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  • Mi odio se torna en amor

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  • Mi odio se torna en amor
  • ¡Despertad! 1995
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  • Mi encuentro con Hitler
  • Influencia temprana del partido nazi
  • Sirvo en el campo de concentración de Buchenwald
  • El fin de mi “Mesías”
  • Grandes cambios en mi vida
  • Aún me quedaba mucho por aprender
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¡Despertad! 1995
g95 8/1 págs. 11-15

Mi odio se torna en amor

Relatado por Ludwig Wurm

Aquella noche de pleno invierno del mes de febrero de 1942 fue la noche más fría que jamás he conocido; la temperatura alcanzó -52 °C. Estábamos en tiempo de guerra. Yo me encontraba en el frente ruso, en las proximidades de Leningrado; era soldado de las tropas de elite alemanas, denominadas Waffen-SS. A un sargento y a mí se nos había encargado la horripilante labor de sepultar a más de trescientos compañeros, la mayoría de los cuales habían perecido de frío en sus trincheras individuales. El suelo estaba tan helado que era imposible enterrarlos, así que apilamos los rígidos cadáveres como si fueran troncos detrás de unas casas vacías, y los dejamos allí hasta la primavera, cuando podrían ser inhumados.

DECIR que aquel horrible encargo me produjo consternación, es quedarme corto. Abatido, pregunté sin pensar, con lágrimas en los ojos: “Unterscharführer (sargento), ¿puede decirme qué objeto tiene toda esta absurda matanza? ¿Por qué hay tanto odio en el mundo? ¿Por qué razón existen las guerras?”. El sargento respondió en voz baja: “En realidad no lo sé, Ludwig. Te aseguro que yo tampoco entiendo por qué hay tanto odio y sufrimiento en el mundo”.

Dos días después me alcanzó en el cuello una bala explosiva que me dejó paralizado, inconsciente y al borde de la muerte.

Andando el tiempo, mis continuos interrogantes me permitieron comprobar personalmente que el odio y la desesperación se pueden tornar en amor y esperanza. Déjeme explicarle cómo.

Mi encuentro con Hitler

Nací en Austria en 1920. Mi padre era luterano, y mi madre, católica. Cursé estudios en una escuela particular luterana, donde la educación religiosa corría a cargo de un pastor. Lejos de enseñarme que Jesús era el Salvador, la atención se dirigía sin cesar al “führer enviado del cielo”, Adolf Hitler, y al imperio pangermanista que se proponía fundar. El libro de texto parecía ser la obra de Hitler Mein Kampf (Mi lucha) en vez de la Biblia. También estudié la obra de Rosenberg Der Mythus des 20. Jahrhunderts (El mito del siglo XX), en la que pretendía probar que Jesucristo no era judío, sino un ario rubio.

En 1933, convencido de que Adolf Hitler era realmente un emisario del cielo, me adherí con orgullo a las Juventudes Hitlerianas. Imagínese la emoción que sentí cuando tuve la oportunidad de conocerlo en persona. Aún recuerdo muy bien la forma en que me observó con su singular mirada penetrante. Tal fue el efecto que produjo en mí, que al llegar a casa, le dije a mi madre: “A partir de este momento mi vida ya no te pertenece; ahora es de mi führer, Adolf Hitler. Si viera que alguien intentara matarlo, lo cubriría con mi pecho para salvar su vida”. No fue hasta varios años después cuando entendí por qué mi madre sencillamente se echó a llorar y me estrechó en sus brazos.

Influencia temprana del partido nazi

En 1934 los nacionalsocialistas se levantaron contra el gobierno austriaco, y durante los incidentes el canciller Engelbert Dollfuss, que se oponía a la unificación de Austria y Alemania, fue asesinado por elementos nazis. Los cabecillas fueron detenidos, juzgados y condenados a muerte; acto seguido, el gobierno austriaco proclamó la ley marcial. Entonces empecé a militar en las filas del clandestino Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán, o partido nazi.

En 1938 tuvo lugar el Anschluss, es decir, la anexión de Austria a Alemania, y el partido nazi adquirió carácter legal. Poco después estuve entre los miembros leales del partido a quienes Hitler invitó ese mismo año al mitin anual del Reich en el Estadio Zeppelin, en Nuremberg. Allí presencié el despliegue de su creciente poder. Sus discursos grandilocuentes, que embelesaban a las masas, estaban saturados de odio a los opositores del partido, entre ellos la judería internacional y los Estudiantes Internacionales de la Biblia, conocidos ahora como testigos de Jehová. Recuerdo con claridad su jactanciosa amenaza: “Esta enemiga de la Gran Alemania, esta cría de Estudiantes Internacionales de la Biblia, será exterminada de Alemania”. Puesto que nunca había conocido a un testigo de Jehová, me pregunté quiénes serían estas personas peligrosas de las que Hitler hablaba con tan virulento odio.

Sirvo en el campo de concentración de Buchenwald

Al desencadenarse la II Guerra Mundial, en 1939, me ofrecí de inmediato para formar parte de las Waffen-SS, las tropas de elite alemanas. Tenía la convicción de que cualquier sacrificio que se me pidiera hacer en aquella guerra estaba justificado. ¿Acaso no era nuestro führer un enviado de Dios? Pero en 1940, mientras nuestras tropas continuaban la ofensiva hacia Francia a través de Luxemburgo y Bélgica, vi de cerca por primera vez a un soldado muerto, un apuesto joven francés, y quedé muy afectado. No entendía por qué los jóvenes franceses estaban dispuestos a sacrificar su vida en una guerra que Alemania, que tenía a Dios de su lado, obviamente ganaría.

Herido en Francia, me llevaron de vuelta a Alemania para ser hospitalizado. Tras mi recuperación, me trasladaron a los alrededores del campo de concentración de Buchenwald, cerca de Weimar. Se nos dieron órdenes estrictas de no mezclarnos con los guardianes Totenkopfverbände (calaveras) SS ni con los detenidos. Sobre todo, nos prohibieron entrar en la sección de barracones de estos últimos, que estaba cercada por un alto muro con una enorme puerta, sobre la que se leía el lema: “Arbeit Macht Frei” (El trabajo libera). Solo los vigilantes de las SS tenían pases especiales para entrar en esta zona.

Todos los días contemplábamos a los prisioneros dirigirse al lugar de trabajo guiados por un guardián de las SS y un Kapo, esto es, un preso que tenía a otros a su cargo. Entre los detenidos había judíos, que llevaban sobre su camisa la estrella de David; prisioneros políticos, identificados con un triángulo rojo; delincuentes, con una marca negra, y testigos de Jehová, con un triángulo púrpura o violeta.

No podía evitar fijarme en los rostros excepcionalmente radiantes de los Testigos. Sabía que vivían en condiciones inhumanas, pese a lo cual, la dignidad de su porte contrastaba con sus demacrados cuerpos. No conocía nada de ellos, de modo que pregunté a mis superiores por qué se les había internado en los campos de concentración. La respuesta fue que se trataba de una secta judío americana íntimamente ligada al comunismo. Pero su intachable conducta, sus firmes principios y su limpieza moral siguieron intrigándome.

El fin de mi “Mesías”

El mundo en el que había cifrado mi fe se derrumbó en 1945. Mi “dios”, Adolf Hitler, a quien el clero aclamó como el führer enviado del cielo, resultó ser un mesías falso; el Tausendjährige Reich (reino de mil años) que pretendía implantar quedó en ruinas al cabo de tan solo doce años. Además, fue un cobarde que recurrió al suicidio para evadir su responsabilidad por el exterminio de millones de hombres, mujeres y niños. La posterior noticia de la explosión de las primeras bombas atómicas en Japón casi me produjo una crisis nerviosa.

Grandes cambios en mi vida

A poco de haber finalizado las hostilidades de la II Guerra Mundial, fui denunciado al Cuerpo de Contraespionaje del ejército norteamericano (CIC), perteneciente a las fuerzas de ocupación de Estados Unidos, y arrestado por ser nazi y miembro de las Waffen-SS. Con el tiempo, mi prometida, Trudy, dio con un médico que, fundándose en las secuelas que me había dejado una herida en la espina dorsal, convenció al CIC para que me excarcelaran. Permanecí bajo arresto domiciliario hasta que me absolvieron de todos los cargos de criminal de guerra.

A continuación fui repatriado como inválido de guerra a un hospital de los Alpes austriacos para someterme a un examen médico. Una hermosa mañana de primavera, mientras disfrutaba del imponente paisaje y de los cálidos rayos del Sol y escuchaba el melodioso trino de los pájaros, hice una breve plegaria desde lo más hondo de mi corazón: “Dios, si de verdad existes, tú puedes contestar a las muchas preguntas que me abruman”.

De vuelta en casa, a las pocas semanas de haber hecho aquella oración, una testigo de Jehová llamó a mi puerta. Acepté las publicaciones bíblicas que me ofreció. Aunque iba a casa todos los domingos por la mañana, yo no tomaba muy en serio las publicaciones que me dejaba, ni siquiera las leía. Sin embargo, un día llegué a casa más deprimido que de costumbre. Mi esposa me sugirió que leyera un poco para relajarme, y me pasó un folleto que los Testigos habían dejado, titulado Paz... ¿será duradera?

Empecé a leerlo, y no pude dejarlo hasta que lo terminé. Entonces le dije a mi esposa: “Este folleto se publicó en 1942. Si en aquel tiempo alguien hubiera dicho que Hitler y Mussolini perderían la guerra y que la Sociedad de Naciones reaparecería en la figura de las Naciones Unidas, lo habrían tildado de loco. Pero este folleto anunció que se producirían exactamente los sucesos que hoy son historia. ¿Tenemos una Biblia en algún lugar para cotejar estas referencias?”.

Mi esposa fue al desván y encontró una vieja Biblia de Lutero. Verifiqué los versículos bíblicos que aparecían en el folleto. Pronto empecé a aprender cosas que nunca antes había escuchado, como la promesa bíblica de un nuevo mundo aquí en la Tierra bajo el Reino Mesiánico de Dios. Esta esperanza real de un futuro feliz y seguro se refleja en las palabras de la oración modelo de Jesús, que tantas veces repetí de niño: “Venga tu reino. Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra”. Y con gran asombro aprendí que el Dios Todopoderoso, el Creador del cielo y de la Tierra, tiene un nombre personal, a saber, Jehová. (Mateo 6:9, 10; Salmo 83:18.)

Poco después comencé a asistir a las reuniones de los testigos de Jehová. En la primera reunión conocí a una anciana cuya hija y yerno habían sido ejecutados en un campo de concentración alemán por causa de su fe. Me sentí terriblemente avergonzado. Le dije que, en vista de mi pasado, sabía de primera mano lo que ella y su familia habían sufrido, y que por mi relación con los responsables, tenía perfecto derecho a escupirme en la cara.

Me llevé una gran sorpresa cuando, en lugar de expresar odio, los ojos se le anegaron en lágrimas de felicidad. Abrazándome con cariño dijo: “¡Qué maravilloso es el Dios Todopoderoso, Jehová, al permitir que personas de estos grupos opositores entren en su santa organización!”.

En vez del odio que había visto en todas partes, estas personas ciertamente reflejaban el amor altruista de Dios, el verdadero amor cristiano. Recordé haber leído las palabras de Jesús: “En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí”. (Juan 13:35.) Eso era justo lo que había estado buscando. Entonces me llegó a mí el turno de derramar lágrimas. Me puse a llorar como un niño, agradecido por este Dios tan maravilloso, Jehová.

Aún me quedaba mucho por aprender

Con el tiempo dediqué mi vida a Jehová Dios, y me bauticé en 1948. Pero pronto descubrí que aún me quedaba mucho por aprender. Por ejemplo, puesto que el nazismo me había lavado tanto el cerebro, no lograba entender por qué la organización de Jehová en ocasiones publicaba artículos contra las infames SS. Yo argumentaba que a título individual no teníamos la culpa, pues éramos simples soldados, y la mayoría ignorábamos por completo lo que sucedía en los campos de concentración.

Cierto día, un hermano muy querido que entendía bien mi problema y había sufrido él mismo en un campo de concentración durante muchos años, me puso el brazo en el hombro y me dijo: “Hermano Ludwig, escúcheme bien. Si le resulta difícil entender este punto y nota que le molesta, apártelo de la mente, ore a Jehová y deje el problema en sus manos. Créame, si lo hace, llegará el día en que Jehová le ayudará a aclarar este asunto o cualquier otro que lo desconcierte”. Seguí su sabio consejo, y con el paso de los años comprobé la veracidad de sus palabras. Por fin comprendí que el nacionalsocialismo, junto con sus SS, era otro elemento diabólico del entero sistema mundial de Satanás el Diablo. (2 Corintios 4:4.)

Regreso al Estadio Zeppelin, en Nuremberg

¿Puede imaginar lo que significó para mí volver a Nuremberg en 1955 para asistir a la asamblea de los testigos de Jehová “Triumphierendes Koenigreich” (Reino Triunfante)? La asamblea se celebró en el mismísimo lugar donde había oído a Hitler jactarse de que exterminaría de Alemania a los testigos de Jehová. Allí, durante toda una semana, más de ciento siete mil testigos de Jehová y simpatizantes de todo el mundo se congregaron para adorar a Dios. No había empujones ni nadie que alzara la voz airado. Era una verdadera familia internacional que convivía en paz y unidad.

Es difícil describir los sentimientos que me embargaron cuando me encontré durante la asamblea con algunos de mis ex compañeros de las Waffen-SS, convertidos en siervos dedicados de Jehová Dios. ¡Qué reunión tan gozosa!

A la espera de un futuro prometedor

Desde mi dedicación y bautismo tuve el privilegio de dirigir varios estudios de la Biblia con ex nazis austriacos, algunos de los cuales son ahora Testigos de Jehová dedicados. Emigré de Austria en 1956, y en la actualidad resido en Australia. Aquí he gozado del privilegio de servir en el ministerio de tiempo completo, aunque últimamente los años y la salud precaria han limitado mi actividad.

Uno de mis más ardientes deseos es dar la bienvenida de entre los muertos a algunos de los hombres y mujeres fieles que rehusaron transigir frente al impío sistema nazi y fueron ejecutados en los campos de concentración por su integridad.

Mientras tanto, he visto de manera muy literal la transformación de la destructiva cualidad del odio en amor y esperanza. Ahora tengo la firme expectativa de vivir para siempre en perfección en una Tierra paradisíaca, libre de las enfermedades y la muerte; mas no solo yo, sino también todos aquellos que se sometan con humildad al Rey reinante nombrado por Jehová, a saber, Cristo Jesús. En mi caso personal, puedo repetir con convicción las palabras del apóstol Pablo: “La esperanza no conduce a la desilusión; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el espíritu santo, que nos fue dado”. (Romanos 5:5.)

[Fotografía en la página 13]

Con el uniforme de las SS

[Fotografías en las páginas 14, 15]

La asamblea de los testigos de Jehová “Reino Triunfante”, que tuvo lugar en 1955 en el estadio de Nuremberg donde Hitler celebraba los mítines anuales del partido nazi

[Reconocimiento]

Foto de U.S. National Archives

[Fotografía en la página 15]

Con mi maletín, listo para predicar en Australia

[Reconocimiento en la página 11]

UPI/Bettmann

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