Un excepcional legado cristiano
RELATADO POR BLOSSOM BRANDT
EL DÍA en que nací, el 17 de enero de 1923, nevaba en San Antonio (Texas, E.U.A.). Aunque hacía frío fuera, me acogieron los cálidos brazos de mis amorosos padres cristianos, Judge y Helen Norris. Que yo recuerde, todo cuanto mis padres hacían siempre giraba en torno a la adoración de Jehová Dios.
EN 1910, cuando mamá tenía 8 años, sus padres se trasladaron de las cercanías de Pittsburgh (Pennsylvania) a una granja de las afueras de Alvin (Texas), donde tuvieron el gozo de que un vecino les enseñara las verdades bíblicas. Mi madre pasó el resto de su vida procurando interesar a otros en la esperanza del Reino. Se bautizó en 1912, después de que la familia se mudó a Houston (Texas).
Allí conocieron a Charles T. Russell, el primer presidente de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract, durante la visita de este a la congregación. La familia hospedaba con frecuencia a los representantes viajantes de la Sociedad, llamados peregrinos en aquel entonces. Unos años más tarde se mudaron a Chicago (Illinois), y el hermano Russell también visitó la congregación de esa ciudad.
Mi abuela contrajo la gripe española en 1918, y se debilitó tanto que los médicos le recomendaron que viviera en un clima más cálido. Puesto que mi abuelo trabajaba en la compañía de ferrocarriles Pullman, consiguió que lo trasladaran de vuelta a Texas en 1919. Allí, en San Antonio, mi madre conoció a un joven y entusiasta miembro de la congregación llamado Judge Norris. Enseguida sintieron una atracción mutua, y con el tiempo se casaron. Judge llegó a ser mi padre.
Mi padre aprende la verdad bíblica
Judge (“juez”) es el nombre poco común que le pusieron a mi papá al nacer. Cuando su padre lo vio por primera vez, dijo: “Este niño es tan serio como un juez”, y así lo llamaron. En 1917, a la edad de 16 años, mi papá obtuvo los tratados Where Are the Dead? (¿Dónde están los muertos?) y What Is the Soul? (Qué es el alma?), editados por la Sociedad Watch Tower Bible and Tract. Hacía dos años que su padre había fallecido, y en los tratados halló las respuestas que buscaba tocante a la condición de los muertos. Poco después empezó a asistir a las reuniones de los Estudiantes de la Biblia, como se llamaba a los testigos de Jehová en aquel tiempo.
Mi padre empezó a participar inmediatamente en las actividades de la congregación. Después de clase solía ir en bicicleta a un territorio que había obtenido para predicar, y allí distribuía tratados. Se entregó por completo a predicar la esperanza del Reino, y el 24 de marzo de 1918 simbolizó su dedicación a Jehová mediante el bautismo.
Al año siguiente, cuando mi madre se fue a vivir a San Antonio, mi padre enseguida se enamoró de lo que describió como “la sonrisa más dulce y los ojos más azules” que había visto en su vida. Pronto manifestaron el deseo de casarse, pero les costó trabajo convencer a los padres de mamá. A pesar de todo, la boda se celebró el 15 de abril de 1921. El objetivo de ambos era el ministerio de tiempo completo.
El principio de su ministerio
Mientras mis padres estaban ocupados preparando el viaje a la asamblea de Cedar Point (Ohio) en 1922, descubrieron que mamá estaba embarazada. Poco después de que yo nací, mi padre, que solo contaba con 22 años fue nombrado director de servicio de la congregación. Aquella designación quería decir que organizaría todo lo relacionado con el servicio del campo. En cuestión de semanas mi madre ya me llevaba al ministerio de puerta en puerta. La verdad es que a mis abuelos también les gustaba llevarme con ellos en el ministerio.
Cuando apenas tenía 2 años, mis padres fijaron su residencia en Dallas (Texas), y tres años después iniciaron el ministerio de tiempo completo como precursores. De noche dormían en un catre al lado de la carretera, y a mí me ponían en el asiento trasero del auto. Por supuesto, aquello me parecía divertido, pero pronto se hizo evidente que todavía no estaban listos para la vida de precursores. Así que mi padre emprendió un negocio. Andando el tiempo, construyó un pequeño remolque con miras a reanudar el precursorado.
Mi madre me enseñó a leer y a escribir antes de que entrara a la escuela, y me sabía las tablas de multiplicar hasta la del cuatro. Siempre puso especial atención en ayudarme a aprender. Me colocaba sobre una silla a su lado para que pudiera secar los platos mientras ella los lavaba, y me enseñaba a memorizar citas bíblicas y a cantar los cánticos del Reino, o himnos, como se les llamaba entonces.
Sirvo a Dios con mis padres
En 1931 asistimos a la emocionante asamblea de Columbus (Ohio), donde recibimos el nombre de testigos de Jehová. Aunque solo tenía 8 años, me pareció el nombre más bonito que había oído jamás. Poco después de regresar a casa, el negocio de papá se incendió completamente, y mis padres lo tomaron como una indicación de que era “la voluntad del Señor” que reemprendieran el servicio de precursor. Así que a partir del verano de 1932, pasamos muchos años felices en el ministerio de tiempo completo.
Mis padres sirvieron de precursores en la región central de Texas con el fin de permanecer cerca de mis abuelos maternos, que todavía vivían en San Antonio. Ir de una asignación a otra significaba cambiar de colegio con bastante frecuencia. A veces los amigos decían irreflexivamente: “¿Por qué no se establecen en un lugar y le dan un hogar a esa niña?”, como si no me estuvieran cuidando debidamente. Pero, para mí, la vida que llevábamos era emocionante y yo estaba ayudando a mis padres en su ministerio. En realidad, me estaba preparando para lo que más adelante sería mi propio modo de vivir.
Durante varios meses repetía a mis padres que tenía el deseo de bautizarme, y ellos hablaron conmigo al respecto muchas veces. Querían estar seguros de que entendía la seriedad de mi decisión. Por fin llegó el día de aquel acontecimiento trascendental de mi vida: el 31 de diciembre de 1934. La noche anterior, mi padre se cercioró de que yo hubiera orado a Jehová. Luego hizo algo hermoso. Hizo que todos nos arrodilláramos y después oró. Le dijo a Jehová que estaba muy feliz de que su pequeña hija hubiera decidido dedicar su vida a él. Puedo asegurar que nunca olvidaré aquella noche mientras viva.
La enseñanza de mis abuelos
Pasé mucho tiempo visitando a mis abuelos en San Antonio entre los años 1928 y 1938. Su rutina era muy parecida a la de mis padres. Mi abuela había sido repartidora (antigua designación de los precursores) y luego se hizo precursora de media jornada, y mi abuelo fue nombrado precursor en diciembre de 1929, así que el servicio del campo siempre estaba a la orden del día.
De noche mi abuelo me estrechaba en sus brazos y me enseñaba los nombres de las estrellas. Me recitaba poemas de memoria. Viajamos muchas veces juntos en los trenes Pullman cuando él trabajaba en el ferrocarril. Era alguien a quien siempre podía acudir cuando estaba en apuros. Me consolaba y me secaba las lágrimas. No obstante, si me disciplinaban por portarme mal y buscaba su consuelo, simplemente me decía (palabras que no entendía entonces, pero dichas en un tono muy claro): “Mi amor, el que la hace, la paga”.
Años de persecución
En 1939 empezó la II Guerra Mundial, y el pueblo de Jehová sufrió persecución y violencia instigada por turbas. Hacia finales de dicho año mi madre se puso muy enferma, y con el tiempo requirió una operación, así que nos volvimos a San Antonio.
Las turbas se formaban cuando predicábamos con las revistas en las calles de San Antonio. Sin embargo, allí estábamos todas las semanas como familia, cada uno en su esquina asignada. Muchas veces vi cómo arrastraban a mi padre hasta la comisaría.
Aunque mi madre tuvo que abandonar el servicio de precursor, mi padre se esforzó por continuar en él. Sin embargo, se vio obligado a suspenderlo porque no ganaba bastante en su trabajo de media jornada. Salí de la escuela en 1939, y también me puse a trabajar.
El nombre de mi padre, Judge (juez), le vino muy bien en aquellos años. Por ejemplo, un grupo de hermanos fueron a predicar a un pueblo al norte de San Antonio, y el alguacil empezó a encarcelarlos a todos. Había arrestado a unos treinta y cinco, entre ellos a mis abuelos, cuando avisaron a papá, que fue en su automóvil a la comisaría. Entró en el despacho del alguacil y dijo: “Soy Judge Norris (el juez Norris) de San Antonio”.
“Sí, señor juez. ¿En qué puedo servirle?”, preguntó el alguacil.
“He venido a sacar a estas personas de la cárcel”, replicó mi padre. Dicho eso, el alguacil los puso en libertad sin exigir fianza y sin hacer más preguntas.
A papá le encantaba predicar en los edificios de oficinas del centro de la ciudad, y le gustaba visitar sobre todo a los jueces y abogados. Decía a la recepcionista: “Soy Judge Norris (el juez Norris), y deseo ver al juez Fulano de Tal”.
Luego, cuando se entrevistaba con el juez, lo primero que decía era: “Antes de hablarle sobre el propósito de mi visita, quiero decirle que he sido ‘juez’ mucho antes que usted: he sido ‘juez’ toda mi vida”. A continuación explicaba cómo le habían puesto el nombre. Así iniciaba una conversación amistosa, y logró mantener muy buenas relaciones con los jueces en aquellos días.
Agradecida por la dirección de mis padres
Pasé por los tumultuosos años de la adolescencia, y sé que muchas veces mis padres vivieron momentos angustiosos mientras me observaban y se preguntaban qué haría la próxima vez. Como todos los niños, los puse a prueba en multitud de ocasiones pidiéndoles que hicieran algo o que fuéramos a algún lugar, aunque sabía de antemano que su respuesta sería no. De vez en cuando rodaban las lágrimas. La verdad es que me hubiera decepcionado muchísimo si algún día me hubieran dicho: “Adelante, haz lo que quieras. No nos importa”.
Saber que no podía obligarlos a cambiar sus normas me transmitía una sensación de seguridad. De hecho, me hacía las cosas más fáciles cuando otros jóvenes sugerían alguna forma de diversión poco aconsejable, pues podía decir: “Mi padre no me deja”. Cuando cumplí los 16 años, papá se encargó de que aprendiera a conducir y consiguiera el permiso de conducción. Además, para ese tiempo me dio una copia de la llave de la casa. Quedé muy impresionada por la confianza que mostró en mí. Me sentía adulta, responsable y deseosa de no traicionar su confianza.
En aquellos días no se daba mucho consejo sobre el matrimonio, pero mi padre conocía la Biblia y su exhortación a casarse “solo en el Señor”. (1 Corintios 7:39.) Me explicó con claridad que si alguna vez llevaba un muchacho mundano a casa, o incluso si me fijaba en alguno, su desilusión sería muy grande. Sabía que tenía razón, pues había visto la felicidad y la armonía de su matrimonio como resultado de haberse casado “en el Señor”.
En 1941, cuando tenía 18 años, pensé que estaba enamorada de un muchacho de la congregación. Era precursor y estudiante de Derecho. Estaba muy ilusionada. Cuando les dijimos a mis padres que deseábamos casarnos, en lugar de expresar desaprobación o hablarnos en tono pesimista, sencillamente dijeron: “Blossom, queremos pedirte algo. Nos parece que eres demasiado joven, y quisiéramos que esperaras un año. Si de verdad están enamorados, un año no significará mucho”.
Estoy tan agradecida de haber escuchado ese consejo sabio. En ese año maduré un poco más, y empecé a ver que este joven no poseía las cualidades necesarias para ser un buen cónyuge. Con el tiempo abandonó la organización, y yo me libré de lo que hubiera sido una catástrofe en mi vida. ¡Qué maravilloso es tener a padres sabios de cuyo consejo uno se puede fiar!
Matrimonio y obra de viajante
En el invierno de 1946, después de seis años de ser precursora y trabajar de media jornada, entró en el Salón del Reino el joven más estupendo que jamás había conocido. Gene Brandt había sido asignado como compañero de nuestro siervo viajante, nombre con el que se conocía a los superintendentes de circuito. Nos enamoramos, y nos casamos el 5 de agosto de 1947.
Poco después, mi padre y Gene abrieron una oficina de contabilidad. Pero papá le dijo a Gene: “El día en que esta oficina nos impida asistir a una reunión o cumplir con una asignación teocrática, cerraré la puerta con llave y tiraré la llave lejos”. Jehová bendijo esta actitud espiritual, y la oficina nos dio lo suficiente para cubrir nuestras necesidades materiales y nos permitió tiempo para ser precursores. Mi padre y Gene eran buenos comerciantes, y hubiéramos podido hacernos ricos fácilmente, pero ese nunca fue su objetivo.
Gene fue invitado a la obra de circuito en 1954, lo que supondría grandes cambios en nuestra vida. ¿Cómo reaccionarían mis padres? Otra vez, el motivo de su preocupación no fue su propia felicidad, sino los intereses del Reino de Dios y el bienestar espiritual de sus hijos. Nunca nos dijeron: “¿Por qué no nos dan nietos?”. En lugar de eso, siempre nos preguntaban: “¿Qué podemos hacer para ayudarlos en el servicio de tiempo completo?”.
Así pues, cuando llegó el día de partir, solo hubo palabras de ánimo y alegría por el gran privilegio que se nos concedía. Nunca nos hicieron sentir que los estábamos abandonando, sino que nos apoyaron de todo corazón. Después de irnos, mis padres siguieron ocupados en el servicio de precursor durante diez años más. Papá fue nombrado superintendente de ciudad de San Antonio, posición que ocupó durante treinta años. Tuvo el gozo de ver aumentar las congregaciones de una en los años veinte, a 71 antes de su muerte, en 1991.
La vida de Gene y la mía estaban llenas de emoción. Tuvimos el placer de servir a nuestros amados hermanos en más de treinta y un estados y, quizás lo mejor de todo, el privilegio de asistir en 1957 a la clase 29 de la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower. Luego volvimos a nuestro trabajo de viajantes. En 1984, al cabo de treinta años en la obra de circuito y de distrito, la Sociedad bondadosamente asignó a Gene un circuito en San Antonio, ya que mis padres tenían más de 80 años y estaban mal de salud.
Atiendo a mis padres
Tan solo un año y medio después de haber vuelto a San Antonio, mi madre entró en estado semicomatoso y murió. Su muerte fue tan rápida que no llegué a decirle algunas de las cosas que quería haberle dicho. Esta experiencia me enseñó a hablar mucho con papá. Después de sesenta y cinco años de matrimonio, mi padre echaba mucho de menos a mi madre, pero allí estábamos nosotros para darle amor y apoyo.
El ejemplo de mi padre de asistir a las reuniones, estudiar y predicar continuó hasta su muerte. Le encantaba leer. Como se tenía que quedar solo mientras estábamos en el servicio, le preguntaba al llegar a casa: “¿Te sentiste solo?” No obstante, había estado tan ocupado leyendo y estudiando, que ni siquiera había pensado en ello.
También mantuvo un hábito de toda la vida: siempre insistió en que la familia comiera junta, especialmente en el desayuno, hora en que examinábamos el texto bíblico diario. Nunca me dejó salir de casa antes de estudiarlo. Algunas veces le decía: “Pero, papá, voy a llegar tarde al colegio (o al trabajo)”.
“No es el texto el que te hará llegar tarde; es que no te levantaste a tiempo”, me decía. Y tenía que quedarme y escucharlo. Siguió este buen ejemplo hasta los últimos días de su vida. Tal costumbre fue otro de sus legados.
Mi padre permaneció lúcido hasta el final de su vida. Lo que nos facilitó cuidarlo fue que nunca se hizo exigente ni se quejó. Bueno, a veces mencionaba su artritis, y yo le recordaba que lo que realmente tenía era “adamitis”, y él se reía. Se durmió en la muerte la mañana del 30 de noviembre de 1991, mientras Gene y yo estábamos sentados a su lado.
Ahora tengo más de 70 años, y aún me beneficio del buen ejemplo de mis amorosos padres cristianos. Pido en oración con total sinceridad que pueda probar mi profunda gratitud por este legado utilizándolo debidamente por toda la eternidad. (Salmo 71:17, 18.)
[Fotografía en la página 5]
Mi madre y yo
[Fotografía en la página 9]
Gene y Blossom Brandt
[Fotografías en la página 7]
1. Mi primera asamblea: San Marcos (Texas), septiembre de 1923
2. La última asamblea de mi padre: Fort Worth (Texas), junio de 1991 (mi padre está sentado)