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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1951
w51 15/2 pág. 120

José de Arimatea

ES EL principio de la primavera del año 33 d. de J.C. (14 de nisán de acuerdo con el calendario judío) cuando miramos al interior del hogar del sumo sacerdote Caifás en Jerusalén. ¡Qué conjunto de hombres distinguidos vemos! Algunos setenta, consistiendo de los ancianos de influencia en la nación, los jefes de los sacerdotes y los escribas, están presentes ahí, muchos de los cuales pertenecen a la secta de los fariseos. ¡Y qué excitados están! ¿Por qué? Porque delante de ellos está un prisionero que no es otro sino el obrador de milagros, Jesús de Nazaret.

A medida que notamos el proceso una cosa viene a ser muy clara: los principios elevados de este tribunal del Sinedrio, de que todo hombre es considerado inocente hasta que se pruebe su culpabilidad y que su propósito “es salvar, no destruir la vida”, han sido puestos a un lado. Parece que todo el cuerpo (con una o dos excepciones) está movido por la malicia y el que preside parece resuelto a probar que el acusado es culpable y en consecuencia digno de muerte. Evidentemente una conspiración está en movimiento, porque muchos testigos falsos han declarado.

El sumo sacerdote está perdiendo el imperio de sí mismo, el juicio no se está efectuando de la manera que a él le gustaría que fuera. Así que, dirigiéndose al prisionero, grita: “Te ordeno, bajo tu juramento, por medio del Dios vivo, que nos digas si tú eres el Cristo, el hijo de Dios.” El acusado, Jesús, contesta: “Es verdad. ¡Yo os digo que pronto verán al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y viniendo sobre las nubes del cielo!” Fingiendo exagerada indignación justa, el sumo sacerdote rasga sus vestiduras y exclama: “¡Ha proferido blasfemia! ¿Qué necesidad de testigos tenemos ahora? ¡He aquí han escuchado su blasfemia! ¿Cuál es su decisión?” El concilio, con santurronería pomposa para ocultar su malignidad, contesta: “Él merece la muerte.”—Mat. 26:63-66, UTA.

Pero el fallo no fué en su totalidad unánime. No, pocos, pero muy pocos, no dieron su consentimiento ni aprobaron la acción tomada. Entre éstos estaba un hombre rico, José de Arimatea. De hecho, era discípulo del acusado, de Jesús. ¿Un discípulo de Jesús? Sí de acuerdo con los tres escritores del Evangelio, Mateo, Marcos y Lucas, él era discípulo de Jesús, un hombre rico, un miembro del concilio altamente respetado, que vivía en expectativa del reino de Dios.—Mat. 27:57, 58; Mar. 15:43; Luc. 23:50, 51, UTA.

¿Por qué debería estar asociado José de Arimatea, un discípulo de Jesús, con ese gran cuerpo religioso, el Sinedrio, que estaba tan violentamente opuesto a Cristo Jesús? El apóstol Juan nos da la contestación. Él describe a José de Arimatea como “siendo discípulo de Jesús (bien que lo había sido en secreto por temor de los judíos)”.—Juan 19:38.

Pero con el fallo de culpabilidad y ejecución de Jesús, José de Arimatea cobró ánimo. Osadamente fué a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. “En efecto compró lienzo fino y lo bajó, lo envolvió en el lienzo fino y lo colocó en una tumba que había sido labrada en un montón de peñas.”—Mar. 15:43-46, NM.

Ya sea que José de Arimatea siguió ese curso y llegó a ser un seguidor impávido en las pisadas de Cristo Jesús o no las Escrituras no lo revelan. Sin embargo, de lo que se registró con respecto a él podemos apreciar por qué las Escrituras declaran “¡qué cosa tan difícil será para los que tienen dinero abrirse paso para entrar al reino de Dios!”—Luc. 18:24, NM.

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