clase de la Escuela Misional de Galaad que se celebró después que esta se mudó a Brooklyn (Nueva York). Había sido invitado antes, pero no había aceptado por problemas de salud. Al finalizar el curso de diez meses, se me invitó a servir en Nueva Zelanda.

Por consiguiente, desde enero de 1962, Betty y yo hemos estado aquí, en Nueva Zelanda, un país de Oceanía al que con frecuencia se ha llamado una de las perlas del Pacífico. Ha sido un gozo teocrático servir tanto en la obra de circuito como en la de distrito. Los últimos catorce años, desde abril de 1979, hemos servido en la sucursal neozelandesa.

Betty y yo tenemos ahora más de 75 años, y juntos sumamos ciento dieciséis años ininterrumpidos de servicio de tiempo completo al Reino. Betty se hizo precursora en 1933, y yo en abril de 1937. Hemos disfrutado muchas veces de ver a nuestros hijos y nietos espirituales hacer lo que hicimos nosotros en nuestra juventud, a saber, seguir la exhortación de Eclesiastés 12:1: “Acuérdate, ahora, de tu Magnífico Creador en los días de tu mocedad”.

Qué gran privilegio ha sido emplear prácticamente toda nuestra vida en la predicación de las buenas nuevas del Reino de Dios y hacer discípulos, tal como mandó nuestro Señor Jesucristo. (Mateo 24:14; 28:19, 20.) Qué felices somos por haber respondido a la invitación de Dios como lo hizo el profeta Isaías hace mucho tiempo: “¡Aquí estoy yo! Envíame a mí”.

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