¡Pum! ¡Pum! ¡Estás muerto!
SON las primeras horas de la mañana, y todavía hace algo de frío en el bosque. Las hojas de los árboles están inmóviles, apenas si sopla una brizna de aire. Súbitamente han desaparecido las diversas aves que solían posarse y cobijarse en las ramas cargadas de hojas, y los ciervos y otros animales que hace tan solo unas horas se refugiaban en la espesura han huido. Se puede palpar el peligro. Tendido sobre su estómago, usted se desliza lentamente, avanzando centímetro a centímetro. El suelo está lleno de barro y cieno, y la humedad le traspasa el gastado uniforme de camuflaje. Si quiere sobrevivir, debe permanecer tendido sobre el barro.
De pronto, un desgarrador grito de guerra rompe el silencio, y otra persona surge de la maleza de un salto y se planta a menos de seis metros de distancia de usted. Con un temerario arrojo, dispara a quemarropa, pero su arma se atasca y no sale ningún disparo. Maldice a voz en cuello. Instintivamente, usted se aparta rodando a un lado y al mismo tiempo aprieta el gatillo de su arma. Casi instantáneamente el pecho de su enemigo se cubre de un líquido rojo que se extiende por el delantero de su uniforme. Ha hecho frente al enemigo y este ha caído en sus manos.
¿Son estos los amargos recuerdos de un veterano de la primera o segunda guerra mundial, de la guerra de Corea o de la de Vietnam? No, esto solo refleja el marco y la trama de uno de los deportes que más deprisa se están implantando en Estados Unidos y Canadá, así como en Inglaterra, Francia, República Federal de Alemania y Japón, un deporte en el que todas las semanas participan miles de hombres y mujeres que se convierten en “soldados de fin de semana”. Los participantes se dividen en dos equipos de doce, quince o veinte combatientes cada uno, y el objetivo del juego es apoderarse de la bandera del equipo contrario.
Lo juegan hombres y mujeres de todas las profesiones: médicos, abogados, enfermeras, secretarias, ingenieros de alta tecnología, hombres de negocios y personas de todos los niveles de la escala empresarial. Como todos los jugadores llevan uniformes de camuflaje y el rostro untado de barro o de tinte color marrón, negro o verde, presentan un mismo denominador: son adultos con un aspecto grotesco que juegan a la guerra.
Los jugadores están equipados con pistolas y rifles especialmente diseñados para disparar, a una velocidad de 75 metros por segundo, cápsulas de gelatina del tamaño de una canica llenas de pintura roja soluble en agua que estallan al hacer impacto. Así armados, los participantes asumen el siniestro aspecto de un aguerrido veterano de combate de Vietnam. El tinte rojo que parece fluir de cada poro notifica, tanto a los del equipo del que ha recibido el impacto como a los del contrario, que ha habido una baja. Cuando un jugador recibe un disparo de un oponente, permanece “muerto” para el resto del juego. No se hacen prisioneros.
El campo de batalla puede ser cualquier zona arbolada, que el grupo por lo general alquila o compra. En muchos de esos terrenos hay arroyos y maleza espesa, con el consiguiente barro y cieno mencionados al principio. Algunos son muy completos y hasta cuentan con cabañas construidas especialmente para simular aldeas de Vietnam, donde pueden luchar casa por casa. Frecuentemente, el nombre del lugar corresponde al de ciertas ubicaciones vietnamitas. En algunos se han colocado tanques del ejército para añadir realismo, y los hay que disponen de cuevas y trincheras individuales donde los jugadores pueden esconderse o emboscarse. A veces se construyen pequeñas plataformas en las ramas de los árboles, desde las que los francotiradores pueden seguir la pista de sus víctimas y darles “muerte”. Si nadie logra apoderarse de la bandera del equipo contrario, gana el juego el equipo que tenga más “muertes” a su favor.
¿Son los juegos de guerra una actividad para los cristianos?
Unos veinte miembros de dos iglesias de la zona de Sacramento (California, E.U.A.) pagaron alrededor de treinta y cinco dólares cada uno para “participar en el deporte al aire libre que cada vez está cobrando más popularidad —escribió un reportero—. Iglesia contra iglesia, se instalaron en el accidentado terreno durante casi seis horas, escondiéndose detrás de árboles y de bidones de 200 litros, disparando armas propulsadas por anhídrido carbónico y tratando de apoderarse de la bandera del otro equipo”. Ante la pregunta de si es apropiado que un guía religioso participe en semejante deporte, un predicador de una de las iglesias dijo: “El mero hecho de ser cristiano no significa que uno no pueda ser humano y divertirse”. Se dice que su colega, un pastor de la iglesia representada por el equipo contrario, respondió que “no dudaba en participar en juegos de guerra de modo regular”. Sin embargo, ¿no sería lógico que alguien que se considera cristiano tuviese sus dudas tocante a participar en juegos que glorifican la guerra?
Un jugador dijo: “El sueño de todo participante es deslizarse cautelosamente hasta justo detrás de su hombre y liquidarlo. Esa muerte es la que más satisface. Sin que la víctima sepa cómo, ya está muerta”. Otro comentó: “Me entusiasmé por este juego desde la primera vez que lo jugué. Es como hacerse adicto. Uno siente el impulso de venir cada semana y notar que le sube la adrenalina”.
Muchos especialistas en el comportamiento humano denuncian los juegos de guerra y los califican de “fenómeno espantoso”, pues dicen que para otros son ofensivos y una causa de tropiezo. A continuación se recogen diversos comentarios:
“El acto de apuntar a alguien con un arma, sea de perdigones de pintura o no, y apretar el gatillo, podría insensibilizar a la persona en momentos de violencia real.” “El derivar excitación de disparar a otros es de sumo mal gusto.” “Opino que hace mucho más daño que bien —dijo un profesor de Psicología de la universidad de Wisconsin (E.U.A.) y especialista en el tema de la agresión—. Está muy claro que no existe ninguna catarsis beneficiosa y que puede hacer que la persona se inhiba menos de actuar con violencia.” “Otros críticos han llamado a esta manía de jugar a la guerra una simulación morbosa de la búsqueda y muerte de otro ser humano —dice la revista New Orleans—. Hubo alguien que [...] insinuó que lo que en realidad necesitan los que participan en los juegos de guerra es un buen terapeuta.”
Además de ser de naturaleza moralmente repulsiva, estos juegos están llenos de peligros y resultan en muchos accidentes.
La guerra es detestable. Por eso, a un cristiano no le resulta emocionante ni estimulante simularla o perpetuarla mediante adaptarla a un juego. En lugar de recrearse con tales actos agresivos, el verdadero cristiano se deleita en el hecho de que el Magnífico Creador, Jehová Dios, pronto hará “cesar las guerras hasta la extremidad de la tierra”. (Salmo 46:9; Isaías 2:4.)