Una vida remuneradora como misioneros en África
Como lo relató John Miles
LA ESCENA es un coto de caza en el noroeste de Zimbabue. Val (mi esposa) y yo nos dirigimos en nuestro vehículo hacia las famosas cataratas Victoria. No; no somos turistas. Somos misioneros, y se nos ha enviado a esta zona a trabajar entre los africanos. Al tomar una curva en la carretera, veo a un lado un enorme elefante. Apago el motor y me asomo por la ventana para sacarle una fotografía. Me dispongo a tomar otra cuando Val grita:
“¡Viene hacia acá!”.
Rápidamente enciendo el motor, pero se ahoga. ¡Qué problema! El elefante se detiene ahora y se alza sobre las patas traseras para aplastarnos. Precisamente a tiempo, el motor vuelve a encender, y con un viraje nos introducimos en los matorrales. Afortunadamente no hay piedras ni árboles que impidan nuestro escape. Decidimos dar preferencia de paso al elefante, y seguir por una ruta diferente.
Considere otra escena. Esta vez estamos en el reino montañoso de Lesotho, en el África austral. Es un domingo por la tarde en la capital, Maseru. Vamos de regreso a casa después de haber disfrutado de una reunión cristiana con compañeros de creencia locales. De repente nos atacan dos asaltadores jóvenes. Uno me da un puñetazo y el otro se me echa encima por la espalda. Me sacudo a este, y él se vuelve hacia Val y le arrebata el bolso. Val grita: “¡Jehová! ¡Jehová! ¡Jehová!”. Al momento aquel hombre suelta el bolso y, aturdido, retrocede. El que me está golpeando retrocede también, dando puñetazos al aire. Nosotros seguimos adelante, de prisa, y nos alivia encontrar a algunos compañeros de creencia en la parada del autobús. (Proverbios 18:10.)
Estos dos incidentes duraron solo unos cuantos minutos, pero están entre los muchos recuerdos inolvidables de los 32 años que hemos pasado como misioneros en África. ¿Cómo llegamos aquí? ¿Por qué nos hicimos misioneros? ¿Hemos tenido una vida remuneradora?
Un peón agrícola estadounidense aprende la verdad
Todo empezó en 1939, cuando conocí a Val Jensen en Yakima, Washington, E.U.A. En aquel tiempo yo trabajaba en una granja y Val estaba empleada como ama de llaves. Ella me hablaba a menudo acerca de la Biblia. Algo que me impresionó fue su explicación de que no hay fuego en el infierno. (Eclesiastés 9:5, 10; Hechos 2:31; Revelación 20:13, 14.) Aunque yo no iba a la iglesia, sabía lo que el clero enseñaba acerca del infierno, y lo que Val me mostró en la Biblia me pareció más razonable.
Los padres de Val eran testigos de Jehová desde 1932. Val también empezó a estudiar la Biblia, y se bautizó en septiembre de 1935. Después que nos conocimos, Val me invitó a las reuniones de los Testigos en el Salón del Reino. Yo fui, y se me hizo un gozo asociarme con las personas que conocí allí, es decir, cuando el trabajo agrícola me permitía asistir a las reuniones. Todavía la vida agrícola era lo primero para mí. Sin embargo, poco a poco se me hicieron más importantes las reuniones, y los Testigos locales me invitaron a ir con ellos a predicar de casa en casa. El hacer esto en mi propio pueblo me pareció una prueba tremenda. Pero la superé.
En 1941 sucedieron dos cosas memorables. En marzo me bauticé como testigo dedicado de Jehová, y después Val y yo nos casamos. Más tarde, en octubre de 1942, emprendimos la obra de predicar de tiempo completo como precursores en el sudeste de Dakota del Norte.
Nunca olvidaremos lo que sucedió el año siguiente. Fue un acontecimiento de importancia en la historia de los testigos de Jehová. El 1 de febrero de 1943 empezó el adiestramiento de la primera clase de lo que entonces se llamaba el Colegio Superior Bíblico de Galaad de la Watchtower. Dos meses después asistimos a la Asamblea “Llamada a la Acción” en Aberdeen, Dakota del Sur. Allí se describieron las bendiciones del servicio misional en países extranjeros, y en nuestro corazón se despertó el deseo de asistir a Galaad y ser misioneros.
Hacia la meta del servicio misional
Pasarían nueve años antes de que alcanzáramos nuestra meta. Durante ese tiempo tuvimos otros excelentes privilegios de servicio, así como algunos reveses. Después de servir año y medio como precursores en Dakota del Norte, solicitamos un territorio para precursores en Misuri. Recibimos la aprobación, y nos establecimos en la ciudad de Rolla. Nuestro territorio abarcaba todo Phelps County, donde solo había un Testigo activo. Pasamos tres años gozosos allí y ayudamos a establecer una congregación.
Entonces nos encaramos a un problema que puso en peligro nuestras esperanzas de ser misioneros. Se nos agotaron los recursos. Por mala administración de nuestros fondos y por falta de fe en que Jehová nos proveería lo necesario, dejamos de ser precursores. Esperábamos que esto durara solo unos cuantos meses, pero pasó año y medio antes de que sirviéramos como precursores de nuevo. Esta vez lo hicimos con la resolución de no repetir los errores de antes. Nuestra nueva asignación fue una congregación en el pueblo de Reardan, en la parte este del estado de Washington. Era difícil hallar trabajo de media jornada, de modo que tuvimos que poner mucha confianza en que Jehová nos proveería diariamente lo necesario. (Mateo 6:11, 33.)
Nuestro territorio se extendía hasta varios pueblecitos vecinos. Cierto día tuvimos que hacer un viaje de 130 kilómetros (80 millas) ida y vuelta para llevar a unas personas el mensaje del Reino. No teníamos suficiente gasolina, pero no dejamos que aquello nos detuviera. Ya para salir del pueblo, nos detuvimos en la oficina de correos y, ¿qué cree usted que encontramos? Nos esperaba una carta de mi primo, quien poco antes había empezado a estudiar la Biblia con los Testigos. Con la carta venía un cheque por más del dinero necesario para la gasolina que necesitábamos. “Íbamos a hacer esta donación al ‘Boy’s Town’ —decía la carta—, pero decidimos que tú lo necesitabas más que el padre Flanagan.” ¡Y tenían razón!
Experiencias como esas destacaron la veracidad de esta promesa de Jesús: “Busquen continuamente el reino de [Dios], y estas cosas [las necesidades materiales] les serán añadidas”. (Lucas 12:31.) Aquello fue adiestramiento valioso que nos ayudaría a continuar en nuestra obra a pesar de otros problemas.
Hubo un invierno en que nos quedaba muy poco carbón. ¿Permitiríamos que aquella situación afectara nuestra resolución de seguir siendo precursores? Presentamos el asunto a Jehová en oración y nos acostamos. ¡A las seis de la mañana siguiente alguien tocó a la puerta! Eran un hermano y su esposa, que regresaban de visitar a unos parientes y habían decidido ver cómo estábamos. Avivamos el fuego, colocamos en él el último trozo de carbón, y preparamos café. Mientras disfrutábamos de la compañía de aquel matrimonio, de repente el hermano preguntó: “¿Tienen suficiente carbón?”. Val y yo cruzamos una mirada y nos echamos a reír. Carbón era precisamente lo que necesitábamos en aquel momento. Ellos nos dieron diez dólares, que en aquellos días pagarían al menos por media tonelada de carbón.
En otra ocasión se acercaba una asamblea de circuito y solo teníamos cinco dólares a la mano. Además, tendríamos que pagar por la licencia de nuestro automóvil inmediatamente después de la asamblea. Decidimos dar prioridad a la asamblea, y asistimos a ella. Gracias al espíritu generoso de los hermanos, regresamos a nuestra asignación con $15 (E.U.A.). ¡La licencia costaba $14,50!
Disfrutamos del servicio de precursor en la parte este de Washington, y con el tiempo algunas familias con quienes estudiamos la Biblia se hicieron testigos leales de Jehová. Sin embargo, después de dos años en aquella asignación una carta de la Sociedad Watch Tower me notificó que había sido recomendado para servir como ministro viajante, es decir, para visitar y estimular a un circuito de congregaciones de los testigos de Jehová. “Si se le nombra, ¿aceptará esta asignación? —preguntó la Sociedad, y añadió:— Sírvase avisarnos inmediatamente.” No hay que decir que acepté. Empezando en enero de 1951, pasamos año y medio en un circuito inmenso que abarcaba la mitad occidental de Dakota del Norte y la mitad oriental de Montana.
Durante ese período recibimos otra sorpresa: ¡una invitación para formar parte de la clase número 19 de Galaad! ¿Veríamos cumplido al fin nuestro deseo? Para desilusión nuestra, recibimos otra carta en que se nos dijo que la clase se había completado con hermanos de otros países. Aquello fue un revés para nosotros, ¡pero no se nos descartó! Pocos meses después recibimos una invitación para la clase número 20, en la cual se nos aceptó en septiembre de 1952.
De Galaad a África
Apreciamos muchísimo la bondad que Jehová nos mostró al ponernos en compañía de más de cien estudiantes procedentes de muchas partes de la Tierra: Australia, Nueva Zelanda, India, Tailandia, las Filipinas, Escandinavia, Inglaterra, Egipto y Europa Central. Esto nos ayudó a ver hasta dónde estaba haciendo Jehová que se predicara el mensaje del Reino. (Mateo 24:14.)
En Galaad el tiempo pasó rápidamente, y nos graduamos en febrero de 1953. Junto con otras cuatro personas, se nos asignó a Rhodesia del Norte (ahora Zambia) en África. Sin embargo, bondadosamente la Sociedad nos permitió permanecer en los Estados Unidos para la asamblea internacional que se celebraría en el Estadio Yanqui en julio de aquel año. Durante los meses que precedieron a la asamblea, y por algún tiempo después, serví como superintendente de circuito en la parte este de Oklahoma.
En noviembre de 1953 Val y yo, junto con otros seis misioneros, subimos a un barco de carga con destino a África. Desembarcamos en Durban, Sudáfrica, y viajamos hacia el norte por tren a Rhodesia del Sur (ahora Zimbabue). Allí dos de nuestro grupo nos dejaron para ir a sus asignaciones en Salisbury (ahora Harare), y los demás continuamos hacia Kitwe, Rhodesia del Norte.
Val y yo fuimos asignados al pueblo minero de Mufulira, donde no había congregación, pero sí unas cuantas familias interesadas en la verdad. Jehová nos bendijo en la predicación de casa en casa. Empezamos muchos estudios bíblicos, y pronto algunas personas que se interesaban en nuestro mensaje empezaron a asistir a las reuniones cristianas. Unos meses después se nos llamó para llenar unas vacantes en la sucursal de la Sociedad Watch Tower en Luanshya. Después recibimos otra asignación misional en Lusaka. Mientras estuvimos allí, de vez en cuando serví como superintendente de circuito para el grupito de congregaciones de habla inglesa.
Una vida remuneradora en la selva
Luego, en 1960, fuimos transferidos a Rhodesia del Sur, donde recibí la asignación de servir como superintendente de distrito entre los hermanos de la raza negra. En parte esto implicaba hacer visitas a congregaciones y superentender asambleas de circuito y de distrito. La mayoría de estas congregaciones estaban en las zonas rurales, de modo que tuvimos que aprender a vivir en la selva. Nos dijimos que, si nuestros hermanos podían vivir en la selva, nosotros también podíamos.
La sucursal de la Sociedad Watch Tower nos equipó con una camioneta de tonelada y media. Aquel vehículo estaba cubierto de metal en chapa por detrás, y tenía puertas dobles para recibir carga. Las ventanas entre la cabina y el resto del vehículo eran lo suficientemente grandes como para que nos metiéramos por ellas, y las cubrían cortinas de plástico. Nuestro equipo doméstico consistía en una cama empotrada y un colchón de goma espuma. Cajas nos servían de alacena, y también teníamos una estufa de parafina a presión. Teníamos, además, un ropero portátil y una tienda de campaña.
Poco después de empezar a servir en el oeste del país, un insecto me picó. La pierna se me hinchó y experimenté una fiebre alta. Para empeorar la situación, las condiciones del tiempo desmejoraron y empezó a caer una lluvia intensa. Sudé copiosamente, y Val tuvo que estar cambiando la ropa de cama con frecuencia. Cerca de la medianoche Val decidió llevarme a un médico. Llegamos hasta la carretera principal, pero entonces la camioneta se atascó en el lodo. El único efecto de los esfuerzos de Val por mover el vehículo hacia atrás o hacia adelante era darme una buena sacudida. Cuando Val se convenció de que no podía hacer nada, se envolvió en la última manta que quedaba seca y se sentó al lado mío mientras la lluvia continuaba.
Por la mañana hubo alivio. Yo me sentía mejor, la lluvia se había detenido, y los hermanos que llegaron para prepararse para la asamblea sacaron del lodo la camioneta. En Bulawayo, otros hermanos bondadosos me llevaron al hospital, y después de recibir tratamiento pude regresar y seguir trabajando para la asamblea.
Fue durante este período, mientras viajábamos entre congregaciones, cuando tuvimos aquel encuentro con el elefante. También nos encaramos con muchas formas de vida más pequeñas. Además de las moscas y los mosquitos, en la tienda de campaña nos visitó un tipo de hormigas que en poco tiempo podían hacer agujeros en cualquier prenda de vestir o tela que se dejara en el suelo. Los diversos tipos de lagartos y arañas cazadoras que nos visitaron eran inofensivos, pero a la cobra que entró la pusimos fuera rápidamente. Tampoco recibíamos bien a los escorpiones. Val describe la picadura del escorpión como lo que se sentiría si a uno le hundieran en la carne un clavo al rojo vivo con una almádena. Y ella debe saber lo que se siente. ¡La han picado cuatro veces!
Puede que estas experiencias den la impresión de que la vida en la selva es todo menos remuneradora, pero nosotros no veíamos así la situación. Para nosotros era una vida al aire libre, activa y saludable, y las bendiciones espirituales más que compensaban por las incomodidades físicas.
Nuestra fe siempre se fortalecía cuando veíamos los esfuerzos que hacían los hermanos de las zonas rurales para asistir a las reuniones. Cierta congregación se componía de dos grupos que vivían a 23 kilómetros (14 millas) de distancia uno del otro, con solo una senda que los conectaba. Su “Salón del Reino” —a mitad de camino entre los dos grupos— era un umbroso árbol grande, y las piedras servían de asientos. Los hermanos de cada grupo caminaban 11,5 kilómetros (7 millas) de ida y 11,5 kilómetros de vuelta para asistir a sus reuniones dos veces a la semana. También recordamos a un matrimonio de edad avanzada que caminó 120 kilómetros (75 millas) con sus maletas y mantas para asistir a una asamblea de circuito. Estos son solo dos ejemplos de cuánto aprecian los hermanos africanos la exhortación de ‘no abandonar el reunirse’. (Hebreos 10:25.)
En algunas zonas los habitantes locales sospechaban de nosotros, y algunos hasta se resentían de que acampáramos en su vecindad. En cierta ocasión levanté nuestra tienda de campaña cerca del lugar de la asamblea, en un punto rodeado de hierba alta. Después de la sesión de la asamblea, cuando ya habíamos dormido un par de horas, me despertó un sonido de afuera. A la luz de la linterna pude distinguir la forma de alguien detrás de un árbol pequeño.
“¿Qué quiere? —dije—. ¿Por qué está escondido detrás de ese árbol?”
“No se preocupe, hermano —fue la respuesta que recibí—, oímos a unas personas decir que iban a prenderle fuego a esta hierba. Así que hemos organizado un grupo para protegerlos durante la noche.”
No nos habían dicho nada del peligro, para que pudiéramos dormir tranquilos. ¡Pero estaban dispuestos a quedarse sin dormir para protegernos! Cuando terminó la asamblea el domingo por la tarde, hicieron que un auto fuera enfrente de nosotros y otro detrás, hasta que salimos de la zona de peligro.
También fue remunerador ver lo mucho que estiman la Biblia estas personas humildes. Una de las congregaciones a las cuales servíamos se hallaba en un sector donde los aldeanos cultivaban cacahuetes. Durante la semana trocamos literatura y Biblias por cajas de cacahuetes descascarados. Al terminar la visita, cargamos en nuestro vehículo el equipo, la literatura y los cacahuetes, y empezamos el viaje hacia donde se celebraría la siguiente asamblea. Poco después de partir de allí se nos pidió que nos detuviéramos, porque alguien estaba tratando de alcanzarnos. Nos detuvimos y esperamos. Resultó que era una señora de edad muy avanzada que llevaba una caja de cacahuetes sobre la cabeza. Para cuando nos alcanzó, el cansancio la hizo arrojarse al suelo y quedarse un rato allí hasta que se repuso de la fatiga. Sí, ¡quería una Biblia! Casi tuvimos que descargarlo todo, pero fue un placer darle lo que deseaba. Una Biblia más en manos amorosas... ¡y otra caja de cacahuetes en nuestra camioneta!
También era maravilloso ver cómo Jehová levantaba superintendentes de circuito para visitar a las muchas congregaciones de la selva africana. En aquel tiempo a la Sociedad se le hacía difícil hallar hermanos capacitados que no tuvieran obligaciones de familia. Por eso, no era raro que un superintendente viajante fuera por autobús o por bicicleta, acompañado de su esposa y dos o tres hijos, maletas, mantas y literatura a visitar las congregaciones. Estos hermanos y sus familias realmente hacían grandes esfuerzos, sin quejarse, para servir a las congregaciones. Servir junto con ellos era un gran privilegio.
En los años setenta la guerra civil empezó a causarles problemas a los hermanos, y la cuestión de la neutralidad sometió a muchos a severas pruebas de lealtad. (Juan 15:19.) La Sociedad decidió cambiarme de asignación para no agravar innecesariamente la situación de los hermanos. Por eso, en 1972 fui transferido a la sucursal de Salisbury. Allí tuve la oportunidad de ayudar a construir una nueva sucursal. Algún tiempo después fui superintendente de circuito para las congregaciones de habla inglesa, que estaban esparcidas por todo el país. Tuvimos que viajar por todo Zimbabue. En algunos sectores la situación era tan peligrosa que teníamos que viajar en convoyes organizados por el gobierno y vigilados por el ejército con el apoyo de aviones y helicópteros.
Nos mudamos al techo de África
Entonces vino otro gran cambio de asignación. Serviríamos en Maseru, la capital de Lesotho. Este es un país montañoso, llamado a veces el techo de África, y tiene muchos lugares de gran belleza.
Aunque apreciamos los paisajes y disfrutamos de ellos, no vinimos aquí con ese propósito. Estamos aquí para ayudar a buscar “las cosas deseables” que se mencionan en Ageo 2:7. Este es un país pequeño con una población de solo millón y medio de habitantes. Cuando llegamos en 1979, el promedio de los que participaban en predicar las “buenas nuevas del reino” cada mes era de 571 Testigos. (Mateo 24:14.) La congregación de Maseru creció tanto que tuvo que dividirse en dos. Recientemente, en abril de 1988, nos regocijó alcanzar un nuevo máximo de 1.078 proclamadores del Reino.
Mientras tanto, la obra sigue progresando en los lugares donde antes fuimos misioneros: Zambia y Zimbabue. Cuando llegamos al África, 35 años atrás, había un total de 36.836 proclamadores del Reino en esos dos países. Hoy la cifra combinada es de 82.229 predicadores. El privilegio de haber desempeñado un papel modesto en esos aumentos ha sido una maravillosa remuneración para nosotros.
“Gusten y vean que Jehová es bueno”, escribió el salmista David. (Salmo 34:8.) Hemos ‘gustado’ del servicio misional, y estamos convencidos de la veracidad de esas palabras. De hecho, desde 1942, cuando empezamos juntos el servicio de tiempo completo, nuestra vida ha estado llena de bendiciones con la abundante bondad de Jehová. Todavía queda mucho trabajo que hacer. ¡Cuán agradecidos estamos a Jehová de que todavía tenemos alguna fortaleza y salud para usarlas en Su servicio!
[Fotografía en la página 24]
John Miles y su esposa, Val