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  • Un día de mi vida en el bullicioso Hong Kong
    ¡Despertad! 1991 | 8 de noviembre
    • Un día de mi vida en el bullicioso Hong Kong

      Hong Kong es uno de los lugares más densamente poblados del mundo. En sus 1.070 kilómetros cuadrados de tierra viven 5,8 millones de personas, lo que representa un promedio de 5.592 habitantes por kilómetro cuadrado. Pero como solo el 10% del terreno está ocupado, el promedio por kilómetro cuadrado habitado es de unas 54.000 personas. No obstante, parece que sus habitantes se han adaptado admirablemente al ajetreo de una ciudad atestada, con su exiguo espacio vital, su ruidoso tráfico y su contaminación.

      EL ESTRIDENTE sonido del despertador me despierta a las 7.30 de la mañana; me levanto del sofá cama y me visto a toda prisa. Comparto un piso pequeño con mis padres y tres hermanas menores, y todos trabajamos fuera de casa, así que siempre hay cola para entrar en el cuarto de baño, y además disponemos de poco tiempo. Tras un rápido desayuno, me dirijo en bicicleta a la estación de ferrocarril. La lucha diaria ha empezado. Soy uno más de la vasta multitud que se dirige al trabajo en el bullicioso Hong Kong.

      Viajo en tren a toda velocidad entre bloques de viviendas y rascacielos densamente poblados. Luego tengo que tomar un autobús para cruzar el puerto. Debemos pasar por un túnel, en el que se forma una gran caravana. Por fin desembocamos en la isla de Hong Kong, donde está mi oficina, en el distrito financiero del centro. Dependiendo del tráfico, tardo entre hora y hora y media en hacer todo el trayecto desde mi casa. Por fin, alrededor de las 9.30 de la mañana, llego al trabajo. Pero no hay tiempo para relajarse, pues el teléfono ya empieza a sonar. Es el primer cliente del día. Y así estoy continuamente, recibiendo una llamada tras otra sin apenas poder colgar el teléfono. Al mediodía hago una breve pausa para comer.

      El problema entonces es encontrar mesa en uno de los muchos restaurantes de la zona. Parece que todo el mundo trata de comer al mismo tiempo, en el mismo lugar ¡y a menudo en la misma mesa! Una vez más comparto la mesa con personas totalmente desconocidas. Así se vive en la atestada Hong Kong. Tan pronto como termino mi rápida y nutritiva comida china, regreso a la oficina.

      En teoría, mi jornada laboral termina a las 5.30 de la tarde, pero raras veces salgo a esa hora. Normalmente, cuando por fin logro unos momentos de respiro y miro al reloj, son las 6.15 de la tarde. Algunos días pasan de las siete cuando consigo marcharme. A continuación viene el fatigoso viaje de regreso a casa.

      Primero el autobús, luego el tren. Por fin llego a mi estación, y voy a recoger la bicicleta. Mientras pedaleo hacia casa, pienso en cómo ha crecido nuestra pequeña ciudad hasta convertirse en una ajetreada ciudad moderna. Las bajas casas rurales han sido reemplazadas por altísimos edificios, de entre veinte y treinta pisos de altura. Anchas y largas autopistas han ocupado grandes terrenos, y enormes pasos elevados se congestionan con el constante y ruidoso tráfico. La pausada forma de vida de antes ha desaparecido para siempre.

      Nuestro piso es bastante pequeño: hay menos de 28 metros cuadrados para los seis de familia que somos. No puedo disponer de un cuarto para mí, por eso duermo en un sofá en la sala de estar. Por lo menos mis padres tienen su propio cuarto, y mis tres hermanas duermen en literas en su pequeña habitación. La intimidad es un lujo para nosotros.

      Pero aunque la casa es pequeña, estamos mucho mejor que antes, cuando vivíamos en una urbanización del gobierno y todos ocupábamos una sola habitación. Y, no obstante, esa situación es óptima en comparación con la de los millares de personas que viven en el distrito de Mong Kok y que alquilan “apartamentos jaula”, apilados de tres en tres y con unas dimensiones de 1,8 metros de largo por 80 centímetros de ancho y 80 centímetros de alto. Tienen espacio para un colchón y unas pocas pertenencias. Nada de muebles.

      A las nueve de la noche todos estamos en casa y nos sentamos para cenar. Tras la cena, alguien enciende el televisor, lo que elimina mis esperanzas de disfrutar de un poco de silencio para leer y estudiar. Espero hasta que todos se hayan acostado, hacia las once, y entonces me quedo solo en la habitación y tengo un poco de paz y tranquilidad para concentrarme. Sobre las doce yo también me acuesto.

      He trabajado desde que terminé mis estudios hace unos doce años. Me gustaría casarme algún día, pero tengo que trabajar tanto para ganarme el sustento que no me queda mucho tiempo ni siquiera para llegar a conocer lo suficiente a una mujer. Y encontrar un lugar donde vivir es más difícil que escalar el cielo, como decimos aquí. Aunque hemos tenido que acostumbrarnos, este tipo de vida urbana tan ajetreada no me parece natural. Sin embargo, reconozco que mi situación es mejor que la de millones y quizás miles de millones de personas que viven en otras partes del mundo sin una casa decente, ni electricidad, agua corriente o una sanidad adecuada. Desde luego, necesitamos un sistema mejor, un mundo mejor, una vida mejor.—Según lo relató Kin Keung.

  • ‘Es bueno tener hijos, y sobre todo varones’
    ¡Despertad! 1991 | 8 de noviembre
    • ‘Es bueno tener hijos, y sobre todo varones’

      Con una población que supera los 850 millones de habitantes y un índice de natalidad del 31‰, en la India nacen cada año 26 millones de niños, cifra equivalente a la entera población de Canadá. No es de extrañar que uno de los planes más urgentes del gobierno indio sea el de controlar el rápido crecimiento de su población. ¿Qué se está consiguiendo? ¿Cuáles son algunos de los obstáculos a los que se enfrentan?

      “ANTES de los veinte, ¡no! Después de los treinta, rotundamente ¡no! Solo dos hijos, ¡bien!”, dice uno de los llamativos pósteres que revisten las paredes de la entrada de la sede central de planificación familiar de Bombay (India). En otro se ve a una angustiada madre rodeada de cinco hijos. La amonestación es: “¡Luego se arrepentirá!”. El mensaje es claro y enfático: dos hijos por familia son suficientes. Pero conseguir que la gente acepte y ponga en práctica la recomendación del gobierno de tener dos hijos por familia no es fácil.

      “Los hindúes creen que la felicidad de un hombre es proporcional a la cantidad de hijos que tenga. Piensan que los hijos constituyen la bendición de una casa. Por numerosa que sea la familia de un hombre, este nunca cesa de ofrecer oraciones para que aumente”, dice el libro Hindu Manners, Customs and Ceremonies (Hábitos, costumbres y ceremonias hindúes). Sin embargo, desde el punto de vista religioso, el hijo varón es el más preciado para el patriarca de la familia. “No existe desgracia comparable a la de no dejar tras sí un hijo o nieto para que ejecute las honras fúnebres a su muerte —sigue explicando el libro—. Se considera que tal situación puede impedir el acceso [del difunto] a una Morada de Dicha después de la muerte.”

      A los hijos varones también se les necesita para llevar a cabo el rito de la adoración de antepasados, o sraddha. “Era casi esencial tener por lo menos un hijo varón —escribe A. L. Basham en el libro The Wonder That Was India (La maravilla que fue la India)—. Los hindúes concedían gran importancia a la familia, lo que acrecentó el deseo de tener hijos varones, pues sin ellos desaparecería el linaje.”

      Junto con las creencias religiosas, un factor cultural que influye en el deseo de tener hijos varones es el de la tradicional familia indivisa (joint family), o ampliada, de la India, que dicta que los hijos varones casados continúen viviendo con sus padres. “Las hijas se casan y se van a vivir a casa de sus suegros, pero los hijos se quedan en casa con sus padres; y los padres esperan que sean estos quienes cuiden de ellos en su vejez —explica la doctora Lalita S. Chopra, de la División de Salud y Bienestar Familiar de la Corporación Municipal de Bombay—. Esta es su seguridad. Los padres se sienten seguros con dos hijos varones. Por eso es lógico que si un matrimonio ha llegado al límite sugerido de dos hijos y ambos son niñas, exista una gran posibilidad de que sigan buscando un hijo varón.”

      Aunque en teoría se cree que todos los hijos son un regalo de Dios, la realidad de la vida cotidiana indica otra cosa. “Es evidente que las niñas no reciben la debida atención médica —informa la revista Indian Express—. Su supervivencia no se considera importante para la supervivencia de la familia.” El mencionado informe cita una encuesta llevada a cabo en Bombay que revela que de 8.000 fetos abortados después de las pruebas para determinar su sexo, 7.999 eran hembras.

      Una ardua lucha

      “Por lo general, es el varón quien decide cuántos hijos se tendrán y lo grande que será la familia”, explica en una entrevista el doctor S. S. Sabnis, inspector ejecutivo de Sanidad de la Corporación Municipal de Bombay. Aunque una mujer quisiera espaciar sus hijos o limitar el tamaño de la familia, se encuentra bajo la presión de su marido, que quizás no opine lo mismo. “Por eso enviamos equipos compuestos por un hombre y una mujer a todas las casas de los barrios pobres, con la esperanza de que el asistente sanitario pueda hablar con el padre de la casa y animarle a limitar el tamaño de la familia, ayudándole a ver que cuantos menos hijos tenga, mejor atención podrá darles.” Pero, como hemos visto, hay muchos obstáculos.

      “Existe un elevado índice de mortalidad infantil entre las personas más pobres a causa de las malas condiciones de vida —dice el doctor Sabnis—. De modo que es obvio que deseen tener muchos hijos, pues saben que algunos van a morir.” Pero se les da poca atención. Los niños andorrean desatendidos mendigando o quizás rebuscando comida entre la basura. ¿Y los padres? “No saben dónde están sus hijos”, se lamenta el doctor Sabnis.

      En la India, los anuncios suelen representar a un matrimonio feliz y de apariencia próspera disfrutando de la vida con sus dos hijos, normalmente un niño y una niña, a los que se ve bien atendidos. En ese sector de la sociedad, la clase media, el concepto de dos hijos por matrimonio goza de aceptación general. Para los pobres, en cambio, la idea es totalmente ajena, pues razonan: “Si nuestros padres o abuelos tuvieron diez o doce hijos, ¿por qué no podemos tenerlos nosotros? ¿Por qué hemos de limitarnos a dos?”. Es precisamente entre la mayoría empobrecida de la India donde los esfuerzos por controlar el aumento de población tropiezan con más obstáculos. “Actualmente la población es joven y está en edad fértil —reflexiona la doctora Chopra—. Parece ser una batalla perdida. Tenemos muchísimo trabajo por delante.”

  • Me crié en una ciudad africana
    ¡Despertad! 1991 | 8 de noviembre
    • Me crié en una ciudad africana

      El África subsahariana tiene uno de los índices de crecimiento demográfico más elevados del mundo. Las mujeres de esta zona dan a luz, como promedio, más de seis hijos. Otros factores, como la pobreza, el empeoramiento del medio ambiente y la escasez de recursos naturales contribuyen al aumento de las dificultades. A continuación presentamos un relato autobiográfico que muestra cómo se vive en esa parte del mundo.

      ME CRIÉ en una importante ciudad del África occidental. Éramos siete hermanos, pero dos murieron de pequeños. Nuestra casa era de alquiler, y consistía en un dormitorio y una sala. Mamá y papá dormían en el dormitorio y los niños dormíamos sobre unas esteras en el suelo de la sala, los niños a un lado y las niñas al otro.

      Al igual que la mayoría de nuestros vecinos, no disponíamos de mucho dinero, y no siempre podíamos cubrir nuestras necesidades. A veces no había suficiente comida. Muchas mañanas, lo único que teníamos para comer era arroz recalentado del día anterior, y en ocasiones hasta eso escaseaba. A diferencia de algunas personas que razonan que la mayor porción debe ser para el marido, por ser quien gana el sustento, la siguiente para la esposa y lo que quede para los hijos, nuestros padres se quedaban sin comer y dejaban que nosotros compartiésemos lo poco que había. Yo agradecía el sacrificio que hacían.

      La escuela

      En África, algunas personas opinan que solo los muchachos deben ir a la escuela. Piensan que no es necesario que las muchachas vayan porque al fin y al cabo con el tiempo se casan y sus maridos cuidan de ellas. Mis padres no compartían esa opinión, así que fuimos a la escuela los cinco. No obstante, eso suponía una carga económica para ellos. Algunas cosas, como los lápices y el papel, no representaban mucho problema, pero los libros de texto eran caros, así como los uniformes escolares que nos obligaban a llevar.

      Cuando empecé a ir a la escuela, no tenía zapatos. Mis padres no pudieron comprarme unos hasta que cursé el segundo año de enseñanza secundaria, a la edad de catorce años. Pero eso no significa que no tuviese ningún par de zapatos. Tenía unos zapatos, pero eran para ir a la iglesia y no me permitían llevarlos a la escuela ni a ningún otro lugar. Debía ir descalzo. A veces mi padre podía comprarnos vales para el autobús, pero cuando no le era posible, teníamos que ir y volver de la escuela caminando, tres kilómetros de ida y otros tres de vuelta.

      El día de la colada y el esfuerzo de ir a buscar agua

      Lavábamos la ropa en un riachuelo. Recuerdo las ocasiones en que acompañaba a mi madre, cargada con un cubo, una pastilla de jabón y la ropa. Cuando llegaba al río, llenaba el cubo de agua, metía la ropa dentro y la frotaba con jabón. Luego golpeaba las prendas sobre unas piedras lisas y las aclaraba en el río. A continuación las extendía sobre otras piedras para que se secasen, pues pesaban demasiado para llevarlas a casa mojadas. Yo era pequeño entonces, y mi asignación era vigilar la ropa mientras se secaba para que nadie la robase. Mamá hacía casi todo el trabajo.

      Pocas personas tenían agua corriente en casa, así que una de mis tareas era la de ir con un cubo a buscar agua de un grifo o toma de agua exterior. El problema era que muchas tomas de agua se cerraban durante la estación seca a fin de conservar el precioso líquido. En cierta ocasión, estuvimos un día entero sin agua para beber. ¡Ni una sola gota! A veces tenía que andar kilómetros para buscar un solo cubo de agua. El transportar agua sobre la cabeza por distancias tan largas me hizo perder el pelo de la zona sobre la que descansaba el cubo. ¡A los diez años tenía una calva! Afortunadamente volvió a crecerme el pelo.

      Los hijos proporcionan seguridad

      Yo diría que nuestra situación era la común, quizás hasta mejor que la común en esa parte de África. Conozco a muchas otras familias cuyo nivel de vida era muy inferior al nuestro. Muchos amigos míos de la escuela tenían que trabajar vendiendo en el mercado antes y después de las clases para llevar dinero a casa. Otros no podían permitirse el lujo de comer algo por la mañana antes de ir a la escuela, de modo que salían de casa con hambre y así continuaban el resto del día en la escuela, sin probar bocado. Recuerdo que muchas veces se me acercaba uno de estos niños mientras me estaba comiendo mi pan y me suplicaba que le diera un poco, así que yo partía un pedazo y se lo daba.

      A pesar de tales apuros, la mayoría de la gente todavía quiere tener familias grandes. “Tener un solo hijo es como no tener ninguno —dicen aquí muchas personas—. Dos hijos equivalen a uno, cuatro hijos equivalen a dos.” Eso se debe a que el índice de mortalidad infantil es uno de los más elevados del mundo. Los padres saben que, aunque algunos de sus hijos morirán, otros vivirán, crecerán, conseguirán un empleo y llevarán dinero a casa. Entonces estarán en condiciones de cuidar de sus padres envejecidos. En un país donde no existen subsidios de seguridad social, es muy importante contar con tal seguridad.—Según lo relató Donald Vincent.

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