“Tu bondad amorosa es mejor que la vida”
Relatado por Calvin H. Holmes
Era diciembre de 1930. Yo acababa de ordeñar las vacas, cuando mi padre llegó a casa de visitar a un vecino. “El señor Wyman me prestó este libro”, dijo, mientras sacaba del bolsillo una publicación azul. Llevaba el título Liberación, y lo había editado la Sociedad Watch Tower Bible and Tract. Mi padre, que no era un ávido lector, se quedó leyendo aquel libro hasta muy entrada la noche.
MÁS adelante tomó prestados otros libros, titulados Luz y Reconciliación, de los mismos editores. Halló la vieja Biblia de mi madre y se quedaba hasta tarde por la noche leyéndola a la luz de una lámpara de queroseno. Mi padre experimentó un gran cambio. Aquel invierno nos habló durante horas a mi madre, mis tres hermanas y a mí, acurrucados alrededor de nuestra vieja estufa de leña.
Mi padre decía que las personas que publicaban esos libros se llamaban Estudiantes de la Biblia y que, según ellos, estábamos viviendo en “los últimos días” (2 Timoteo 3:1-5). Nos explicaba que cuando viniera el fin del mundo, la Tierra no sería destruida, sino que se convertiría en un paraíso bajo el Reino de Dios (2 Pedro 3:5-7, 13; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4). Esa idea me pareció muy atractiva.
Mi padre comenzó a hablarme mientras trabajábamos juntos. Recuerdo que estábamos pelando maíz cuando me contó que el nombre de Dios es Jehová (Salmo 83:18). Así, durante la primavera de 1931, con solo 14 años de edad, me puse de parte de Jehová y de su Reino. Oré a Jehová en el viejo manzanal que estaba detrás de la casa y prometí solemnemente servirle para siempre. La bondad amorosa de nuestro maravilloso Dios había conmovido mi corazón (Salmo 63:3).
Vivíamos en una granja a unos 30 kilómetros de St. Joseph (Misuri, E.U.A.), y a menos de 65 kilómetros de Kansas City. Mi padre había nacido en una cabaña de troncos que mi bisabuelo había construido en la granja a principios del siglo XIX.
Preparación para el ministerio
En el verano de 1931 escuchamos por radio el discurso público “El Reino, la esperanza del mundo”, que Joseph Rutherford, entonces presidente de la Sociedad Watch Tower, pronunció en una asamblea en Columbus (Ohio). Me emocionó mucho, y me alegró ayudar a mi padre a distribuir entre nuestros conocidos el folleto que contenía esta importante conferencia pública.
En la primavera de 1932 asistí por primera vez a una reunión de los testigos de Jehová. Nuestro vecino nos invitó a mi padre y a mí a escuchar un discurso que George Draper, superintendente viajante de los testigos de Jehová, pronunciaría en St. Joseph. Llegamos hacia la mitad de la reunión, y encontré un asiento libre detrás de la espalda robusta y ancha de J. D. Dreyer, quien desempeñaría un papel importante en mi vida.
En septiembre de 1933 asistí con mi padre a una asamblea en Kansas City, donde prediqué por primera vez al público. Mi padre me dio tres folletos y me enseñó a decir: “Soy testigo de Jehová y estoy predicando las buenas nuevas del Reino de Dios. Seguramente ha oído al juez Rutherford por radio. Sus discursos se transmiten todas las semanas en más de trescientas emisoras”. Luego ofrecía un folleto a la persona. Aquella tarde, ordeñando las vacas en la granja, pensé que ese había sido el día más memorable de mi vida.
Pronto empezó el frío invernal, y se hizo difícil viajar. Un día nos visitaron el hermano Dreyer y su esposa y me preguntaron si me gustaría ir a su casa el sábado por la tarde y pasar la noche allí. El esfuerzo de caminar los 10 kilómetros hasta la casa de la familia Dreyer valió la pena, pues al día siguiente pude acompañarlos al ministerio del campo y al Estudio de La Atalaya en St. Joseph. Desde entonces, rara vez he faltado a la predicación los domingos. La preparación y el consejo que recibí del hermano Dreyer fueron de gran valor para mí.
El 2 de septiembre de 1935, simbolicé finalmente mi dedicación a Jehová mediante el bautismo en agua en una asamblea de Kansas City.
Comienza una carrera de toda la vida
A principios de 1936 me ofrecí para ser precursor, es decir, ministro de tiempo completo, y se me puso en la lista de los que buscaban un compañero de precursorado. Al poco tiempo recibí una carta de Edward Stead de Arvada (Wyoming). Decía que estaba confinado a una silla de ruedas y necesitaba ayuda para ser precursor. En seguida acepté su propuesta y se me nombró precursor el 18 de abril de 1936.
Antes de partir para reunirme con el hermano Stead, mi madre me habló a solas. “Hijo, ¿estás seguro de que quieres hacer esto?”, me preguntó.
“La vida no tendría sentido de otro modo”, respondí. Había aprendido que la bondad amorosa de Jehová es más importante que cualquier otra cosa.
Servir de precursor con Ted, como llamábamos al hermano Stead, me enseñó mucho. Era entusiástico y presentaba el mensaje del Reino de una manera muy atrayente. Pero lo único que Ted podía hacer era escribir y hablar; tenía todas las articulaciones rígidas debido a la artritis reumatoide. Me levantaba temprano para lavarlo y afeitarlo, preparar el desayuno y darle de comer. Luego lo vestía y lo preparaba para la predicación. Aquel verano fuimos precursores en Wyoming y Montana, y acampamos al aire libre por las noches. Ted dormía en una cabina especial construida sobre su camioneta, y yo dormía en un saco en el suelo. Cuando llegó el otoño, me mudé al sur y serví de precursor en Tennessee, Arkansas y Misisipí.
En septiembre de 1937 asistí por primera vez a una asamblea grande en Columbus (Ohio). En ella se explicó el uso que daríamos al gramófono en nuestra predicación. Cada vez que lo utilizábamos, informábamos una presentación. Durante cierto mes hice más de quinientas presentaciones, que escucharon más de ochocientas personas. Después de dar testimonio en muchas ciudades del este de Tennessee, de Virginia y de Virginia Occidental, se me invitó a servir de precursor especial con una nueva responsabilidad: colaborar con el siervo de zona, como se llamaba a los superintendentes viajantes en ese tiempo.
Visitaba congregaciones y grupos aislados de Virginia Occidental (permanecía de dos a cuatro semanas con cada una), y llevaba la delantera en el ministerio del campo. Entonces, en enero de 1941, me nombraron siervo de zona. Para ese tiempo, mi madre y mis tres hermanas, Clara, Lois y Ruth, se habían puesto de parte del Reino. De modo que aquel verano toda la familia asistió a la gran asamblea de San Luis.
Poco después de la asamblea, se notificó a los siervos de zona que su trabajo concluiría a finales de noviembre de 1941. Al mes siguiente Estados Unidos entró en la segunda guerra mundial. Se me asignó al servicio de precursor especial, que requería dedicar 175 horas mensuales al ministerio.
Privilegios de servicio especiales
En julio de 1942 recibí una carta en la que se me preguntaba si estaría dispuesto a servir en el extranjero. Después de mi respuesta afirmativa, se me invitó a Betel, la central mundial de los testigos de Jehová, ubicada en Brooklyn (Nueva York). Al mismo tiempo se llamó a otros veinte hermanos solteros para recibir una preparación especial.
Nathan H. Knorr, entonces presidente de la Sociedad Watch Tower, explicó que la predicación había menguado y que se nos prepararía para fortalecer espiritualmente a las congregaciones. “No solo queremos saber cuáles son los problemas de las congregaciones —dijo— sino también qué han hecho ustedes al respecto.”
Mientras estábamos en Betel, Fred Franz, que sucedió al hermano Knorr como presidente en 1977, pronunció un discurso en el que dijo: “La segunda guerra mundial terminará, y empezará una gran campaña de predicación. Aún tienen que entrar millones de personas en la organización de Jehová”. Aquel discurso cambió por completo mis perspectivas. Cuando se dieron las asignaciones, me enteré que visitaría todas las congregaciones de los estados de Tennessee y Kentucky. Nos llamaban siervos para los hermanos, término que se sustituyó por superintendente de circuito.
Empecé a servir a las congregaciones el 1 de octubre de 1942, cuando tenía solo 25 años. La única forma de llegar a algunas de las congregaciones en esa época era a pie o a caballo. A veces dormía en la misma habitación que la familia que me daba alojamiento.
Mientras visitaba la Congregación Greeneville, de Tennessee en julio de 1943, recibí una invitación para asistir a la segunda clase de la Escuela de Galaad de la Watchtower. En Galaad aprendí lo que en realidad significa “prestar más de la acostumbrada atención a las cosas oídas”, y siempre tener “mucho que hacer en la obra del Señor” (Hebreos 2:1; 1 Corintios 15:58). Los cinco meses del curso pasaron volando, y la graduación llegó el 31 de enero de 1944.
Primero Canadá, luego Bélgica
A varios se nos envió a Canadá, donde se acababa de levantar la proscripción que pesaba sobre la actividad de los testigos de Jehová. Me asignaron a la obra itinerante, que requería cubrir grandes distancias entre algunas congregaciones. Durante las visitas, era un placer oír las experiencias sobre cómo había continuado nuestra obra de predicar durante la proscripción en Canadá (Hechos 5:29). Muchos me hablaron acerca de la distribución relámpago, cuando en una sola noche se llevó cierto folleto a prácticamente todos los hogares de un extremo a otro de Canadá. ¡Qué buena noticia recibimos en mayo de 1945 cuando nos enteramos de que la guerra en Europa había terminado!
Aquel verano, mientras visitaba una congregación en el poblado de Osage (Saskatchewan), recibí una carta del hermano Knorr, que decía: “Le ofrezco el privilegio de ir a Bélgica [...]. Hay mucho que hacer allí. Es un país desgarrado por la guerra y nuestros hermanos necesitan ayuda, por lo que parece conveniente enviar a alguien de Estados Unidos para darles la ayuda necesaria y el consuelo que necesitan”. Contesté de inmediato y acepté la asignación.
En noviembre de 1945 estaba en Betel de Brooklyn estudiando francés con Charles Eicher, un hermano mayor de Alsacia. También recibí un curso rápido sobre la organización de sucursales. Antes de partir hacia Europa, hice una breve visita a mi familia y amigos de St. Joseph (Misuri).
El 11 de diciembre zarpé de Nueva York a bordo del Queen Elizabeth, y cuatro días después llegué a Southampton (Inglaterra). Allí permanecí durante un mes en la sucursal, donde recibí más preparación. Luego, el 15 de enero de 1946, crucé el canal de la Mancha y desembarqué en el puerto de Ostende (Bélgica). Desde allí viajé en tren hasta Bruselas, donde la entera familia Betel me esperaba en la estación del ferrocarril.
Aumenta la actividad en la posguerra
Mi tarea era supervisar la actividad del Reino en Bélgica, pero ni siquiera sabía hablar el idioma. Después de unos seis meses sabía suficiente francés para arreglármelas. Era un privilegio trabajar junto a hermanos que habían arriesgado la vida para llevar adelante la predicación durante los cinco años de la ocupación nazi. Algunos acababan de salir del campo de concentración.
Los hermanos estaban ansiosos por organizar la obra y alimentar a los que tenían hambre de la verdad bíblica. Se organizaron asambleas y visitas de los superintendentes viajantes a las congregaciones. También recibimos las visitas animadoras de Nathan Knorr, Milton Henschel, Fred Franz, Grant Suiter y John Booth, todos representantes de la central de Brooklyn. En aquellos días fui superintendente de circuito, de distrito y coordinador de sucursal. El 6 de diciembre de 1952, después de casi siete años de servir en Bélgica, me casé con Emilia Vanopslaugh, que también trabajaba en la sucursal de Bélgica.
Algunos meses más tarde, el 11 de abril de 1953, me citaron a la comisaría local y me informaron que mi presencia en Bélgica era una amenaza para la seguridad del país. Me fui a Luxemburgo a la espera de que se presentara una apelación de mi caso ante el Consejo de Estado.
En febrero de 1954 el Consejo de Estado belga ratificó el decreto de que mi presencia representaba un peligro para el país. Las pruebas presentadas fueron que, desde mi llegada a Bélgica, el número de Testigos en el país había aumentado de forma muy acentuada (de 804 en 1946 a 3.304 en 1953), lo cual constituía una amenaza para la seguridad de Bélgica debido a que muchos Testigos jóvenes mantenían una posición firme de neutralidad. Por ello, se nos asignó a Suiza, donde Emilia y yo comenzamos a servir en la obra itinerante en la región de habla francesa.
En 1959 se estableció en South Lansing (Nueva York), la Escuela del Ministerio del Reino, con el propósito de preparar mejor a los ancianos. Se me invitó para prepararme como instructor de esta escuela en Europa. Mientras estaba en Estados Unidos visité a mi familia en St. Joseph (Misuri). Allí vi por última vez a mi querida madre. Murió en enero de 1962; mi padre había fallecido en junio de 1955.
Cuando empezó la Escuela del Ministerio del Reino de París (Francia), en marzo de 1961, Emilia y yo nos mudamos a esa ciudad. Asistieron a la escuela superintendentes de distrito, de circuito y de congregación, así como precursores especiales, procedentes de Francia, Bélgica y Suiza. Durante los siguientes catorce meses dirigí doce clases de este curso de cuatro semanas. Luego, en abril de 1962, me enteré de que Emilia estaba embarazada.
Nos ajustamos a las circunstancias
Retornamos a Ginebra (Suiza), donde teníamos permiso de residencia permanente. Sin embargo, no era fácil hallar un lugar donde vivir, pues había una gran crisis de la vivienda. Tampoco era fácil encontrar trabajo. Finalmente conseguí empleo en unos grandes almacenes del centro de Ginebra.
Como había estado en el ministerio de tiempo completo por veintiséis años, las nuevas circunstancias exigieron muchos cambios. Durante los veintidós años que trabajé en los almacenes y ayudé a criar a nuestras dos hijas, Lois y Eunice, siempre pusimos los intereses del Reino en primer lugar (Mateo 6:33). En 1985 me jubilé y comencé a servir de superintendente de circuito sustituto.
Emilia está muy delicada, pero hace todo lo que puede en la predicación. Lois fue precursora unos diez años. Fue una grata experiencia espiritual asistir con ella a la inolvidable asamblea internacional de Moscú en el verano de 1993. Poco después, durante unas vacaciones en Senegal (África), Lois se ahogó en el océano. El amor y la bondad de los hermanos africanos y los misioneros fueron de gran consuelo cuando viajé a Senegal para ocuparme del funeral. ¡Anhelo tanto ver a Lois en la resurrección! (Juan 5:28, 29.)
Me siento agradecido de haber tenido el apoyo leal de una compañera amorosa durante más de cuatro décadas. A pesar de mis angustias y preocupaciones, la dulce bondad amorosa de Jehová ha hecho que valga la pena vivir. Me siento motivado de corazón a decir con respecto a nuestro Dios, Jehová, las mismas palabras del salmista: “Porque tu bondad amorosa es mejor que la vida, mis propios labios te encomiarán” (Salmo 63:3).
[Ilustraciones de la página 26]
Encabezamos la obra de predicar con el gramófono
Mis padres en 1936
Predicación en las calles (Bélgica, 1948)