Poniendo los intereses del Reino en primer lugar
SEGÚN LO RELATÓ ROSCO JONES
HUBO diez hijos en nuestra familia, y vivíamos en una granja a unos dieciséis kilómetros al este de Raleigh, Carolina del Norte. Aquí nací el 11 de septiembre de 1895, y aquí continué hasta que tuve veintiún años de edad, ayudando a mi padre a sufragar los gastos. Mis padres eran muy religiosos, miembros de la Iglesia Bautista local. Mi padre era diácono, y se aseguraba de que todos fuéramos regularmente a los servicios eclesiásticos y que tuviéramos toda clase de libros de relatos religiosos.
Habiendo tenido alguna asociación previa con los Estudiantes de la Biblia, como se conocía entonces a los testigos de Jehová, y habiendo leído alguna de su literatura, mi padre sabía que la guerra y el cristianismo verdadero eran incompatibles. Solía hablar de ello conmigo. Pero, cuando los Estados Unidos entraron en la I Guerra Mundial, tuve que inscribirme en la primera conscripción. Un domingo por la noche vinieron tres predicadores a nuestra casa y se quedaron hasta tarde en la noche tratando de convencer a mi papá de que sería una bendición el que yo ingresara en el ejército.
LOS HORRORES DE LA GUERRA TRAEN DECISIÓN
El 31 de marzo de 1918 finalmente fui reclutado. Para el tiempo que nuestra división desembarcó en Francia yo había perdido toda confianza en el clero. Fácilmente podía ver que el Dios de la Biblia no estaba en esa guerra. Había nueve enormes transportes que llevaban, en total, cien mil hombres. Varios destructores los escoltaban y se mantenían ocupados atacando a submarinos de lejos.
Al desembarcar, apresuradamente nos enviaron al frente que daba a la Línea de Hindenburg. Nos llevó nueve días de vigorosa caminata el llegar a tiempo. Pasamos nuestros cañones, alineados eje con eje por muchos kilómetros, listos para iniciar un bombardeo contra las posiciones alemanas. ¿Se puede usted imaginar la escena de aquella noche cuando los grandes cañones empezaron a disparar y cien mil hombres en el suelo esperaban la señal de ataque, a unos cinco kilómetros enfrente de la artillería de las fuerzas aliadas y a unos tres kilómetros desde donde las bombas estallaban en la línea enemiga? La tierra bajo nuestros pies se mecía y bamboleaba como si estuviésemos viajando en un tosco tren de carga. Todo otro sonido quedaba apagado, y a veces la noche se iluminaba brillantemente como si fuera por iluminación intensiva.
Al principio esto fue aterrador. Muchos de los hombres se desmayaron debido a la impresión causada por la explosión de las bombas. Después de los primeros quince minutos me calmé y me puse a pensar en los muchos temas bíblicos que mi padre había considerado conmigo. Recordé que Dios protege a los que le sirven, y esa noche hice un voto sincero a Dios. Si salía vivo a través de esta pesadilla y se me permitía aprender más acerca de Sus caminos, me dedicaría a hablar a otros la verdad acerca de él y sus propósitos.
Con el tiempo me entrenaron como explorador del batallón. Eso quería decir trabajar solo la mayor parte del tiempo, observando al enemigo sin ser visto, haciendo mapas del territorio entre los dos ejércitos, localizando y obteniendo ayuda para personal perdido o herido. Tenía que hacer que los soldados heridos estuvieran cómodos hasta que llegaran los primeros auxilios, y traer al cuartel general el marbete de identificación y los efectos personales de los soldados muertos. Era trabajo peligroso, pero de alguna manera salí ileso.
Entonces terminó la guerra, después de cuatro meses de dura lucha. Tan pronto como me dieron de baja me apresuré a llegar a casa para reunirme con la familia. Todos parecían estar bien, aunque ahora mi padre se había hecho un bautista intolerante. Yo no podía concordar con su punto de vista, de modo que me mudé a Richmond, Virginia, y allí, en 1922, me casé. Todavía teniendo presente el voto que hice durante la guerra, ingresé en la Iglesia Metodista, lo cual disgustó mucho a mi padre.
Mientras tanto, mi hermano más joven, Leroy, vivía en Washington, D.C. Un día se encontró con un Estudiante de la Biblia y tuvo una discusión con él acerca de doctrinas bíblicas. Puesto que Leroy no tenía consigo su Biblia en aquella ocasión, invitó al Estudiante de la Biblia a venir a su casa, donde continuaron la discusión por muchas horas. Leroy quedó convencido, y las cartas que me escribió me parecieron bastante radicales. Lo invité a que viniera a Richmond y pasara la noche de un sábado conmigo para poder corregirlo.
Cuando llegó esa tarde sugerí que entráramos en la recámara y oráramos. “¡No!” dijo él, “vamos a la Biblia ahora mismo y oraremos después.” Nuestro estudio y conversación bíblicos duró hasta las 3:00 de la mañana, y me di cuenta de que él tenía la verdad. No pude dormir en toda aquella noche, de tan agradecido que quedé. Ahora comprendía que estaba en el camino correcto y que podría llevar a cabo mi voto.
ASOCIACIÓN CON EL PUEBLO DE DIOS
De parte de Leroy supe acerca de la literatura bíblica que publicaba la Sociedad Watch Tower. Le di siete dólares y le dije que me consiguiera todo lo que estuviera disponible. Comprendía que me faltaba mucho. Tan pronto llegaron los libros comencé a estudiar. Mientras tanto, aquella misma mañana después que Leroy se fue a su casa, tomé mi Biblia, subí a un autobús y viajé unos cinco kilómetros; después regresé a pie, visitando hogares y tratando de decirle a la gente algunas de las cosas que había aprendido.
Después, Leroy escribió para decirme que el Sr. Skinner venía a Washington desde las oficinas principales de la Watchtower en Brooklyn para pronunciar un discurso bíblico especial. Mi esposa y yo hicimos el viaje el sábado, y aquella noche participé en distribuir hojas sueltas en las calles. A la mañana siguiente unos Estudiantes de la Biblia me llevaron a la obra de predicación de casa en casa, y comencé a ver cómo podía compartir de la mejor manera el conocimiento bíblico con otros. El discurso de aquel día era exactamente lo que yo necesitaba, y me apresuré a llegar a casa y me preparé para comenzar a dar el testimonio a mis vecinos a la noche siguiente.
En la primera puerta, antes de poder decir mucho, la mujer me regañó y me dio con la puerta en las narices. Eso realmente me sacudió; tanto, que regresé a casa para calmarme. Sin embargo, pronto regresé y comencé en la siguiente puerta y continué durante cinco horas sin parar.
La reunión en Washington había abierto mi apetito, de modo que busqué la congregación allí en Richmond. Fui recibido calurosamente, y pronto comencé a alcanzar algún progreso.
Para 1926 había de la raza de color ocho de nosotros, Estudiantes de la Biblia, en Richmond y pareció aconsejable comenzar nuestra propia congregación, puesto que algunos de los recién interesados vacilaban en cuanto a asistir a la congregación de los blancos. Entretanto mi esposa y yo escribimos a mi padre e hicimos arreglos para pasar unas vacaciones en Carolina del Norte, llevando con nosotros dos cajas de libros. Pronto colocamos toda esta literatura en el distrito natal, e hice arreglos para reunirme con muchos de mis antiguos vecinos fuera de la iglesia el siguiente domingo. En el gran encinar que rodeaba la iglesia tuve yo más gente escuchándome que el predicador adentro. El predicador, mi propio primo hermano, salió para inquirir qué pasaba, de modo que la gente le hizo la misma pregunta que yo acaba de explicarle: “¿Adónde va la gente cuando muere?” El dio la respuesta correcta, pero luego no pudo explicar por qué tantos predicadores dicen que todo el mundo va directamente al cielo o al fuego del infierno al morir.
Luego la junta de diáconos me atacó —mi padre era uno de ellos— y cuando lanzaron la amenaza de que me iban a echar de la iglesia, les dije que eso era imposible, porque yo no era miembro ni jamás había tratado de serlo. Ante esto trataron de cambiar su tono y usar de persuasión, pero yo estaba decidido. Sería predicador de la justicia, y no la clase de predicador que dice una cosa y hace otra.
En 1929 había sido ascendido para ser uno de los jefes de los meseros en el hotel donde trabajaba, pero el trabajo me impedía asistir a las reuniones de la congregación cristiana. Le dije al gerente que saldría temprano todos los domingos a fin de llegar a nuestro estudio bíblico. Me dijo que sería mejor que buscara otro trabajo. Esto sucedió varias veces, pero cuando regresaba mi trabajo siempre me estaba esperando. Seguí en aquel trabajo por tres años, pero después comenzó a molestarme el hecho de que me estaba perdiendo la mayor parte de las asambleas de los testigos de Jehová por estar atado de esta manera. ¿Qué debería hacer ahora?
SIRVIENDO AL REINO DE TIEMPO CABAL
Mi esposa, que no había estado segura en absoluto acerca de mi nueva religión, se puso de mi parte en 1932. Comenzamos a hacer planes para entrar en el servicio de predicación de tiempo cabal dondequiera que se nos necesitara. Para 1933 estábamos listos para empezar. Mi hermano Leroy y su esposa ya estaban participando en la predicación de tiempo cabal, de modo que nos unimos a ellos en un territorio en Allendale, Carolina del Sur. Un grupo de seis de nosotros, ministros precursores, ayudamos a organizar una congregación en Atlanta.
Tuvimos el gran gozo, en 1935, de poder asistir a todas las sesiones de la asamblea de los testigos de Jehová en Washington, D.C. De allí fuimos asignados a trabajar en zonas rurales de Georgia, donde tuvimos algunas experiencias sobresalientes. Por ejemplo, en cierto lugar donde un blanco nos dio permiso para estacionar nuestro remolque en una sección no transitada de un camino, otro blanco que vivía más allá por el mismo camino nos dijo que no pasáramos la noche allí si no queríamos dificultades. El vecindario estaba lleno de personas de color, y muchos de ellos nos rogaron que nos fuéramos, porque sabían que este hombre realmente era malo y causaría mucha dificultad. Dijeron que había causado la muerte de un negro hacía unos tres meses, y a otro lo habían golpeado con el mango de un hacha.
Decidimos quedarnos, después de dirigirnos a Jehová en oración, y nada sucedió aquella noche. A la mañana siguiente, cuando estábamos a punto de salir para nuestro trabajo, vimos que se dirigía hacia nosotros un blanco rechoncho que traía un mango de hacha. Cuando repitió la advertencia del otro blanco, le dije que yo no tenía nada que ver con aquél ni con el otro, y que no le tenía miedo. Finalmente lo invité entrar en nuestro remolque. Aceptó, dejando el mango del hacha a la puerta. Mientras estuvo allí vio el folleto bíblico con el título “Gobierno,” y después de eso debe haber propagado la noticia de que yo era un agente del gobierno, porque desde entonces recibí la mejor cooperación tanto de blancos como de negros.
Unas cuantas semanas después estábamos trabajando en otra zona, famosa por su opresión contra las personas de color. Precisamente antes de llegar a la sección de las personas de color donde planeábamos predicar, se le acabó la gasolina al auto. A unos 400 metros podíamos ver una gasolinera al lado del camino. A la derecha del camino estaba arando un blanco, al otro lado había cuatro blancos con un buldog, un rifle y un galón de whisky. Uno de ellos estaba tocando una guitarra. Al enviar a mi esposa por un galón de gasolina los cuatro se me acercaron y me hablaron, y el que tocaba la guitarra dijo: “Baila para nosotros, viejito.” Otro dijo: “Denle de beber licor.” Les dije que no podía hacer ni una cosa ni la otra, porque era ministro. Entonces exigieron que predicara un sermón, cantara un cántico o hiciera una oración. También rehusé hacer esto, porque, como les dije, uno no debe burlarse de Dios.
Entretanto, el que araba se acercó y dijo a los otros cuatro que no se metieran conmigo. Después me preguntó adónde iba y qué estaba haciendo. Cuando le expliqué, dijo, “conozco un buen lugar para usted.” Echamos a andar el auto y se subió con nosotros y nos llevó a su propia casa. Al entrar en su patio, él gritó: “Vida, aquí están algunos de los tuyos.” ¡Qué tiempo pasamos allí! Por varios días se nos hizo sentirnos en casa propia, compartiendo las comidas que preparaba su esposa. Cada noche terminábamos con tres o cuatro horas de animada conversación bíblica. Toda la familia estaba interesada. Y cuando nos fuimos, la mujer lloró y le dio gracias a Jehová por enviarnos allí. Habían obtenido un conocimiento de mucha verdad bíblica por medio de la literatura, pero nosotros habíamos sido los primeros Testigos que habían conocido.
AGUANTANDO COMO BUENOS SOLDADOS
Sin embargo, no todas las experiencias terminaban tan agradablemente. En Seale, Alabama, fui arrestado por una infracción menor de la ley de tránsito y en el juicio sumario se me multó con 35 dólares o seis meses en la cuadrilla de presidiarios encadenados entre sí. No tenía el dinero, y me enfrentaba a una sentencia de seis meses cuando faltaban unos cuantos días para la asamblea de los testigos de Jehová en Columbus, Ohio. Cuando mi esposa me dijo que me traería todas las noticias, le dije que de alguna manera esperaba llegar allí para oír el cántico de apertura: “Alaben a Jehová.” Entretanto, el juez me dijo que me pondría en la cárcel, en vez de en la cuadrilla de presidiarios encadenados entre sí. De modo que allí estuve en la cárcel. El sábado por la mañana vino a la cárcel una anciana de color del vecindario y me dijo que pagaría mi multa para que pudiera ir a la asamblea y que le podía pagar después. Se aceleraron los acontecimientos, y llegué a Atlanta un día antes de que el grupo saliera para Columbus.
De allí en adelante no tuve más problemas. Mis hermanos cristianos contribuyeron fondos, uno de ellos pagó mi boleto de regreso a Columbus, y otro me entregó una caja con alimento que me duró los siguientes dos días. Tuve que aislarme y llorar de tan feliz que me sentía porque Jehová había creído conveniente abrir el camino para que llegara a la asamblea grande en Columbus, a tiempo para oír a la multitud de adoradores entonar juntos “Alaben a Jehová.” En aquella asamblea la Sociedad Watch Tower dio a los ministros precursores de tiempo cabal el privilegio de colocar el libro Enemigos y la revista Consolación (ahora ¡Despertad!) con todos los otros asistentes. Cuando regresamos a nuestra asignación tuvimos suficientes fondos para devolver el préstamo de 35 dólares y para comprar ropa que necesitábamos mucho.
Cuando mi esposa y yo comenzamos a ofrecer revistas en las calles de Opelika, Alabama, fuimos arrestados y declarados culpables de una violación de su ordenanza de las aceras. Este caso pasó por los tribunales hasta el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, donde el fallo nos fue adverso en 1942, aunque al año siguiente el tribunal se revocó. Mientras tanto, se dio bastante publicidad a la obra del Reino y, aunque algunos opositores se vieron obligados a salir y mostrar abiertamente su espíritu incorrecto, a muchas personas honradas se les abrieron los ojos a la verdad de Dios.
La Grange, Georgia, fue nuestra asignación en 1941. Aquí, también el clero y la policía se consideraban los censores de todo lo que la gente decía o hacía. Trataron de asustarnos con amenazas para hacernos salir del pueblo, y después con el tiempo arrestaron a mi esposa. Cuando los visité para inquirir acerca de ella, me dijeron que me presentara en el tribunal a la mañana siguiente. Llegué temprano y un grupo de policías me echó mano, me llevó al sótano y me golpeó sin misericordia. Cuatro de ellos me sujetaron, uno de cada brazo y de cada pierna, y, levantándome del piso, comenzaron a darme de puntapiés en el estómago y en las costillas, todos ellos por turno. También me golpearon la cabeza con una llanta vieja de bicicleta.
Recobré el sentido en una celda, con la cara y la cabeza muy hinchadas; tanto, que apenas podía ver. Me detuvieron por cuatro o cinco días y luego fui puesto en libertad después que un oficial sacó su pistola y me advirtió que si me veía otra vez en la población con aquella caja negra (mi maletín) me dispararía. Pero al día siguiente, a pesar de las amenazas, me resolví a visitar a algunas personas interesadas. Al ir caminando pude ver que venía la patrulla con dos o tres hombres. Ahora, pensé, es el punto crítico de mi vida. Pero al pasarme, todos miraron hacia el otro lado. Trataron de ejercer influencia en mi casera para que nos echara, pero ella se mantuvo firme.
NADA DE JUBILACIÓN
Por doce años disfruté del gran privilegio de ser representante viajero de la Sociedad a través de todos los estados del sur. Después, en 1955, asistí con mi esposa a la Escuela de Galaad de la Watchtower para entrenamiento misional. Aquella fue una ocasión maravillosa para adquirir conocimiento y disfrutar de la asociación estrecha con mis hermanos cristianos de otras partes del campo y también con los de las oficinas principales de la Sociedad en Brooklyn. Entonces reanudamos el servicio como ministros precursores especiales, es decir, sirviendo en poblaciones donde había necesidad de iniciar y edificar nuevas congregaciones de los testigos de Jehová.
En mayo de 1965 fui enviado al Hospital de la Administración de Veteranos en Jackson, Misisipí, para tratamiento y observación. Cuando fui dado de alta el doctor me dijo que padecía de enfermedad arteriosclerótica del corazón, úlcera duodenal, hemorroides y vista deficiente. Me dijo que tenía que andar con cuidado de ahora en adelante. No obstante, me siento bien, y no he aflojado mucho el paso todavía. Al meditar en los cuarenta y tantos años de servicio a Jehová y contar las muchas bendiciones que he recibido, no me pesa; mi gozo es completo. Y todavía ocupan el primer lugar en mi vida los intereses del Reino.