¿Debe ser su lugar de nacimiento lo que determine su religión?
SU MANERA de hablar y de comer, su manera de vestir y de dormir, todo eso, y muchas cosas más, posiblemente dependan del lugar donde haya nacido. Aunque no nos demos cuenta de ello, nuestras raíces nos afectan a lo largo de toda nuestra vida, moldeando nuestras costumbres, manera de pensar y creencias.
María, una española, es católica porque nació en España, un país católico. Martin es luterano porque nació en Lübeck, en el norte de Alemania. Abdullam nació en Beirut occidental, de modo que es musulmán.
Actualmente, ellos, y millones de personas como ellos, se adhieren a sus respectivas religiones. El hecho es que, con frecuencia, las personas deben su religión simplemente a su ubicación geográfica o a los caprichos de la historia. Aunque no lo sepan, puede que haya sido el antojo de un gobernante político que vivió hace siglos lo que decidió su religión.
Este fue el caso de Lisette, que nació en un pueblo de la Selva Negra, en la República Federal de Alemania. Fue bautizada como luterana porque durante generaciones todas las personas de aquella parte del pueblo habían sido súbditos leales del duque de Württemberg, que era protestante. Pero si hubiese nacido en esa misma calle, pero tan solo un poco más abajo, hubiera sido una ferviente católica, pues aquella parte del pueblo era dominada por un gobernante católico.
Estas artificiales barreras religiosas datan del tiempo de la Reforma, en el siglo XVI. Tras un largo y violento período de agitación religiosa, se acordó que cada príncipe determinara la religión que se practicaría bajo su dominio. El argumento era el siguiente: puesto que los hombres no pueden ponerse de acuerdo, es el monarca quien ha de decidir.
Algunos desafortunados aldeanos se encontraron desconcertados al ser obligados a cambiar de religión a medida que se sucedían gobernantes con diferentes religiones. En otros pueblos se creó arbitrariamente una frontera religiosa debido a que la frontera regional pasaba a través de ellos.
No todos los gobernantes siguieron la corriente del protestantismo por razones piadosas. Enrique VIII de Inglaterra, quien anteriormente había sido un prominente defensor de la fe católica, se encolerizó cuando el Papa rehusó concederle el divorcio de su primera esposa. Su solución fue sencilla. Rompió con Roma y se constituyó a sí mismo cabeza de la Iglesia de Inglaterra, confiando en que sus súbditos se adherirían a él lealmente. Con el tiempo, eso fue lo que hizo una mayoría.
En ocasiones, países enteros fueron “convertidos” por misioneros que llegaron pisando los talones a los invasores extranjeros. En México, los primeros frailes franciscanos llegaron solo unos pocos años después de la conquista española. Alegaron haber bautizado a más de cinco millones de nativos en tan solo treinta años, a pesar del hecho de que al principio no hablaban los idiomas indígenas. Un historiador describió esta conversión nacional como “una extraordinaria mezcla de fuerza, crueldad, estupidez y avaricia, compensada por esporádicas ráfagas de imaginación y caridad”. De esta manera, las potencias europeas del momento dividieron el mundo en sentido religioso, además de dividirlo también en sentido político.
Siglos antes, las conquistas musulmanas del norte de África, el Oriente Medio y extensas zonas de Asia llevaron a que la gran mayoría de las personas de aquellos lugares se convirtieran a la religión musulmana.
Hace tiempo que las razones históricas que causaron las divisiones religiosas de la humanidad han quedado olvidadas; no obstante, la mayoría de las personas continúan siguiendo la religión en la que han nacido. Pero, ¿debería dejarse al azar la religión que “escojamos”? ¿Debería la religión ser simplemente una cuestión de herencia? O ¿debería ser el resultado de una decisión consciente y razonada? Una mirada al cristianismo del primer siglo nos ayudará a contestar estas preguntas.
[Ilustración en la página 4]
Enrique VIII decidió la religión que profesarían millones de personas