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  • Un mundo enseñado a odiar
  • ¡Despertad! 1997
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¡Despertad! 1997
g97 8/9 págs. 5-8

Un mundo enseñado a odiar

LA GENTE es egoísta por naturaleza. Y el egoísmo, si no se controla, puede convertirse en odio. Además, por si el egoísmo innato no fuese suficiente, la sociedad enseña a la gente a ser egoísta.

Cierto, las generalizaciones no son siempre válidas, pero algunas actitudes imperan tanto que no se las puede ver tan solo como aberraciones. ¿Acaso los políticos no están muchas veces más interesados en ganar elecciones que en ayudar a sus electores? ¿Y no es común que a los hombres de negocios les importe más ganar dinero que impedir que productos perjudiciales lleguen al mercado? ¿No piensan muchos líderes religiosos en ser populares o ganar dinero antes que en guiar a sus rebaños por el camino de la moralidad y el amor?

Se empieza con los jóvenes

Cuando se cría a los niños en un ambiente de permisividad, en realidad se les enseña a ser egoístas, pues a fin de satisfacer sus deseos infantiles se sacrifican la consideración y el altruismo. Tanto en la enseñanza primaria como en la superior se inculca en los estudiantes la importancia de luchar por ser el número uno, no solo en cuestiones académicas, sino también en el campo de los deportes. El lema es: “Para ser el segundo, tanto da que seas el último”.

Los videojuegos de violencia enseñan a los jóvenes a resolver los problemas a la manera egoísta: eliminando al enemigo. No es precisamente una actitud que promueva el amor. Hace más de diez años el director general de Salud Pública de Estados Unidos advirtió que los videojuegos representaban una amenaza para la juventud. Dijo: “Todo consiste en liquidar al enemigo. No hay nada constructivo en los juegos”. Una carta dirigida al periódico The New York Times decía que muchos videojuegos “satisfacen los instintos más degradantes del hombre”, y añadía que “están fomentando una generación de adolescentes malhumorados y que no piensan”. Un joven alemán aficionado a los videojuegos fue lo bastante honrado como para admitir la veracidad de esta última declaración cuando dijo: “Mientras jugaba con ellos, me transportaba a un mundo imaginario y aislado en el que regía el incivilizado lema: ‘O matas o te matan’”.

Cuando el odio va aunado al racismo, se vuelve aún más siniestro. De ahí la obvia preocupación de los alemanes por la existencia de vídeos de tendencias derechistas que presentan actos de violencia contra extranjeros, en particular contra los turcos. Y tienen razón para estar preocupados, pues el 1 de enero de 1994 los turcos constituían el 27,9% de los 6.878.100 extranjeros que residían en Alemania.

Los sentimientos racistas fomentan lo que el nacionalismo enseña a los niños desde la infancia, a saber, que odiar a los enemigos de la patria no es malo. George M. Taber, colaborador de la revista Time, dijo en uno de sus ensayos: “De todos los ismos políticos de la historia, el más marcado tal vez sea el nacionalismo”. Y añadió: “En su nombre se ha vertido más sangre que en el de cualquier otra causa salvo la religión. Los demagogos han incitado durante siglos a turbas fanáticas culpando de todos sus problemas a algún grupo étnico de los alrededores”.

La causa de muchos de los problemas del mundo actual es el odio ancestral a otros grupos étnicos, razas o nacionalidades. Y la xenofobia —el temor a los extraños o extranjeros— va en aumento. Cabe destacar, sin embargo, que unos sociólogos alemanes descubrieron que esta es más marcada en los lugares donde viven pocos extranjeros, lo que parece indicar que se debe más al prejuicio que a experiencias personales. “La mayoría de los prejuicios de la juventud son fomentados por los amigos y familiares”, observaron los sociólogos. En efecto, el 77% de los entrevistados, aunque aprobaban el prejuicio, tenían muy poco o ningún contacto directo con extranjeros.

Enseñar a la gente a ser egoísta no es difícil, pues todos hemos heredado de nuestros padres imperfectos cierta medida de egoísmo. Pero ¿qué papel desempeña la religión en el conflicto entre el amor y el odio?

¿Qué enseña la religión?

Normalmente se piensa que la religión promueve el amor. No obstante, si ese fuera el caso, ¿por qué son las diferencias religiosas la causa subyacente de tensión en Irlanda del Norte, el Medio Oriente y la India, por mencionar solo tres ejemplos? Si bien es cierto que algunas personas sostienen que el problema radica en las diferencias políticas, no en las religiosas, tal opinión es discutible. En todo caso, es obvio que la religión organizada no ha infundido en la gente un amor lo bastante firme como para vencer los prejuicios políticos y étnicos. Muchos católicos y ortodoxos, así como personas de otras religiones, aprueban el prejuicio, y este conduce a la violencia.

No hay nada de malo en tratar de refutar las enseñanzas y prácticas de un grupo religioso que parezca estar equivocado. Pero ¿da esto el derecho de recurrir a la violencia para combatir contra él o contra sus miembros? The Encyclopedia of Religion admite con franqueza: “A lo largo de la historia, los caudillos religiosos de Europa y el Oriente Próximo han instigado reiterados ataques violentos contra otros grupos religiosos”.

La misma enciclopedia demuestra que la violencia forma parte integrante de la religión, pues añade: “Los darwinistas no son los únicos que ven necesario el conflicto para fomentar los procesos de desarrollo social y psicológico. La religión ha constituido una fuente inagotable de conflicto, violencia y, por ende, de desarrollo”.

No se puede justificar la violencia alegando que es necesaria para el desarrollo, pues eso iría en contra de un conocido principio establecido por Jesucristo cuando el apóstol Pedro trató de protegerlo. Pedro, “extendiendo la mano, sacó su espada, e hiriendo al esclavo del sumo sacerdote, le quitó la oreja. Entonces Jesús le dijo: ‘Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que toman la espada perecerán por la espada’”. (Mateo 26:51, 52; Juan 18:10, 11.)

La violencia dirigida contra individuos —sean buenos o malos— no es propia del amor. Por consiguiente, todo aquel que recurre a ella contradice su afirmación de estar imitando el ejemplo de un Dios amoroso. El escritor Amos Oz dijo recientemente: “Algo típico entre los fanáticos religiosos es [...] que las ‘órdenes’ que reciben de Dios siempre se reducen básicamente a una: Mata. El dios de todos los fanáticos parece más bien el diablo”.

La Biblia dice algo muy parecido: “Los hijos de Dios y los hijos del Diablo se hacen evidentes por este hecho: Todo el que no se ocupa en la justicia no se origina de Dios, tampoco el que no ama a su hermano. Todo el que odia a su hermano es homicida, y ustedes saben que ningún homicida tiene la vida eterna como cosa permanente en él. Si alguno hace la declaración: ‘Yo amo a Dios’, y sin embargo está odiando a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede estar amando a Dios, a quien no ha visto. Y este mandamiento lo tenemos de él, que el que ama a Dios esté amando también a su hermano”. (1 Juan 3:10, 15; 4:20, 21.)

La religión verdadera debe seguir un patrón de amor, lo que incluye mostrar amor aun a los enemigos. Leemos lo siguiente de Jehová: “Él hace salir su sol sobre inicuos y buenos y hace llover sobre justos e injustos”. (Mateo 5:44, 45; véase también 1 Juan 4:7-10.) ¡Qué distinto de Satanás, el dios del odio! Él atrae e induce a la gente al libertinaje, el delito y el egoísmo, y así plaga su vida de dolor y amargura. Y lo hace aunque sabe muy bien que ese estilo de vida pervertido las llevará finalmente a la destrucción. ¿Vale la pena servir a un dios de ese tipo, uno que no puede —y por lo visto ni siquiera desea— proteger a los suyos?

Sentimientos de temor, ira o agravio

Es fácil corroborar que estos factores llevan al odio. Un artículo de la revista Time dice: “Desde los difíciles años treinta la variopinta colección de movimientos europeos de extrema derecha no había podido aprovechar tantas aparentes oportunidades. [...] Las personas, temiendo por sus puestos de trabajo, reaccionan con ira fría contra la impotencia de los gobiernos centristas y hacen de los extranjeros que viven entre ellos su chivo expiatorio”. En un artículo del periódico Rheinischer Merkur/Christ und Welt, Jörg Schindler llamó la atención a las decenas de miles de refugiados políticos que han entrado en Alemania durante los últimos veinte años. The German Tribune advierte: “El racismo va en aumento en Europa”. La afluencia de tantos inmigrantes crea sentimientos de odio. Se oye a la gente quejarse diciendo: “Nos cuestan dinero, nos están quitando los puestos de trabajo, son un peligro para nuestras hijas”. Theodore Zeldin, miembro del St. Antony’s College (Oxford), dijo que la gente “es violenta porque se siente amenazada o humillada. Las causas de su ira son lo que requiere atención”.

Joan Bakewell, periodista de televisión británica, da una descripción muy atinada de nuestro mundo, un mundo que enseña a sus ciudadanos a odiar. Escribe: “No soy una cristiana ortodoxa, pero observo en las enseñanzas de Jesús una verdad absoluta y profunda: el mal es la ausencia catastrófica de amor. [...] Sé que vivimos en una sociedad que da poco crédito a una doctrina de amor. Una sociedad tan engañosa que descarta dicha doctrina tachándola de ingenua, sentimental y utópica, que se burla de la idea de anteponer el humanitarismo y el altruismo a la ganancia y el interés personal. ‘Seamos realistas’, dice mientras cierra el último trato, evade sus obligaciones y resta importancia a las pruebas que claramente la incriminan. Semejante mundo produce seres fracasados, solitarios, que no han alcanzado los objetivos prioritarios de la sociedad: el éxito, la autoestima y una vida de familia feliz”.

Es obvio que el dios de este mundo, Satanás, enseña a la humanidad a odiar. Pero todos, individualmente, podemos aprender a amar, como lo demuestra el siguiente artículo.

[Ilustración de la página 7]

¿Pudieran los videojuegos enseñar a sus hijos a odiar?

[Ilustración de la página 8]

La violencia bélica es un síntoma de ignorancia y odio

[Reconocimiento]

Pascal Beaudenon/Sipa Press

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