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  • Siguiendo tras mi propósito en la vida
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1957
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1957
w57 1/10 págs. 588-592

Siguiendo tras mi propósito en la vida

Según lo relató Victoria Dougaluk

DURANTE los años recién pasados, al estudiar en los hogares de la gente de buena voluntad o asociarme con el pueblo de Jehová en general, a menudo he oído el comentario: “Con todas sus experiencias usted debiera escribir un libro acerca de su vida misional.” Ya que yo salía diariamente en el servicio y tenía un horario tan lleno, esto era, por supuesto, muy impráctico. Sin embargo, se sugirió recientemente que yo escribiera, no un libro, sino unos cuantos acontecimientos que se destacan durante los años que he estado siguiendo tras mi propósito en la vida como misionera. En confianza, creo que un libro sería más sencillo; hay tanto que contar.

De modo que, de regreso al año 1939 cuando mi madre, residente de Chippawa, Ontario, Canadá, después de haber frecuentado todas las iglesias del distrito buscando la verdad, por fin halló en la Biblia, con la ayuda de las publicaciones de la Watch Tówer, lo que la satisfizo y sigue satisfaciéndola. A pesar de que ella nos mostraba pacientemente el contraste entre la religión verdadera y la falsa, yo seguí asistiendo a la Iglesia católica romana, donde era miembro del coro, de la organización de la juventud y de la clase de catecismo. Me acuerdo de cómo ella con tacto pretendía enseñarme a leer en la lengua de su país natal, Ucrania, mientras que al mismo tiempo escogía textos bíblicos que contenían promesas de bendiciones del Reino para que yo los leyera. Su paciencia fué recompensada cuando un domingo, de mi propio libre albedrío, abandoné la iglesia y esperé afuera hasta que terminara la misa para caminar a casa con mis hermanas. El siervo de congregación y otros hermanos pasaban en ese momento, llevando a mi madre en la obra de casa en casa. Al verme en los peldaños de la iglesia a una hora tan temprana, se detuvieron y me preguntaron si quería acompañarlos. Con mucho gusto lo hice. En esa ocasión había una niña de mi propia edad en el automóvil, la cual me animó muchísimo y me dijo que yo había hecho la cosa correcta al salir, ya que no podía participar de dos mesas.

En ese tiempo yo tenía doce años, y desde entonces siempre he apreciado la energía, paciencia y el tiempo que los hermanos de esa región emplearon en entrenarme, pues nunca pensaron que yo era demasiado joven para prestarme atención. En septiembre de 1940 me dediqué a Jehová, junto con mi madre y una hermana menor.

Poco después un precursor de Terranova vino a visitar a nuestro siervo de congregación. Este lo trajo a casa para que oyéramos algunas de sus experiencias. Recuerdo el estar sentada allí encantada y diciendo que algún día yo sería una misionera de esa clase. Las palabras animadoras de este hermano permanecieron conmigo y se dió énfasis a ellas cuando, en 1942, asistí a mi primera asamblea en Cléveland, Ohío. Allí conocí a muchos trabajadores de tiempo cabal ¡y todos parecían ser personas tan felices! De manera que les hice preguntas acerca de sus actividades y resolví que tan pronto como fuera posible entregaría mi solicitud para el servicio de precursora de tiempo cabal.

En octubre de 1943, a la edad de 16, comencé a seguir tras mi propósito en la vida, mi nueva carrera. Después de un breve período de trabajar en bicicleta sola en las regiones rurales fuí asignada a la ciudad de Toronto, Canadá, junto con otra hermana—completamente desconocida para mí. No había de ser así por mucho tiempo.

Me gusta recordar la bondad que la oficina sucursal en Toronto mostró en ayudarme a establecerme, y el amor que los hermanos manifestaron al ampararme, vestirme y alimentarme. Estando lejos de mi casa y siendo muy joven, tenía mucho que aprender y aprecié los consejos de los que eran mayores en la verdad.

El llevar a mis estudiantes bíblicos a las reuniones y verlos graduarse como publicadores era el cumplimiento de mis sueños. ¡Qué privilegio el ser usada por Jehová de esta manera!

Después de un año mi hermana se unió a mí en el servicio de tiempo cabal, habiéndole estimulado las experiencias que yo había relatado en mis cartas. Esto trajo un cambio de asignación a otra congregación. A ese tiempo mi hermana tenía 15 años; de modo que vuelvo a mencionar cuán grande ayuda constituyeron los hermanos mayores en ayudarnos a crecer a la madurez. En esta asignación tuvimos muchos estudios bíblicos interesantes; el libro Hijos era nuestro libro de estudio en ese tiempo. Un estudio se efectuaba con una familia de sordomudos. Al principio parecía ser una verdadera barrera el que no pudiéramos hablarnos los unos a los otros; pero pronto descubrí que era bastante sencillo hablar con las manos y hacer que se me comprendiese. La familia aceptó la verdad y nos acompañó en la obra de casa en casa, usando pequeñas tarjetas que explicaban el propósito de su visita. Poco después se mudaron de allí y fué conmovedor saber que asistieron a la asamblea que se celebró en el estadio Yanqui de Nueva York en 1953, viajando más de 3,000 kilómetros para hacerlo. Habiendo adquirido este nuevo medio de comunicar pensamientos, pude más tarde llevar a cabo estudios con otras cuatro familias sordomudas.

Seis meses más tarde recibí una invitación para ingresar en las filas de los precursores especiales. Nuestra asignación fué un territorio aislado en las afueras de Toronto, Ontario. Ya que se nos había dicho que nos mudáramos tan pronto como fuese posible, averiguamos inmediatamente acerca de alojamiento. Esa misma tarde nos mudamos, haciendo arreglos para quedarnos por una semana con una familia. Aquel lugar vino a ser nuestro hogar durante un año y medio.

La hermana con quien vivíamos nos acompañaba a menudo, pasando el día entero con nosotras, añadiendo variedad y compañerismo agradables. De hecho, el compañerismo de toda la congregación a la cual entonces asistíamos hizo mucho para fortalecernos espiritualmente para lo que aún había de venir.

Estábamos muy contentas en nuestra asignación, pues no nos faltaba nada; pero admito que secretamente entreteníamos la idea de que algún día se nos enviara a la provincia de Quebec. Habíamos oído acerca de la persecución de los hermanos allí, debido a su obra de predicación, cómo muchos de ellos eran asaltados por turbas, golpeados y encarcelados. Comenzamos a pensar de este modo: Tenemos nuestra juventud, fuerza y salud; pues, una asignación de esa clase sería ideal para nosotras, ya que queremos tener una verdadera parte en la lucha por la libertad junto con los hermanos que ya están luchando por ella.

Podrán imaginarse cuán excitadas estuvimos cuando un día no sólo recibió mi hermana una invitación a ser precursora especial, sino que se nos pidió a las dos que fuéramos a Montreal, Quebec, para llevar a cabo nuestro ministerio allí. También supimos que nuestra hermana menor estaba comenzando su tercer año sucesivo como precursora de vacaciones y pensaba unirse a nosotras al debido tiempo.

Otros habían sido invitados a Quebec también y antes que saliéramos para Montreal se nos llamó a la sucursal en Toronto. Se dió énfasis a lo importante que era que aprendiéramos el francés; se explicaron las costumbres de la gente, y se nos estimuló en general. Esto nos dió un excelente principio.

El 1 de mayo de 1946 dos hermanas excitadas y nerviosas entraban en la gran ciudad de la provincia de Quebec. Dimos gracias porque nos recibió un hermano que en ese tiempo estaba a cargo de los asuntos jurídicos en Montreal. Se nos llevó a una comida, entonces a la reunión de servicio semanal de la congregación a la cual se nos había asignado. En ese tiempo solamente una congregación celebraba reuniones, y nunca olvidaré que cuando salí del salón sentía la cabeza del tamaño de una calabaza, habiendo tratado con tanto empeño de entender todo lo que se había dicho, en francés. Recuerdo haber escuchado a un precursor de habla inglesa contestar preguntas en francés, y me admiré de que hubiera hecho tanto progreso. Yo estaba resuelta a lograr lo mismo.

No pasó mucho tiempo antes que experimentáramos las cosas de que en un tiempo habíamos leído. Mi hermana fué arrestada y llevada regularmente al tribunal juvenil y yo era concurrente regular al tribunal municipal, tanto que el juez un día me informó que yo era la persona más fastidiosa que había entrado en el lugar hasta entonces. Tuvimos muchas oportunidades de dar el testimonio, no sólo al personal de los tribunales, sino también a otros presos. Un gran vínculo de amor creció entre los hermanos que compartieron experiencias en la cárcel; recuerdo especialmente una ocasión: Varios de nosotros habíamos sido encarcelados juntos, y mientras se arreglaban los asuntos de la fianza, los mayores, o los que tenían familias en casa, iban siendo puestos en libertad primero. Al fin sólo quedamos dos. Pasaron seis días sin que nosotras supiéramos cuándo llegaría nuestro turno. Finalmente llegó la fianza, pero solamente para una. La hermana francesa que estaba conmigo dijo: ‘O las dos o ninguna’; de modo que sacrificó su libertad inmediata para quedarse conmigo. Esto lo aprecié más que lo que puede expresarse en palabras. Con el tiempo se les vino a tener mucho respeto a los testigos de Jehová por la lucha que llevaban a cabo por la libertad, ya que todo esfuerzo por desalentarnos fracasaba. Los esfuerzos de ellos para apagar nuestro celo sólo nos hacían más resueltos a seguir adelante y encontrar a las ovejas allí.

Esto, sin embargo, no era el peor problema que teníamos. Ese problema era el idioma francés. Nos dimos cuenta de que la única manera en que podríamos ayudar a la gente francesa sería hablándole en su propio idioma; de modo que, habiéndonos mudado a la casa de una familia que no tenía ningún conocimiento del inglés, nos pusimos a efectuar esta tarea. Desgastamos diccionarios. Solíamos utilizar en la práctica toda palabra nueva que aprendíamos, hasta que a paso lento las palabras por fin vinieron a tener sentido, entonces las frases, luego pensamientos o ideas también. Nuestros esfuerzos provocaban carcajadas espontáneas, pero la gente francesa siempre estaba lista para ayudarnos y explicar lo que queríamos saber.

La visita que el hermano Knorr hizo a Montreal en la última parte de 1946 significó mucho para los precursores de Quebec. A sesenta y seis de nosotros se nos invitó a asistir a Galaad para la clase nona (1947), para ser entrenados para obra misional especial en Quebec.

En Galaad aprendimos la gramática francesa junto con todos los otros temas esenciales. Era justamente el ímpetu que nos hacía falta para volver al campo, teniendo las fuerzas renovadas, nueva información para refutar argumentos y conocimiento aumentado. La unidad y el amor que se manifestaron allí nos entrenaron además en cuanto a cómo vivir nuestra vida cotidiana. La jovencita que me había alentado cuando yo originalmente abandoné los peldaños de la iglesia, para nunca regresar, asistió a la misma clase de Galaad que yo. El haber estado en Galaad quiso decir que ahora se exigiría más de nosotros; pero por medio de tener el espíritu de Jehová, Su Palabra y Su organización (por los cuales damos gracias continuamente) nos fué posible vencer todos los obstáculos y seguimos gozando de las bendiciones de ser precursores de tiempo cabal.

En octubre de 1949 mi hermana y yo fuimos enviadas al pueblo de San Hyacinthe, Quebec., un territorio aislado que distaba cincuenta y cinco kilómetros de Montreal. Un amigo nos llevó en su automóvil para buscar alojamiento. Dondequiera que preguntábamos la gente decía: “Tendré que telefonear a mi sacerdote para ver si se permite arrendar a personas no católicas.” Después de tratar en varios lugares por fin encontramos a una mujer que convino en arrendamos su cuarto que daba a la calle; lo hizo con la intención, como dijo más tarde, de convertirnos a la fe católica.

En ese tiempo hacíamos circular entre la gente una petición que abogaba por una declaración de derechos escrita para el Canadá. La primera semana la mayoría firmó, concordando en que la libertad de religión era el derecho de todo el mundo. El sermón del domingo efectuó un cambio de escena. El párroco anunció que nadie había de firmar, que éramos “comunistas,” que éramos ‘las vírgenes insensatas de la parábola,’ etc. Después de dos semanas en nuestro alojamiento, se le dijo a nuestra patrona que nos echara fuera. Una mañana nos dijo que abandonáramos la casa dentro de dos horas o si no nuestras pertenencias serían echadas a la calle. Lloraba al decirnos esto, añadiendo que no era su propia idea. Llevamos nuestra ropa a las cajonadas de la estación del ferrocarril y comenzamos otra búsqueda de alojamiento, pero fué inútil. Nos vimos obligadas a volver a Montreal y durante los próximos tres días usamos nuestro tiempo en caminar de ida y vuelta entre estas dos ciudades en busca de otro hogar. Lo hallamos en las afueras de la ciudad, con una familia muy liberal que aun después de haber sido insultada en los periódicos locales rehusó echarnos.

Después de un tiempo se nos arrestó, acusadas de vender Biblias. Al efectuarse el juicio nosotras ganamos. Esto puso fin a los ataques por turbas que habían llegado a ser una rutina diaria y también nos dió la protección de la policía. Más tarde se unieron a nosotras otras dos misioneras y al debido tiempo tuvimos el gozo de establecer una nueva congregación. Varias personas se pusieron firmemente de parte de la verdad, y se vieron obligadas a abandonar el pueblo para buscar empleo en otra parte. Para nosotras, sin embargo, vino a ser nuestro verdadero hogar, y ya que el territorio era casi enteramente francés pudimos progresar en aprender el idioma. En muchas ocasiones la gente nos llevó a hablar con los sacerdotes locales en su residencia porque no creía que teníamos la ‘Biblia buena.’ Estas discusiones nos fortalecieron porque nos dimos cuenta de lo poco que conocían las Escrituras estos hombres entrenados en los seminarios y teológicamente. Uno hasta levantó la objeción: “¿Cómo esperan ustedes que yo hable de la Biblia? Soy sacerdote, no estudiante de la Biblia.” Otro, un “padre” dominicano nos maldijo durante una discusión en un claustro cuando le mostramos en su propia Biblia que su prueba de “una trinidad” tomada de 1 Juan 5:7 era una interpolación. El joven que nos había llevado allí quedó desilusionado, habiéndonos prometido al principio que aunque él no sabía las respuestas a nuestras preguntas los “padres” de seguro las sabrían

En septiembre (de 1951) dió principio otra aventura en nuestra vida misional. Fuimos asignadas con una compañera de clase a Trois Rivieres, Quebec, ciento treinta y cinco kilómetros al norte de Montreal, junto con otras cinco misioneras recién graduadas en la clase décimoséptima de Galaad. Al principio nos eran desconocidas, pero, puesto que pudimos encontrar sólo dos piezas para acomodar a las ocho, no tardamos mucho en llegar a conocernos. Nuestro primer día de servicio comenzó con una visita al jefe de la policía local. Esto fué con el motivo de informarle acerca de nuestra llegada e intenciones, para ahorrarles a sus hombres la necesidad de investigar innecesariamente las acusaciones falsas, las cuales, suponíamos, se harían por teléfono, de que éramos “comunistas.” Después que explicamos el método de nuestra obra, él nos deseó mucho éxito. El que ocho misioneras estuvieran trabajando allí todos los días pronto hizo surgir el comentario de que un ejército había invadido al pueblo. Al principio los sacerdotes trataron por varios medios de hacer que dejáramos de trabajar allí, hasta siguiéndonos de casa en casa para amonestar al público. Una llamada a la policía un día, para que nos arrestara, fué frustrada cuando la policía, al ver quiénes éramos, siguió su camino. Cuando obtuvimos una vivienda más amplia nuestro hogar vino a ser un Salón del Reino.

Muchos a quienes visitamos comentaban acerca del hecho de que ocho muchachas vivieran juntas en paz. Ese solo hecho les probaba a ellos que teníamos una organización pacífica y que el espíritu de Dios prevalecía en ella. Ya que vivíamos en espacio muy limitado, cada una de nosotras aprendió mucho y descubrimos que nuestro modo particular individual de hacer ciertas cosas no era siempre el modo correcto; de modo que cada una a su vez cedió en algunas cosas con la mira de lograr los mejores resultados. Descubrimos que cuando había organización había paz. El vivir juntas durante más de dos años nos unió como a una verdadera familia, y cuando llegó el tiempo en que debíamos separarnos nos dimos cuenta de lo fuerte que era el vínculo que se había establecido.

Ahora algo nuevo nos esperaba: una congregación establecida. Precursores fieles habían trabajado muy duramente bajo circunstancias sumamente difíciles para levantar y fortalecer este grupo. Como Moisés, nos sentimos muy incapaces de llevar la delantera, pero sabiendo que nuestra fuerza yacía en Jehová, piadosamente emprendimos nuestras responsabilidades. Pronto vimos que los publicadores correspondían y cooperaban para adelantar los intereses del Reino, y lo que nos parecía un elefante se hizo una pulga. Un año más tarde todavía estábamos aumentando y gozando muchísimo de nuestra asociación con estas “otras ovejas” que tanto necesitan que se les atienda, aunque gradualmente están creciendo a la madurez.

Mi hermana, que me había acompañado durante más de diez años, entonces salió para otra asignación en compañía de otro miembro de la familia, mi cuñado; pero en su lugar mi hermana menor (que tenía ahora tres años de ser precursora), junto con su marido (siervo de tiempo cabal desde hacía cinco años), vino a la provincia de Quebec. Me he sentido muy feliz porque he tenido el privilegio de ser usada de esta manera por Jehová. El que haya seguido tras mi propósito en la vida como misionera lo ha probado.

Actualmente estoy siguiendo tras mi propósito en la vida en una capacidad diferente. Después de pasar algún tiempo en la casa Betel en Toronto, me casé y vine a ser miembro de la casa Betel en Brooklyn, donde ahora vivo y sirvo como la señora de C. A. Steele.

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