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No hay nada mejor que la verdadLa Atalaya 1998 | 1 de enero
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No hay nada mejor que la verdad
RELATADO POR G. N. VAN DER BIJL
En junio de 1941, me entregaron a la Gestapo y me llevaron al campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín (Alemania). Allí permanecí, como el prisionero 38190, hasta la infame marcha de la muerte, en abril de 1945. Pero antes de hablar de aquellos sucesos, déjenme explicarles por qué me apresaron.
NACÍ en Rotterdam (Países Bajos), recién comenzada la primera guerra mundial, en 1914. Mi padre era ferroviario, y el pequeño apartamento en que vivíamos estaba cerca de la vía del tren. Hacia el fin de la guerra, en 1918, vi pasar ruidosamente muchos de los llamados “trenes de crisis”. Sin duda iban llenos de soldados heridos a los que se devolvía a casa desde el frente.
Con 12 años, dejé la escuela para conseguir un trabajo. Ocho años más tarde me enrolé como camarero en un barco de pasajeros, y los siguientes cuatro años estuve navegando entre los Países Bajos y Estados Unidos.
Cuando el barco atracó en el puerto de Nueva York en el verano de 1939, se dejaba sentir la amenaza de otra guerra mundial. Por eso, cuando un hombre subió a bordo y me ofreció el libro Gobierno, que hablaba de un gobierno justo, lo acepté con gusto. A mi regreso a Rotterdam, busqué trabajo en tierra, pues la vida en el mar ya no me parecía segura. El 1 de septiembre, Alemania invadió Polonia y las naciones se precipitaron en la segunda guerra mundial.
Aprendo la verdad bíblica
Un domingo por la mañana, en marzo de 1940, estaba visitando a mi hermano casado cuando un testigo de Jehová llamó a la puerta. Le dije que ya tenía el libro Gobierno y le pregunté sobre el cielo y quiénes iban allí. Tan clara y razonable fue la respuesta que recibí, que me dije: “Esta es la verdad”. Le di mi dirección y le invité a casa.
Después de solo tres visitas, en las que tuvimos profundas conversaciones sobre la Biblia, acompañé al Testigo a predicar de casa en casa. Cuando llegamos al territorio, me señaló dónde empezar y tuve que arreglármelas solo. En aquellos tiempos, muchos nuevos empezaban a predicar de este modo. Me aconsejaron que siempre presentara las publicaciones en el portal para que no me vieran en la calle. Puesto que había empezado la guerra, era preciso actuar con cautela.
Tres semanas después, el 10 de mayo de 1940, el ejército alemán invadió los Países Bajos, y el 29 de mayo Seyss-Inquart, el comisionado del Reich, anunció que la organización de los testigos de Jehová había sido proscrita. Nos reuníamos en grupos pequeños y teníamos cuidado de mantener en secreto los lugares que utilizábamos. Las visitas de los superintendentes viajantes nos fortalecían de un modo especial.
Era un fumador empedernido, así que cuando le ofrecí un cigarrillo al Testigo que estudiaba conmigo y descubrí que no fumaba, le dije que yo nunca podría dejar de fumar. Sin embargo, poco después iba caminando por la calle y pensé: “Si voy a ser Testigo, quiero ser un Testigo de verdad”. Y nunca más volví a fumar.
Me pongo de parte de la verdad
En junio de 1940, menos de tres meses después de hablar con aquel Testigo en casa de mi hermano, simbolicé mi dedicación a Jehová y me bauticé. Al cabo de pocos meses, en octubre de aquel año, emprendí el ministerio de tiempo completo y me dieron lo que se conocía como la chaqueta del precursor. Tenía muchos bolsillos para meter libros y folletos, y se podía llevar puesta bajo el abrigo.
Prácticamente desde el principio de la ocupación alemana, se atrapó y arrestó de forma sistemática a los testigos de Jehová. Una mañana de febrero de 1941, me encontraba en el ministerio del campo con un pequeño grupo de Testigos. Mientras ellos llamaban a las casas de un lado de un bloque de viviendas, yo iba trabajando por el otro para encontrarlos. Al cabo del rato fui a ver por qué tardaban tanto, y un hombre me preguntó: “¿Tiene usted también alguno de esos libros?”.
“Sí”, respondí. Al momento me arrestó y me llevó a la comisaría. Me tuvieron en custodia casi cuatro semanas. La mayoría de los policías fueron amigables. Hasta que no se entregaba al detenido a la Gestapo, este podía conseguir la libertad con la simple firma de una declaración escrita en la que prometía no distribuir más publicaciones bíblicas. Cuando me pidieron que la firmara, respondí: “No la firmaría ni aunque me ofrecieran un millón o dos de florines”.
Después de retenerme un poco más, me entregaron a la Gestapo, y luego me llevaron a Alemania, al campo de concentración de Sachsenhausen.
La vida en Sachsenhausen
Cuando en junio de 1941 llegué a Sachsenhausen, ya había unos ciento cincuenta Testigos, alemanes en su mayoría. A los nuevos prisioneros se nos llevó a una sección del campo llamada “Aislamiento”. Allí los hermanos cristianos nos tomaron a su cargo y nos prepararon para lo que podíamos esperar. Una semana después llegó otro grupo de Testigos de los Países Bajos. A los recién llegados se les obligaba a permanecer de pie en un mismo sitio, frente a los barracones, desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde. A veces, los prisioneros tenían que soportar esa prueba durante toda una semana o más.
A pesar de los malos tratos, los hermanos comprendían la urgente necesidad de mantenernos organizados y de nutrirnos espiritualmente. Todos los días se asignaba a alguien para que pensara algunas ideas sobre un texto bíblico. Más tarde, uno por uno, los Testigos se le acercaban en el patio y escuchaban sus reflexiones. De una manera u otra, las publicaciones bíblicas se introducían a escondidas en el campo e incluso nos reuníamos todos los domingos para estudiarlas juntos.
De algún modo se introdujo en Sachsenhausen un ejemplar del libro Hijos, que se había presentado el verano de 1941 en la asamblea de San Luis (E.U.A.). A fin de reducir al mínimo el riesgo de que lo descubrieran y lo rompieran, lo dividimos en varias secciones, que se pusieron en circulación entre los hermanos para leerlas por turnos.
Con el tiempo, la comandancia del campo descubrió que estábamos reuniéndonos, así que nos separaron y nos pusieron en distintos barracones. Aquello nos dio una magnífica oportunidad de predicar a otros prisioneros, lo que resultó en que muchos polacos, ucranianos y de otras nacionalidades aceptaran la verdad.
Los nazis no escondían sus intenciones de doblegar o matar a los Bibelforscher, como se conocía a los testigos de Jehová. Por consiguiente, les sometían a una fuerte presión. Nos decían que podíamos conseguir la libertad si firmábamos una declaración repudiando nuestra fe. Algunos hermanos empezaron a razonar: “Si salgo libre, podré hacer más en el servicio de Jehová”. Aunque unos pocos firmaron, la mayoría de los hermanos permaneció fiel a pesar de todas las privaciones, humillaciones y malos tratos. Nunca volvimos a saber de algunos de los que claudicaron. Felizmente, sin embargo, otros se recobraron más tarde y todavía son Testigos activos.
Con frecuencia nos obligaban a mirar las brutales torturas que sufrían los prisioneros, tales como veinticinco golpes con un palo. En una ocasión nos hicieron contemplar la ejecución de cuatro hombres en la horca. Aquellas experiencias marcaban profundamente a la persona. Un hermano alto y de buena presencia que estaba en el mismo barracón que yo me dijo: “Antes de venir aquí, era incapaz de ver sangre sin caer desmayado al instante. Pero ahora me he endurecido”. Puede que nos endureciéramos, pero no nos hicimos insensibles. Debo decir que nunca abrigué resentimiento ni sentí odio por los que nos maltrataron.
Después de trabajar algún tiempo en un kommando (equipo de trabajo), ingresé en el hospital con fiebre alta. Un médico noruego y un enfermero checoslovaco me ayudaron, y su bondad probablemente me salvó la vida.
La marcha de la muerte
Para abril de 1945 ya se veía claramente que Alemania estaba perdiendo la guerra. Los aliados occidentales avanzaban con rapidez desde el oeste, y los rusos desde el este. A los nazis les resultaba imposible eliminar en pocos días a los cientos de miles de personas recluidas en los campos de concentración y deshacerse de los cadáveres sin dejar rastro, así que decidieron dar muerte a los enfermos y trasladar a los demás prisioneros a los puertos marítimos más cercanos. Allí pretendían cargarlos en barcos que después hundirían en el mar.
La noche del 20 de abril, unos veintiséis mil prisioneros de Sachsenhausen emprendieron la marcha. Antes de abandonar el campo, rescatamos a los hermanos enfermos del hospital y nos hicimos de un carro en el que transportarlos. En conjunto éramos 230, de seis nacionalidades diferentes. Entre los enfermos se encontraba el hermano Arthur Winkler, que había contribuido en gran medida a la expansión de la obra en los Países Bajos. Los Testigos cerrábamos la marcha, y no dejábamos de animarnos unos a otros a continuar.
Para empezar, marchamos sin descanso durante treinta y seis horas. Mientras caminaba, caí virtualmente dormido de puro dolor y agotamiento. Pero quedarse atrás o descansar estaba descartado, porque los guardias disparaban a los rezagados. Por la noche dormíamos a campo abierto o en el bosque. Había poco alimento o ninguno. Cuando las punzadas del hambre se hacían insoportables, lamía la pasta dental que la Cruz Roja sueca nos había dado.
En una ocasión acampamos durante cuatro días en el bosque, debido a la confusión que reinaba entre los guardias alemanes en cuanto a la ubicación de las tropas rusas y americanas. Aquella demora resultó providencial, pues impidió que llegáramos a la bahía de Lübeck a tiempo de abordar los barcos que hubieran sido nuestra tumba submarina. Por fin, tras recorrer unos 200 kilómetros en doce días, llegamos al bosque de Crivitz. No estábamos lejos de Schwerin, una ciudad a unos 50 kilómetros de Lübeck.
Teníamos los rusos a la derecha, y los americanos a la izquierda. El estruendo de las armas pesadas y las continuas detonaciones de los fusiles nos indicaron que el frente estaba cerca. El pánico cundió entre los guardias alemanes; algunos huyeron, y otros se cambiaron de uniforme poniéndose el que les habían quitado a prisioneros muertos, esperando que no los reconocieran. En medio de la confusión, los Testigos nos reunimos para pedir la guía de Jehová.
Los hermanos encargados decidieron que nos fuéramos temprano al día siguiente en dirección a las líneas americanas. Casi la mitad de los prisioneros que iniciaron la marcha de la muerte murieron o fueron asesinados a lo largo del camino; sin embargo, todos los Testigos sobrevivieron.
Unos militares canadienses me dieron transporte hasta la ciudad de Nimega, donde vivía mi hermana, pero cuando llegué al lugar resultó que se había mudado. Por tanto, me puse a caminar hacia Rotterdam. Afortunadamente, en la ruta me ofrecieron transporte en un vehículo particular que me llevó a mi destino.
La verdad ha sido mi vida
El mismo día en que llegué a Rotterdam solicité de nuevo el precursorado. Tres semanas después ya estaba en mi asignación en la ciudad de Zutphen, donde serví durante un año y medio. En ese tiempo recobré algo de fortaleza física. Luego me nombraron superintendente de circuito, como se conoce a los ministros viajantes. Unos meses después, me invitaron a la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower de South Lansing (Nueva York). Tras graduarme en la duodécima clase de esa escuela en febrero de 1949, se me asignó a Bélgica.
En dicho país he servido en diferentes aspectos del ministerio, incluidos casi ocho años en la sucursal y décadas en la obra viajante, tanto de superintendente de circuito como de distrito. En 1958 me casé con Justine, que se convirtió en mi compañera de viaje. Ahora que los años ya me empiezan a pesar, aún tengo la alegría de servir a grado limitado en calidad de superintendente viajante sustituto.
Cuando miro atrás a mi ministerio, puedo decir sin lugar a dudas: “No hay nada mejor que la verdad”. Por supuesto, no siempre ha sido fácil. He visto la necesidad de aprender de mis errores y de mis defectos. Por eso, cuando hablo con jóvenes suelo decirles: “Tú también cometerás errores, y puede que hasta transgresiones graves, pero no mientas al respecto. Conversa con tus padres o con un anciano sobre el asunto, y luego haz los cambios necesarios”.
En casi cincuenta años como ministro de tiempo completo en Bélgica, he tenido el privilegio de ver a algunos de los niños que conocí convertirse en ancianos y superintendentes de circuito. Además, he visto aumentar el número de los proclamadores del Reino del país de unos mil setecientos a más de veintisiete mil.
Así que pregunto: “¿Pudiera haber un modo mejor de vivir que sirviendo a Jehová?”. Ni lo ha habido, ni lo hay, ni nunca lo habrá. Le ruego a Jehová que nos siga guiando y bendiciendo a mi esposa y a mí, a fin de que podamos servirle para siempre.
[Ilustración de la página 26]
Con mi esposa, poco después de casarnos en 1958
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“Hagan discípulos de gente de todas las naciones”La Atalaya 1998 | 1 de enero
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“Hagan discípulos de gente de todas las naciones”
“VAYAN, por lo tanto, y hagan discípulos de gente de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo.” Así vierte la Traducción del Nuevo Mundo el mandato de Jesús recogido en Mateo 28:19. Sin embargo, esta versión del texto ha recibido algunas críticas. Por ejemplo, un folleto religioso afirma: “La única traducción que el texto griego permite es: ‘Hagan discípulos de todas las naciones’”. ¿Es cierto esto?
La frase “hagan discípulos de todas las naciones” aparece en muchas versiones de la Biblia y es una traducción literal del griego. Entonces, ¿qué base hay para la traducción “hagan discípulos de gente de todas las naciones, bautizándolos”? El contexto. La expresión “bautizándolos” hace clara referencia a individuos, no a naciones. El estudioso alemán Hans Bruns explica: “El [sufijo] ‘los’ no hace referencia a las naciones (en griego hay una clara distinción), sino a las personas de las naciones”.
Además, debe tomarse en cuenta como se llevó a cabo el mandato de Jesús. Leemos lo siguiente sobre el ministerio de Pablo y Bernabé en Derbe, una ciudad de Asia Menor: “Después de declarar las buenas nuevas a aquella ciudad y de hacer una buena cantidad de discípulos, volvieron a Listra y a Iconio y a Antioquía” (Hechos 14:21). Observe que Pablo y Bernabé no convirtieron a la ciudad de Derbe, sino que hicieron discípulos de algunos de sus habitantes.
Asimismo, el libro de Revelación no predijo que en el tiempo del fin servirían a Dios naciones enteras, sino “una gran muchedumbre [...] de todas las naciones y pueblos y lenguas” (Revelación [Apocalipsis] 7:9). Así, la Traducción del Nuevo Mundo demuestra ser una traducción fiable de ‘toda Escritura, inspirada de Dios’ (2 Timoteo 3:16).
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