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¡Despertad! 1998
g98 8/4 págs. 21-24

Hallo consuelo en “el valle de sombra profunda”

Relatado por Barbara Schweizer

Viví en gratos “prados herbosos”, por así decirlo, las veces que todo fue bien. Pero también sé lo que es cruzar un “valle de sombra profunda”. Así pues, tengo la certeza de que podemos afrontar cualquier situación gracias a que Jehová es nuestro Pastor (Salmo 23:1-4).

EN 1993, cuando mi marido y yo éramos casi septuagenarios, decidimos embarcarnos en una nueva aventura: mudarnos a una población del Ecuador muy necesitada de maestros bíblicos. Aunque los dos éramos estadounidenses, sabíamos español, y carecíamos de obligaciones económicas. Conscientes de que en aquel país era magnífica la ‘pesca de hombres’, hicimos los planes precisos y nos fuimos a echar las redes en sus productivas aguas (Mateo 4:19).

Primero pasamos unos días emocionantes en la sucursal ecuatoriana de la Sociedad Watch Tower. Luego nos dirigimos a la estación de autobuses de Guayaquil, deseosos de viajar a Machala, una de las ciudades con mayor necesidad espiritual. Mientras esperábamos el autobús, Fred, mi marido, se sintió indispuesto, así que retrasamos el viaje. Lo dejé sentado en el equipaje, y me dirigí a un teléfono público para coordinar la vuelta a la sucursal. Al cabo de unos minutos, regresé y ya no estaba.

No volví a verlo vivo. Durante mi breve ausencia le había dado allí mismo un infarto muy extenso. Desesperada, me lancé a buscarlo, hasta que un jefe de la estación me dijo que lo habían llevado al hospital. Al llegar allí, lo encontré muerto.

Me vi sola en un país extraño, sin hogar y sin el apoyo de mi marido. Y digo “apoyo” porque Fred siempre se encargó de todo para los dos, con lo cual estaba muy complacida, pues no soy de carácter fuerte. De repente tuve que tomar las decisiones, organizarme y, al mismo tiempo, superar el dolor. Era terrible la desolación, como si me hubiera hundido en un “valle de sombra profunda”. ¿Sería capaz de aprender a valerme por mí misma?

Cómo aprendimos la verdad y simplificamos nuestra vida

Cuando Fred y yo nos conocimos, éramos divorciados. Entablamos una buena amistad, que fue estrechándose hasta que decidimos casarnos. Aunque íbamos a la iglesia en Seattle (Washington, Estados Unidos), no dimos gran importancia a la religión hasta que nos visitó Jamie, una joven muy agradable que era precursora (evangelizadora de tiempo completo). Era tan simpática que accedí a estudiar la Biblia con ella.

Cuando Fred se interesó, pasamos a estudiar con los padres de Jamie; nos bautizamos un año después, en 1968. Desde el principio procuramos dar prioridad a los intereses del Reino de Dios (Mateo 6:33). La pareja con quien estudiamos, Lorne y Rudi Knust, nos dieron el ejemplo: al poco de nuestro bautismo se mudaron a un pueblo de la costa oriental de Estados Unidos para servir donde había más necesidad. Así nos sembraron la semilla en el corazón.

Teníamos una razón más para pensar en trasladarnos. El trabajo de gerente de unos grandes almacenes tenía muy ocupado a Fred, quien vio que mudándose podría vivir con más sencillez y atender mejor la verdad y a nuestros dos hijos. Yo también tenía una hija de mi primer matrimonio, que había abrazado la verdad junto con su esposo; por lo tanto, la decisión de dejar Seattle fue dura. Con todo, mi hija y mi yerno entendieron por qué lo hacíamos y apoyaron nuestra determinación.

En 1973 nos mudamos a España, que entonces tenía una gran necesidad de predicadores de las buenas nuevas y de hermanos que dirigieran la obra. Fred había calculado que, viviendo con economía, los ahorros nos bastarían para cubrir los gastos en el país, lo que nos permitiría dedicar la mayor parte del tiempo al ministerio. Así lo hicimos. En poco tiempo, Fred ya servía de anciano, y para 1983 los dos ya éramos precursores.

Durante los veinte años que servimos en España aprendimos el idioma y tuvimos muchas gratas vivencias. Con nosotros estudiaron varios matrimonios, algunos de los cuales son hoy Testigos bautizados. Cuando ya llevábamos varios años allí, nuestros dos hijos menores, Heidi y Mike, también se hicieron precursores. Teníamos pocas posesiones, pero fueron mis años más felices. Vivíamos con sencillez. Podíamos pasar mucho tiempo en familia, y gracias a la buena administración, con los ahorros ocurrió lo que con el aceite de la viuda mencionada en la Biblia: no se agotaron (1 Reyes 17:14-16).

De nuevo a otro país

En 1992 nos planteamos un nuevo traslado. Nuestros hijos eran adultos, y en España ya no existía tanta necesidad. Un misionero que había servido en el Ecuador nos dijo que allí hacían falta muchos precursores y ancianos. ¿Éramos muy mayores para comenzar de nuevo en otro país? Pensamos que no, pues los dos teníamos buena salud y nos encantaba la predicación. De modo que nos pusimos en contacto con la sucursal ecuatoriana y comenzamos a hacer planes. De hecho, mi hija Heidi y su marido, Juan Manuel, que servían en el norte de España, también tenían muchas ganas de acompañarnos.

Por fin, una vez arreglado todo, nos fuimos al nuevo país en febrero de 1993. Nos emocionaba la idea de ser precursores en el Ecuador, donde había tanta gente deseosa de estudiar la Biblia. Tras la cordial bienvenida que nos dieron en la sucursal, pensamos visitar varias ciudades que nos recomendaron por tener una gran necesidad. Fue entonces cuando falleció mi esposo.

En “el valle de sombra profunda”

En un principio quedé aturdida; luego pasé a negar la realidad. Fred casi nunca había estado enfermo. ¿Qué haría yo? ¿A dónde iría? Me era imposible pensar.

En los peores momentos de mi vida, recibí el apoyo de hermanos espirituales muy compasivos, la mayoría desconocidos. En la sucursal fueron muy amables y se hicieron cargo de todo, incluido el funeral. Recuerdo con especial gratitud el amor de los hermanos Bonno, quienes se las arreglaron para que nunca estuviese sola; la hermana Edith Bonno llegó a dormir al pie de mi cama varias noches para hacerme compañía. La verdad es que la entera familia Betel me trató con tanto cariño y consideración, que me sentí arropada y protegida en un cálido manto de amor.

Al cabo de unos días llegaron mis tres hijos, quienes me ayudaron mucho. De día era más fácil, pues tenía muchas personas que me demostraban su cariño, pero no así durante las noches, que se hacían eternas. En aquellos momentos Jehová me dio fuerzas. Cuando me vencía la soledad, le oraba a Dios, y él me confortaba.

Después del funeral me planteé qué haría. Deseaba quedarme en el Ecuador, pues así lo habíamos decidido mi marido y yo, pero me parecía imposible afrontar sola la situación. Por ello, Heidi y Juan Manuel, que pensaban mudarse al Ecuador en el futuro cercano, cambiaron sus planes para trasladarse de inmediato, de modo que todos sirviéramos juntos.

Al cabo de un mes, conseguimos casa en Loja, una de las ciudades que nos había recomendado la sucursal. Enseguida me ocupé en organizar las cosas, acomodarme en el nuevo hogar y emprender la predicación en un territorio desconocido para mí. Estas labores me aliviaron un poco el dolor. Además, podía desahogarme llorando con mi hija, que había sido muy apegada a Fred.

Un par de meses después, ya asentada, sentí con más intensidad la terrible pérdida. Como me ponía fatal al pensar en los momentos felices que había tenido con Fred, me negué a recordar y decidí vivir de un día para otro, pues era incapaz de hacer planes. No obstante, trataba de llenar cada día con alguna actividad significativa, sobre todo la predicación. Así logré salir adelante.

Aunque siempre me ha gustado predicar y enseñar la Biblia, en el Ecuador esta obra es una delicia, pues la gente es muy receptiva. Una de las primeras veces que prediqué de casa en casa en el país, conocí a una señora joven que dijo: “Sí, me gustaría estudiar la Biblia”. Fue mi primera estudiante en el Ecuador. Experiencias como esa absorbieron mi atención e impidieron que le prestara demasiada importancia a mi dolor. Jehová me bendijo mucho en el ministerio. Casi siempre regresaba de predicar las buenas nuevas con una experiencia digna de contar.

Sin duda, fue una bendición seguir de precursora. Me dio una obligación que cumplir y una tarea positiva para cada día. En poco tiempo ya dirigía seis estudios bíblicos.

Como ejemplo de la satisfacción que me aporta el ministerio, mencionaré a una señora de mediana edad que últimamente ha demostrado mucho aprecio por las enseñanzas bíblicas. Cada vez que le enseño un pasaje, primero quiere entenderlo bien y luego está dispuesta a poner por obra su consejo. Aunque había llevado una vida inmoral, cuando un hombre le propuso recientemente irse a vivir con él, rechazó de plano su proposición. Me dijo que estaba muy contenta de haber sostenido los principios bíblicos, pues ahora tiene una paz interior como nunca antes. Estos estudiantes me conmueven y me hacen sentir útil.

Conservo el gozo

Aunque la formación de discípulos me da mucho gozo, el dolor no ha desaparecido rápidamente. En mi caso, la tristeza es intermitente. Mi hija y mi yerno me apoyan muchísimo, pero cuando los veo compartir juntos momentos especiales, a veces siento con más dureza la pérdida. Extraño mucho a mi esposo, no solo por lo unidos que estábamos, sino porque dependía de él para muchas cosas. Como ya no puedo conversar con él, pedirle consejo ni contarle experiencias del ministerio, en ocasiones me invaden una tristeza y un vacío nada fáciles de sobrellevar.

¿Qué me ayuda en esos casos? Orar con fervor a Jehová y pedirle que me ayude a pensar en algo positivo (Filipenses 4:6-8). Él me ayuda muchísimo. Ahora que han pasado unos años, puedo hablar de algunos momentos felices que tuvimos Fred y yo. Parece, pues, que las heridas van curándose poco a poco. Al igual que el salmista, creo que he atravesado un “valle de sombra profunda”. Pero tuve a mi lado a Jehová, que me confortó, y a hermanos fieles que con cariño me orientaron por buen camino.

Lecciones que he aprendido

Como Fred siempre se encargaba de todo, nunca creí que saldría adelante y me valdría por mí misma. Pero con la ayuda que me dieron Jehová, mi familia y los hermanos, lo he logrado. En ciertos sentidos, ahora soy más fuerte. Recurro a Jehová con más frecuencia que antes y sigo aprendiendo a tomar mis propias decisiones.

Me satisface haber servido veinte años con Fred en puntos de España donde había mucha necesidad. Como en este sistema nunca se sabe qué pasará mañana, considero vital hacer todo lo posible por Jehová y por la familia mientras haya oportunidad. Aquellos años enriquecieron mucho nuestra vida y nuestro matrimonio, y estoy convencida de que me prepararon para afrontar la pérdida. Dado que el precursorado ya era un modo de vivir antes de morir Fred, dio a mi vida sentido cuando luchaba por encarar la realidad.

Cuando él falleció, fue como si se me hubiera acabado la vida. Por supuesto, no fue así. Tenía una labor que hacer en el servicio de Jehová y gente a quien ayudar. En vista de que a mi alrededor había tantas personas que necesitaban la verdad, ¿cómo iba a darme por vencida? Tal como indicó Jesús, me vino bien ayudar al prójimo (Hechos 20:35). Gracias a las experiencias en el ministerio del campo, tenía algo que esperar y planear.

Hace unos días, volvió a abrumarme una sensación que conozco muy bien: la soledad. Pero cuando salí en dirección a un estudio bíblico, me animé enseguida. Dos horas después regresé a casa satisfecha y edificada. Como dijo el salmista, en ocasiones tal vez ‘sembremos con lágrimas’, pero Jehová bendice nuestras labores y ‘segamos con un clamor gozoso’ (Salmo 126:5, 6).

Últimamente he tenido que modificar un poco el horario a causa de la hipertensión, de modo que ahora sirvo todos los meses de precursora auxiliar. Vivo satisfecha, aunque no creo que me recupere nunca en este sistema de la pérdida de mi esposo. Siento gozo al ver a mis tres hijos en el servicio de tiempo completo. Sobre todo, anhelo volver a ver a Fred en el nuevo mundo. Estoy segura de que le emocionará saber todo lo que he podido hacer en el Ecuador, que nuestros planes dieron fruto.

Ruego a Dios que sigan cumpliéndose en mi caso estas palabras del salmista: “De seguro el bien y la bondad amorosa mismos seguirán tras de mí todos los días de mi vida; y ciertamente moraré en la casa de Jehová hasta la largura de días” (Salmo 23:6).

[Ilustración de la página 23]

Predicando en San Lucas (Loja), población del Ecuador

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