Un inventor hace su mayor descubrimiento
LA REUNIÓN protestante de avivamiento de la fe se acercaba a su punto culminante. El predicador visitante, con elocuencia frenética, describía los horrores terribles de un infierno ardiente en que se asaba para siempre a los inicuos. Su descripción dramática mantenía paralizada de horror a la mayor parte del auditorio. Entonces su mirada penetrante se posó en dos niños que se reían... ¡en mi primo y en mí! Su elocuencia se convirtió en furia, y lanzó contra nosotros una lluvia de maldiciones. No nos reíamos porque fuéramos irrespetuosos. Simplemente dudábamos de que Dios fuera tan malvado como lo pintaba el predicador.
Y me perturbaba que no se persiguiera a nuestra iglesia. “¿Por qué no se nos persigue? —a menudo preguntaba a mi madre—. Jesús dijo: ‘Si me han perseguido a mí, a ustedes también los perseguirán’. ¡Pero a nosotros nadie nos persigue!” (Juan 15:20.)
Nací en Stoutsville, Ohio, en 1911. Mi infancia pudiera haberle parecido solitaria a algunos. No tenía hermanos ni hermanas cerca de mi edad. No se me permitía jugar con los niños del vecindario. “Dicen palabrotas”, decía mi madre. Tenía mucha razón, pues las decían. Pero yo nunca me sentía solo. Tenía trabajos que hacer. Me encantaba inventar cosas. Hacía mis propios juguetes. Monté una pequeña fábrica de papel y hacía mis propios papeles y sobres. Hice mi propio radiorreceptor, que captaba transmisiones desde Cuba.
Hacía diferentes trabajos para obtener dinero para costear mis proyectos. Llevaba la ropa de la gente a la lavandería, encendía el horno de la iglesia durante el invierno, hacía sonar la campana grande de la iglesia los domingos... una tarea enorme para un joven tan pequeño. Tenía que saltar para alcanzar la cuerda y colgarme de ella para hacer sonar la campana, y luego subir con la cuerda para detenerla.
También me encantaba leer. Solo había unos cuantos libros en nuestro estante, pero la Biblia siempre estaba sobre la mesa. Tenía un deseo ardiente de entenderla. Leía y volvía a leer en particular los Evangelios y Revelación. ¡Oh, cuánto deseaba saber lo que Dios nos decía en Revelación! Mi interés en la Biblia aumentó cuando mi maestra de escuela dominical ofreció una Biblia gratis a cualquiera que pudiera aprenderse de memoria los 30 textos bíblicos que ella había seleccionado. Logré aprenderlos y me convertí en el orgulloso dueño de mi propia Biblia.
Uno de los textos que estaba en su lista se me ha quedado en la mente a través de los años... Salmo 34:7: “El ángel del SEÑOR acampa alrededor de los que le temen, y los libra”. (King James Version.) Mis primeros recuerdos de este texto se remontan a cuando tenía nueve años de edad, cuando me dio una pulmonía lobular doble. Mi hermanita había muerto a causa de esta enfermedad unos cuantos años antes. Puesto que no había antibióticos en aquellos días, parecía que yo correría la misma suerte. Escuché al médico hablarle a mi madre en voz baja acerca de mi muerte inminente. “Sin embargo —añadió él—, si dura dos horas más, puede que viva.” Duré las dos horas, y unas cuantas miles más.
Algunos años después de esto, el ministro de nuestra iglesia vino a visitarnos. Nos explicó que había obtenido un ejemplar de la versión de 1911 de la Biblia American Standard Version. Luego dijo algo que resonó en mis oídos: “El nombre de Dios, Jehová, se usa por todo el Antiguo Testamento”. ¿Dios tiene un nombre? ¿Se llama Jehová? Me emocionó mucho saber esto, pero me desilusionó oír a mi madre decir: “Prefiero llamarlo ‘Dios’”. A mí me interesaba tanto la Biblia que deseaba ser ministro, pero no podía concordar con las enseñanzas de nuestra iglesia. De modo que me matriculé en la universidad para estudiar ciencias naturales.
Mi carrera universitaria casi terminó antes de comenzar. Compré una motocicleta para transportarme a menor costo, y mientras viajaba a la universidad con mi compañero de habitación, de repente me vi ante un camión detenido. Me desvié para evitar el impacto, y caí por un barranco de más de 12 metros (40 pies). Aun hoy puedo cerrar los ojos y ver venir hacia mí aquel desfiladero pedregoso.
De la multitud que se había reunido salió un desconocido, alto, vestido de negro, que se me acercó y dijo en tono sombrío unas palabras que me impresionaron profundamente: “Hoy tu Dios te ha salvado. Investiga quién es, y sírvele”. Dio la vuelta abruptamente y se alejó, dejándome pensativo.
Después de graduarme, conseguí un puesto administrativo en educación. En cierta ocasión tuve que seleccionar a una maestra nueva entre un centenar de solicitantes. Entre las solicitudes vi la fotografía de alguien que me pareció que podría ser mi compañera de toda la vida. Recomendé que fuera contratada. Se llamaba Roberta. Un año después me casé con ella. De veras se convirtió en mi compañera de toda la vida. Además, ella contribuyó mucho a que se cumpliera mi deseo de la infancia de entender la Biblia.
Me estaba esforzando por obtener mi grado de doctor en ciencias en la Universidad Ohio State, pero no había olvidado mi amor a Dios y a la Biblia. Todavía leía la Biblia de vez en cuando, pero entendía muy poco. Esto cambió en 1944. Una señora visitó a Roberta y le dejó un libro religioso titulado Hijos. Aquella señora utilizó el libro Hijos para comenzar un estudio con mi esposa.
“¡Deja el estudio!”, le ordené a mi esposa cuando descubrí que estudiaba con los testigos de Jehová. “No son gente buena. No pelean por su país.”
Pero Roberta no dejó de estudiar. De modo que decidí investigar el asunto. Para mi asombro, aprendí que el infierno no es caliente, que el alma no es inmortal y que la enseñanza de la Trinidad no es verdadera. (Salmo 16:10; Ezequiel 18:4; Jonás 2:2; Juan 14:28.) Dios es un solo Dios, y su nombre es Jehová, el nombre que había resonado en mis oídos mucho tiempo atrás. Mientras más investigaba, más claro veía. Había encontrado al Dios que aquel desconocido, vestido de negro, me había dicho que hallara y sirviera. Este era un Dios al que podía dedicar mi vida. No era un malvado que torturara a la gente en fuego y azufre por la eternidad. No era un falsificador que prometiera que los mansos heredarían la Tierra, para luego quemarla. (Eclesiastés 1:4; 9:5, 10; Romanos 6:23.)
Roberta y yo concordamos en que habíamos hallado la perla de gran valor. (Mateo 13:45, 46.) En 1945 nos bautizamos en símbolo de nuestra dedicación para hacer la voluntad de Dios como testigos de Jehová. Abandoné mis estudios encaminados al doctorado y mis planes de ser profesor universitario. Conseguí empleo en un instituto grande de investigación y comencé mi carrera como inventor. Habían vuelto a aparecer los dos sueños de mi infancia... inventar cosas y entender la Biblia.
Al pasar los años trabajé en muchos proyectos interesantes. Uno tuvo que ver con helicópteros. Si el cabeceo de las hélices es muy grande, se desarrollan turbulencias, y el helicóptero se detiene, y cae como una roca. Algo tenía que hacerse para que esto no sucediera. Inventé un manómetro diminuto de 20 milésimas de centímetro de espesor. Manómetros que se hicieron siguiendo su diseño se montaron en las superficies de las hélices giratorias. A medida que estas giraban, los manómetros indicaban las presiones variantes en las hélices. Esta información importante ayudó a los diseñadores a corregir el problema y a evitar la pérdida de velocidad. Este invento recibió atención mundial.
Estos diminutos manómetros se usaron en la medicina. A veces a algunas personas se les administran drogas para el corazón, cuando el verdadero problema es que tienen espasmos esofágicos. Ambas condiciones producen dolor en el pecho y por todo el brazo izquierdo. Cuando un tubo equipado con tres de estos diminutos manógrafos se introduce en el esófago, indica si el dolor proviene de espasmos esofágicos o no. Desde el esófago puede también indicar el pulso, y, midiendo la presión pulmonar cuando la persona exhala, puede detectar si hay enfisema y hasta indicar cuán avanzado está. Esta sonda esofágica se utilizó en los hospitales y fue exhibida por todo el mundo.
Estos manómetros se usan también para medir la presión en el cerebro en casos de inflamación. Cuando se les presiona contra la córnea del ojo, miden los cambios de presión según late el corazón, cambios que reflejan la presión en las arterias carótidas y pudieran detectar una obstrucción parcial.
Otro proyecto tuvo que ver con la instrumentación de fórceps obstétricos. Aplicada la instrumentación, los fórceps le indican al médico cuánta presión le está aplicando a la cabeza del feto.
En una ocasión un médico mencionó que quería ver qué sucede en los conductos bronquiales cuando se inhala humo. Pudimos ver esto utilizando óptica de fibras. Un compañero de trabajo, Samuel Chambers (también testigo de Jehová) elaboró el diseño. Se hizo el instrumento, y se introdujo por el conducto bronquial. Podíamos ver los delicados pelos, los cilios, moviéndose y limpiando los bronquios de materia suelta. Pero cuando se inhalaba humo, que daba contra los cilios, ¡aquellos filamentos dejaban de ondular! El humo paralizaba el mecanismo natural que limpiaba los conductos bronquiales.
También perfeccioné, junto con Chambers, un tipo especial de marcapasos. Entraba en el corazón y medía la presión cardíaca al mismo tiempo que regulaba las pulsaciones. Con él también era posible inyectar medicación en el corazón o sacar muestras de sangre. Se utilizó en los hospitales.
En una ocasión escribí una serie de artículos sobre nuevas maneras de medir la deformación mecánica en estructuras. Los artículos, escritos para la compañía publicadora McGraw-Hill, atrajeron mucha atención y terminé por darles forma de libro, el cual se usó por un tiempo como libro de texto universitario.
Para el tiempo en que estaba haciendo esto, hablé con un médico del hospital de la Universidad Ohio State acerca de las transfusiones de sangre. Él rebajaba a los Testigos como personas que no valían nada, y acusaba al folleto Sangre, publicado por la Sociedad Watch Tower, de citar incorrectamente a un médico.
“¡No me hable de citar incorrectamente, doctor! —le dije—. Yo sé cuándo se cita incorrectamente. Publico material informativo todos los meses. ¡A ese médico no se le citó incorrectamente, y usted lo sabe!” Me acaloré un poco, y le dije: “Ustedes los médicos quizás mataron a Jorge Washington sacándole sangre, ¡y ahora matan a la gente inyectándole sangre contaminada!”. Pues bien, después de esto tuvimos una conversación muy agradable.
Otro caso parecido: Una anciana, testigo de Jehová, tuvo un accidente automovilístico y fue llevada al hospital de la Universidad Ohio State. Allí el médico estaba tratando de convencerla de que aceptara una transfusión de sangre. Se me llamó para que razonara con él, pero en vez de escuchar mis explicaciones lanzó comentarios denigrantes acerca de los Testigos, diciendo que personas que no sabían nada de asuntos médicos estaban tratando de decirles a los médicos qué hacer.
“¿Sabe usted algo acerca de la sonda esofágica?”, le pregunté. Le dije que yo había inventado aquel aparato y que en una ocasión consideré con cierto personal de aquel hospital cómo se utilizaba, en una de sus reuniones. Su actitud cambió considerablemente, y la tensión disminuyó.
Participé en resolver un problema difícil en el programa espacial. La NASA necesitaba algo para medir la presión en la boquilla o tobera de los cohetes. La temperatura en su interior se asemeja a la de la superficie del Sol. Parecía que otros manómetros no habían funcionado bien.
Mi jefe y yo fuimos a Huntsville, Alabama, donde se efectuaba investigación relacionada con los cohetes. Allí conocimos a un alemán que estaba a cargo de este proyecto. Entró en la habitación y preguntó abruptamente: “Bien, ¿cómo lo hacen?”. Fue al grano.
Tuve que explicar lo que pensábamos. La idea era construir un sensor pequeño que utilizara un líquido que no se quemara y que mantuviera frío al sensor.
El alemán dijo: “Eso es lo que queremos”. La conferencia terminó... ¡la más corta de mi experiencia! Se hizo el aparato, funcionó, y fui partícipe de un reconocimiento por la NASA. Durante mis 25 años en el campo de la investigación obtuve más de 30 patentes.
Sin embargo, mi mayor descubrimiento no lo hice como inventor. Lo hice cuando volví a descubrir la identidad del Dios verdadero, Jehová, y cuando llegué a apreciar todo lo que ese nombre representa. (Salmo 83:18.) Les hablé a mis compañeros de trabajo acerca de Él. Conduje estudios bíblicos en los hogares de algunos de ellos y sus familias. A uno de aquellos estudios asistieron 17 personas, y a otro, 19.
En mi lugar de empleo casi todo el mundo sabía que yo era testigo de Jehová. Durante la hora del almuerzo me esforzaba siempre por escoger a alguien distinto con quien sentarme a comer, para testificarle. Un día le pregunté a un hombre: “¿Le molestaría si me siento aquí?”. Dijo: “Sí; ¡me molestaría!”. Tuve que sonreír. Aquel hombre había oído hablar de mí y obviamente no quería que le testificara.
En una ocasión el gobernador de Ohio visitó mi lugar de empleo, y fui designado para hablar con él. Le saqué provecho a esto. Yo conducía un estudio en la prisión de seguridad máxima del estado de Ohio, y una vez el capellán protestante no quiso permitir que yo bautizara a un preso que había recibido estudios bíblicos de mí. Le dije: “Mire, justamente la semana pasada estuve hablando con el gobernador. Creo que usted necesita ayuda”. El cambio fue instantáneo: “Pues, ¡espere un momento! —dijo—. ¡Nos encargaremos de esto!”. Lo hizo, y entré a ver a mi estudio bíblico.
Cuando comenzamos a asistir al Salón del Reino de Columbus había solo dos congregaciones. Veinticinco años después había 24. Para ese tiempo yo servía de superintendente de ciudad. Una experiencia sobresaliente fue la construcción del Salón de Asambleas en aquella zona. Yo conducía un estudio con Norman Watson, y un día le dije que necesitábamos una propiedad para un Salón de Asambleas.
Él dijo inmediatamente: “Vamos a ver unos terrenos”. Me mostró varios lugares y preguntó: “¿Cuál quiere?”. Nos dio un terreno excelente en London, Ohio. Más tarde, Norman se bautizó.
Nos tomó 14 meses construir el Salón de Asambleas. El comité de construcción se reunía cada semana para contar el dinero. ¿Teníamos suficiente dinero para continuar construyendo una semana más? La misma historia se repetía cada semana, y cada semana Jehová suministraba lo suficiente para continuar la construcción. Los hermanos Knorr y Suiter vinieron desde la sede mundial de Brooklyn para participar en el programa de dedicación.
Roberta y yo hemos pasado muchos años felices ayudando a otros a conocer a Jehová. Una de las primeras personas con quienes compartimos la verdad fue mi primo Vaughn Crites, y esto me trajo una alegría especial. Él fue quien, junto conmigo, muchos años antes, había provocado la ira del predicador evangélico cuando nos reímos de sus comentarios acerca del fuego del infierno, algo que difama a nuestro amoroso Dios, Jehová. También mi madre, de edad avanzada, llegó a amar el nombre de Dios, Jehová. Murió después de expresar su deseo de ser Testigo, a los 90 años de edad. Y hoy Roberta y yo disfrutamos del privilegio de servir a Jehová con la congregación de Sebring, Florida.
Al fin pasó la angustia que sentí en la infancia por no pertenecer a una religión perseguida. A los Testigos se les persigue por todo el mundo. Y con esta persecución están experimentando la verdad del texto que aprendí desde niño: “El ángel de Jehová está acampando todo en derredor de los que le temen, y los libra”.—Según lo relató Nelson Crites.
[Comentario en la página 24]
“Hoy tu Dios te ha salvado. Investiga quién es, y sírvele”
[Comentario en la página 25]
“¡Deja el estudio!”, le ordené a mi esposa cuando descubrí que estudiaba con los testigos de Jehová
[Comentario en la página 26]
¡El humo paralizaba el mecanismo natural que limpiaba los conductos bronquiales!
[Comentario en la página 26]
Se hizo el aparato, funcionó, y fui partícipe de un reconocimiento por la NASA
[Fotografía en la página 23]
Nelson Crites con un manómetro
[Fotografía en la página 27]
Nelson y su esposa, Roberta, estudiando