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  • Me crié en una ciudad africana

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  • Me crié en una ciudad africana
  • ¡Despertad! 1991
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¡Despertad! 1991
g91 8/11 págs. 8-9

Me crié en una ciudad africana

El África subsahariana tiene uno de los índices de crecimiento demográfico más elevados del mundo. Las mujeres de esta zona dan a luz, como promedio, más de seis hijos. Otros factores, como la pobreza, el empeoramiento del medio ambiente y la escasez de recursos naturales contribuyen al aumento de las dificultades. A continuación presentamos un relato autobiográfico que muestra cómo se vive en esa parte del mundo.

ME CRIÉ en una importante ciudad del África occidental. Éramos siete hermanos, pero dos murieron de pequeños. Nuestra casa era de alquiler, y consistía en un dormitorio y una sala. Mamá y papá dormían en el dormitorio y los niños dormíamos sobre unas esteras en el suelo de la sala, los niños a un lado y las niñas al otro.

Al igual que la mayoría de nuestros vecinos, no disponíamos de mucho dinero, y no siempre podíamos cubrir nuestras necesidades. A veces no había suficiente comida. Muchas mañanas, lo único que teníamos para comer era arroz recalentado del día anterior, y en ocasiones hasta eso escaseaba. A diferencia de algunas personas que razonan que la mayor porción debe ser para el marido, por ser quien gana el sustento, la siguiente para la esposa y lo que quede para los hijos, nuestros padres se quedaban sin comer y dejaban que nosotros compartiésemos lo poco que había. Yo agradecía el sacrificio que hacían.

La escuela

En África, algunas personas opinan que solo los muchachos deben ir a la escuela. Piensan que no es necesario que las muchachas vayan porque al fin y al cabo con el tiempo se casan y sus maridos cuidan de ellas. Mis padres no compartían esa opinión, así que fuimos a la escuela los cinco. No obstante, eso suponía una carga económica para ellos. Algunas cosas, como los lápices y el papel, no representaban mucho problema, pero los libros de texto eran caros, así como los uniformes escolares que nos obligaban a llevar.

Cuando empecé a ir a la escuela, no tenía zapatos. Mis padres no pudieron comprarme unos hasta que cursé el segundo año de enseñanza secundaria, a la edad de catorce años. Pero eso no significa que no tuviese ningún par de zapatos. Tenía unos zapatos, pero eran para ir a la iglesia y no me permitían llevarlos a la escuela ni a ningún otro lugar. Debía ir descalzo. A veces mi padre podía comprarnos vales para el autobús, pero cuando no le era posible, teníamos que ir y volver de la escuela caminando, tres kilómetros de ida y otros tres de vuelta.

El día de la colada y el esfuerzo de ir a buscar agua

Lavábamos la ropa en un riachuelo. Recuerdo las ocasiones en que acompañaba a mi madre, cargada con un cubo, una pastilla de jabón y la ropa. Cuando llegaba al río, llenaba el cubo de agua, metía la ropa dentro y la frotaba con jabón. Luego golpeaba las prendas sobre unas piedras lisas y las aclaraba en el río. A continuación las extendía sobre otras piedras para que se secasen, pues pesaban demasiado para llevarlas a casa mojadas. Yo era pequeño entonces, y mi asignación era vigilar la ropa mientras se secaba para que nadie la robase. Mamá hacía casi todo el trabajo.

Pocas personas tenían agua corriente en casa, así que una de mis tareas era la de ir con un cubo a buscar agua de un grifo o toma de agua exterior. El problema era que muchas tomas de agua se cerraban durante la estación seca a fin de conservar el precioso líquido. En cierta ocasión, estuvimos un día entero sin agua para beber. ¡Ni una sola gota! A veces tenía que andar kilómetros para buscar un solo cubo de agua. El transportar agua sobre la cabeza por distancias tan largas me hizo perder el pelo de la zona sobre la que descansaba el cubo. ¡A los diez años tenía una calva! Afortunadamente volvió a crecerme el pelo.

Los hijos proporcionan seguridad

Yo diría que nuestra situación era la común, quizás hasta mejor que la común en esa parte de África. Conozco a muchas otras familias cuyo nivel de vida era muy inferior al nuestro. Muchos amigos míos de la escuela tenían que trabajar vendiendo en el mercado antes y después de las clases para llevar dinero a casa. Otros no podían permitirse el lujo de comer algo por la mañana antes de ir a la escuela, de modo que salían de casa con hambre y así continuaban el resto del día en la escuela, sin probar bocado. Recuerdo que muchas veces se me acercaba uno de estos niños mientras me estaba comiendo mi pan y me suplicaba que le diera un poco, así que yo partía un pedazo y se lo daba.

A pesar de tales apuros, la mayoría de la gente todavía quiere tener familias grandes. “Tener un solo hijo es como no tener ninguno —dicen aquí muchas personas—. Dos hijos equivalen a uno, cuatro hijos equivalen a dos.” Eso se debe a que el índice de mortalidad infantil es uno de los más elevados del mundo. Los padres saben que, aunque algunos de sus hijos morirán, otros vivirán, crecerán, conseguirán un empleo y llevarán dinero a casa. Entonces estarán en condiciones de cuidar de sus padres envejecidos. En un país donde no existen subsidios de seguridad social, es muy importante contar con tal seguridad.—Según lo relató Donald Vincent.

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